viernes, julio 31, 2020

“Monstruos”, de María Fernanda Ampuero





Narcisa siempre decía hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos, pero nosotras no le creíamos porque en todas las películas de terror los que daban miedo eran los muertos, los regresados, los poseídos. A Mercedes la aterrorizaban los demonios y a mí los vampiros. Hablábamos de eso todo el tiempo. De posesiones satánicas y de hombres con colmillos que se alimentan de la sangre de las niñas. Papá y mamá nos compraban muñecas y cuentos de hadas y nosotras recreábamos El exorcista con las muñecas e imaginábamos que el príncipe azul era en realidad un vampiro que despertaba a Blancanieves para convertirla en no-muerta. Por el día todo bien, éramos valientes, pero por la noche le pedíamos a Narcisa que subiera a acompañarnos. A papá no le gustaba que Narcisa –la llamaba el servicio– durmiera en nuestro cuarto, pero era inevitable: le decíamos que si no venía bajaríamos nosotras a dormir a la habitación de el servicio. Eso, por ejemplo, le daba miedo a ella. Más que el demonio y los vampiros. Y entonces Narcisa, que tendría unos catorce años, fingiendo que protestaba, que no quería dormir con nosotras, decía eso de que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Y nos parecía una estupidez porque cómo le puedes tener más miedo, por ejemplo, a Narcisa que a Reagan, la niña de El exorcista o a Don Pepe, el jardinero, que al vampiro de Salem o a Demian, el hijo del diablo, o a mi papá que al Hombre Lobo. Absurdo.

Papá y mamá nunca estaban en casa, papá trabajaba y mamá jugaba naipes, por eso era posible que Mercedes y yo fuéramos todas las tardes, después del colegio, a alquilar las películas de terror del videoclub. El chico no nos decía nada. Claro que nos fijábamos que en la caja decía para mayores de dieciséis o dieciocho, pero el chico no nos decía nada. Tenía la cara llena de granos y era gordísimo, tenía un ventilador siempre apuntando a su entrepierna. La única vez que nos habló fue cuando alquilamos El resplandor. Miró la caja, nos miró a nosotras y dijo:

–Aquí salen unas igualitas a ustedes. Las dos están muertas, las mató el papá.

Mercedes me agarró la mano. Y así nos quedamos, de la mano, con el uniforme idéntico, mirándolo, hasta que nos dio la película.

Mercedes era miedosísima. Blanquita, debilucha. Mamá decía que yo me le comí todo lo que venía en el cordón umbilical porque nació mínima: una gusanita y que yo, en cambio, nací como un toro. Usaban esa palabra: toro. Y el toro tenía que encargarse de la gusana, ¿qué se le iba a hacer? A veces me apetecía ser la gusana, pero eso era imposible. Fui el toro y Mercedes la gusana. Seguro que a Mercedes le hubiera gustado ser el toro alguna vez y no ir siempre detrás de mí, a mi sombra, esperar que yo hable y simplemente asentir.

–Yo también.

Nunca yo. Siempre yo también.

Mercedes nunca quiso ver películas de terror, pero yo me emperré porque una del colegio dijo que yo no era capaz de ver todas las películas que ella había visto con su hermano grande porque yo no tenía hermano grande, sino a Mercedes, famosa por gallina, y no lo soporté y esa tarde arrastré a Mercedes al videoclub y alquilamos todas las de Pesadilla en la calle Elm y esa noche y las siguientes tuvimos que decirle a Narcisa que subiera a dormir con nosotras porque Freddy se te mete en los sueños y te mata en los sueños y nadie se entera porque parece que tuviste un infarto o te ahogaste con tu baba, algo normal y entonces nunca nadie se entera de que te mató un monstruo con los dedos de cuchillos afiladitos.

Tener ciertos hermanos es una bendición. Tener ciertos hermanos es una condena: eso aprendimos en las películas. Y que siempre hay un hermano que salva al otro.

Mercedes empezó a tener pesadillas. Narcisa y yo hacíamos todo lo posible por callarla, porque papá y mamá no se enteraran. Me castigarían: las películas de terror, todo es culpa del toro. Pobre gusanita, pobre Merceditas, qué cruz ser hermana de semejante bestia, de una chica tan poco chica, tan indomable. ¿Por qué no eres más como Merceditas, tan dulce, tan calladita, tan dócil?

Las pesadillas de Mercedes eran peores que cualquiera de las películas que veíamos. Tenían que ver con el colegio, con las monjas, las monjas poseídas por el diablo, bailando desnudas, tocándose ahí abajo, apareciéndose en el espejo mientras te estabas lavando los dientes o cuando te duchabas. Las monjas como Freddy, metidas en tus sueños. Y nosotras no habíamos alquilado una película de eso.

–¿Y qué más, Mercedes? –le preguntaba yo, pero ella ya no decía, solo chillaba.

Los gritos de Mercedes perforaban la piel. Parecían aullidos, rasguños, mordiscos, cosas animales. Cuando abría los ojos todavía seguía allí, donde sea que fuera allí y Narcisa y yo la abrazábamos para que volviera, pero a veces tardaba muchísimo en volver y yo pensaba en que, otra vez, como cuando estábamos en el vientre de mamá, le estaba robando algo. Mercedes empezó a ponerse flaquita. Éramos iguales, pero cada vez menos, porque yo cada vez era más toro y ella cada vez más gusanita: ojerosa, jorobada, huesuda.

Yo nunca le tuve demasiado cariño a las Hermanas del colegio ni ellas a mí. Quiero decir, nos detestábamos. Ellas tenían un radar para las almas díscolas, esa frase utilizaban, y yo era de eso, pero no me importaba, díscola sonaba a disco y a cola, las dos cosas me encantaban. Yo odiaba su hipocresía. Eran malas e iban de buenas. A mí me mandaban a borrar todos los pizarrones del colegio, a limpiar la capilla, a ayudar a la Madre Superiora a hacer su beneficencia, que no era más que repartir lo que daban otros, nuestros padres, a los pobres, o sea, intermediar para quedarse con un buen pellizco, comer pescado del bueno y dormir en edredón de plumas. Lo mío era castigo tras castigo porque yo preguntaba que por qué a los pobres les daban arroz mientras ellas comían corvina y decía que eso a nuestro señor no le hubiera gustado porque él hizo los peces para todos. Mercedes me apretaba el brazo y se ponía a llorar. Mercedes se hincaba y rezaba por mí con los ojos cerradísimos. Parecía un angelito. Mientras ella rezaba el Ave María a mí me daban ganas de hacer que todo se parara por completo porque me parecía que el rezo de mi hermana era el único que valía la pena de todo el hijueputa mundo. Las monjas decían a mis padres que mi hermana era perfecta para formar parte de la congregación y yo me la imaginaba encerrada en esa vida, como una cárcel de ropa horrible y grillete de crucifijo grandote: no lo podía soportar.

Esas vacaciones nos vino la regla. Primero a Mercedes, luego a mí. Narcisa fue quien nos explicó lo que había que hacer con la compresa porque mamá no estaba y se rio cuando empezamos a caminar como patos. También nos dijo que esa sangre significaba, ni más ni menos, que, con la ayuda de un hombre, ya podíamos hacer bebés. Eso era absurdo. Ayer no podíamos hacer una cosa tan demencial como crear a un niño y hoy sí. Es mentira, le dijimos. Y nos agarró a las dos del brazo. Las manos de Narcisa eran muy fuertes, grandes, masculinas. Las uñas, largas y en punta, eran capaces de abrir botellas de refresco sin necesidad de destapador. Narcisa era pequeña de tamaño y de edad, apenas dos años mayor a nosotras, pero parecía haber vivido unas cuatrocientas vidas más. Nos estaba haciendo daño cuando dijo que ahora sí que teníamos que cuidarnos más de los vivos que de los muertos, que ahora sí que teníamos que tenerles más miedo a los vivos que a los muertos.

–Ahora son mujeres –dijo–. La vida ya no es un juego.

Mercedes se puso a llorar. No quería ser mujer. Yo tampoco, pero prefería ser mujer que toro.

Una noche, Mercedes tuvo una de sus pesadillas. Ya no eran monjas, sino hombres, hombres sin cara que jugaban con su sangre menstrual y se la frotaban por el cuerpo y entonces aparecían por todos lados bebés monstruosos, pequeñitos como ratas, a comérsela a bocaditos. No había manera de tranquilizarla. Fuimos a buscar a Narcisa, pero la puerta del garaje estaba cerrada por dentro. Escuchamos ruidos. Luego silencio. Luego otra vez ruidos. Nos quedamos sentadas en la cocina, a oscuras, esperándola. Cuando por fin se abrió la puerta nos abalanzamos sobre ella, necesitábamos tanto su abrazo, sus manos siempre con olor a cebolla y a cilantro, su frase sanadora de que había que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. A unos centímetros de su cuerpo nos dimos cuenta de que no era ella. Paramos aterrorizadas, mudas, inmóviles. Lo que había entrado por la puerta de nuestro garaje no era Narcisa. El corazón nos saltaba como una bomba. Había algo ajeno y propio en esa silueta que hizo que nos invadiera una sensación física de asco y horror.

Tardé en reaccionar, no pude taparle la boca a Mercedes. Gritó.

Papá nos dio una bofetada a cada una y subió las escaleras con calma.

Ni Narcisa ni sus cosas amanecieron en casa.



en Pelea de gallos, 2018











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