Donde ella estaba, estaba el Edén.
Mark Twain
Quienes han anhelado la venganza y han
adquirido así una naturaleza cruel y salvaje,
buscan sustancias cadavéricas y se alojan
en los infiernos que las producen...
Emanuel Swedenborg
I. Otoño
La espera no fue suficiente.
Tres ríos se cruzaban inevitables ante nuestros destinos.
El frío y el alcohol fueron testigos de una rueda
que no dejaría de girar.
Acaso la culpa y el placer de los tiempos
se centraron en lo por venir
y el camino oculto hacia la espera
fue la excusa para enfrentar un nuevo ocaso:
Los trenes que avanzaban.
Una torre lejos de la ciudad perdida. En ella
la demencia de dos voces
se encuentran entre abrazos y plegarias.
La luz de unos pocos que reviven el intento de seguir.
La rueda continua:
Los vientos desorientan a los que siguen su huella.
Sobre aquella pradera unos pocos gitanos
–desinteresados de la rutina y su amenaza–
beben sin medida a la luz de faroles quebradizos
soportando la indecorosa existencia de este plano.
El ahorcado se sumerge en tu futuro.
Tres ríos bajan las montañas
marcando el paso de los siglos.
Todo se acerca a la sospecha de la trama
que ha de morir entre esos farallones.
La piel sobre la piel de los demonios
el desgarro entre las lunas
y su consecuencia en el aire frío:
No circulan horas en los rieles
donde uno y dos son uno
ni el fuego en la promesa de quien no intenta eludir
los designios del azar.
Pero el hielo desafía el juramento.
No es difícil replantear el devenir
el intento de romper el caos que se escribe en la neblina.
Es el miedo el que forja la desidia
y el lamento ante los rastros
que comienzan a grabarse en el camino.
Desde la azotea
ambos conjuran la visión de los gitanos que se acercan.
El oído acostumbrado a nada
y la complicidad ante el silencio que termina.
Manos y gritos azotan las puertas de la torre.
Una voz que invita y los recibe.
La euforia desatada del alcohol y el baile
que irrumpe en la soledad tantas veces compartida.
Las risas se repiten ajenas a su espacio.
Una y otra hora se persiguen
aunque ellos tuvieran que encerrarse en sus prisiones
evitando el contraste a su miseria.
Sólo el paso de la arena separa el fuego de las piedras.
La torre inversa en su caída aparece en el espejo
de la caravana que se aleja.
Los demonios en silencio.
Ella mira la pasión levantada por el polvo de las ruedas.
El tormento y la respuesta que no han de terminar.
El demonio cerrando el puño:
La sangre de la cruz en el abismo.
II. Descenso
Sus pasos cansados resuenan vacíos al interior del primer sótano.
Cuatro palabras que señalan el ingreso:
¡Dejad fuera toda esperanza!
Cuatro llaves que caen
y una gruesa puerta de fierro oxidado deja ver el final imaginado.
Huesos aún sanguinolentos,
desparramados
artificiosamente
sobre el suelo mohoso.
Cientos de chillidos humillados emergen desde las paredes.
Sonrisas nerviosas y explicaciones que no alcanzan.
Gracias a un débil rayo de luz de luna
su figura semeja
un
montón
de
huesos
blancos.
Persiste la memoria entre los condenados
tal mundo no es parte de los caminos irreales.
Otra puerta los llevaría al espacio del fuego
–el placer jurado–
ante el cual cae ensimismado
cerrando los ojos
negando el infierno por venir.
El ahorcado ante tus pies.
Ella grita arañando paredes
escupiendo
ira
sobre el rostro del caído.
El fantasma de sí mismo se limita a llorar
y negar con la cabeza quemada por tormentos.
Ella sangra y llora
entra y sale del lugar prohibido al cobarde amante
y ya
sin piedad
olvidando el fuego de nuestros ojos
me levanta
empuja
y abandona.
Solo caigo recordando los tres ríos y la piel entre la piel
mis piernas y mirada fría en el pesar
el abrazo bajo el agua de los trenes de un bosque ajeno
a estas horas ya perdidas.
Ella baila triste tras el mar de las arenas.
De él una huella en el polvo
y una puerta sin abrir.
2002/2020
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