Estaba
cansada de esperar pero el hombre llegó puntual y lo vi sonreírme con timidez
el primer nombre. Me dijo que era Él y repitió en voz baja, como si lo dibujara
o moldeara, el montón de circunstancias que nos habían separado. Yo deseaba
creerle, pero él no era Él. Gemelos, hermanos mellizos me obligué a pensar.
Pero Jesús nunca había tenido hermanos, este Jesús mío.
Me besó
cariñoso y sin presión y el brazo en la espalda me hizo creer por un momento.
Inicié un tanteo:
—¿Cómo te
fue en Londres?
—Bien; por
lo menos me parece. Con esas cosas nunca se puede estar seguro —me miró
sonriendo.
—Más
importante —dije— es saber si te acuerdas de la fiesta de despedida. Del
epílogo, quiero decir.
Me miró
burlón y dijo:
—¿Es una
pregunta? Bien sabes, y lo volverás a saber esta noche, que no podía olvidar.
Recuerdo tus palabras sucias y maravillosas. Puedo repetirlas, pero...
—Por dios,
no —casi grité, y la cara se me encendió.
—No soy
tan bruto. Era un juego, una amenaza cariñosa.
Frente a
las dos botellas sonrió, burlándose. Una era de vino rojo, la otra de blanco.
—A esta
hora, y como siempre, un vaso de blanco.
Él
prefería así, Él hubiera dicho las mismas palabras.
Bebimos y
después caminamos, recorriendo la casa. Este Él andaba lento, casi sin mirar a
los costados, y se detuvo en la puerta del dormitorio.
Miraba la
cama, sonreía, me puso un brazo sobre los hombros, me pellizcó la nuca y, como
siempre, me puse caliente y húmeda.
Entre
sábanas, viéndolo desnudo, sintiendo lo que sentía supe que él no era Él, no
era Jesús. En la cama ningún hombre puede engañar a una mujer. Pero después del
jadeo y el cigarrillo, dijo:
—Bueno.
Vamos a mirar el Van Gogh. Sigo creyendo que es falso, que hiciste una mala
compra para la galería.
Lo mismo,
iguales palabras, me había dicho Jesús antes de viajar a Londres. Y solo Él y
yo estábamos enterados de la compra clandestina del Van Gogh.
en Cuentos completos, 2009
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