lunes, julio 27, 2020

“El arte y el señor Mahoney”, de Carson McCullers





Era un hombre grande, contratista de profesión, y estaba casado con la pequeña y perspicaz señora Mahoney, muy activa en el club y en los asuntos culturales. Hombre de negocios avisado (poseía un almacén de ladrillos y un taller para desbastar y cepillar madera), el señor Mahoney se manejaba pesadamente, con dócil afabilidad, bajo la dirección de la artística señora Mahoney. Su mujer lo tenía bien entrenado; estaba acostumbrado a hablar de «repertorio», y a escuchar conferencias y conciertos con la adecuada expresión de sumiso pesar. Era capaz de hablar de arte abstracto, e incluso había tomado parte en dos de las producciones del Little Theatre, una vez de mayordomo, la otra de soldado romano. El señor Mahoney, diligentemente entrenado, tantas veces amonestado, ¿cómo había podido ser responsable de que cayera sobre ellos semejante vergüenza?

El pianista de la noche era José Iturbi, y se trataba del primer concierto de la temporada, una función de gala. Los Mahoney habían trabajado mucho durante la campaña en pro de la Liga de las Tres Artes. El señor Mahoney, él solo, había vendido más de treinta abonos de temporada. A los más cosmopolitas entre sus conocidos del mundo de los negocios les habló de los conciertos programados como de un «orgullo para la comunidad» y de una «necesidad cultural». Los Mahoney habían prestado su auto y, en el escenario de su nueva casa de estilo Tudor encerada y adornada con flores para la ocasión, habían obsequiado a los abonados a una fiesta al aire libre, con tres criados negros uniformados de blanco que sirvieron los refrescos. El indudable prestigio de los Mahoney como mecenas del arte y de la cultura se lo tenían bien merecido.

El comienzo de la fatídica velada no dejó entrever lo que se preparaba. El señor Mahoney cantó en la ducha y se vistió con minucioso cuidado. Había traído una orquídea de la floristería de Duff. Cuando Ellie pasó desde su habitación —en la nueva casa tenían habitaciones separadas aunque contiguas—, él estaba cepillado y resplandeciente en su esmoquin, y ella, que llevaba la orquídea en el hombro de su vestido azul de crespón, se mostró satisfecha, le dio unas palmaditas en el brazo y dijo:

—Estás muy apuesto esta noche, Terence. De lo más distinguido.

El cuerpo robusto del señor Mahoney se estremeció de felicidad, y se le encendió el rostro rubicundo, con sienes de venas bifurcadas.

—Tú siempre estás igual de hermosa, Ellie. Siempre deslumbrante. A veces no entiendo por qué te casaste con...

Su mujer lo calló con un beso.

Iba a haber una recepción después del concierto en casa de los Harlow y, por supuesto, los Mahoney estaban invitados. La señora Harlow era la «jefa de la manada» en aquel prado de las cosas más selectas. ¡Ah, cómo despreciaba Ellie aquellas expresiones tan vulgares! Pero el señor Mahoney había olvidado todas las veces que había sido necesario llamarle la atención mientras caballerosamente le colocaba a su mujer el chal sobre los hombros.

La ironía fue que, hasta el momento mismo de su ignominia, el señor Mahoney había disfrutado con el concierto más que con ninguno de los anteriores. No fue preciso escuchar nada del serpenteante y tedioso Bach, y cuando el pianista tocó una pieza con ritmo de marcha, se encontró varias veces llevando con el pie el compás de la música. Mientras permanecía allí sentado, disfrutando de aquella pieza, miraba de cuando en cuando a Ellie. El rostro de su mujer tenía la expresión de dolor petrificado, inconsolable, que adoptaba siempre que escuchaba música clásica en un concierto. En los descansos entre interpretaciones se ponía la mano en la frente con aire trastornado, como si soportar tanta emoción fuese demasiado para ella. El señor Mahoney por su parte aplaudía con entusiasmo, agitando mucho sus rosadas manos regordetas, feliz con la oportunidad de moverse y reaccionar.

En el descanso los Mahoney salieron por separado al vestíbulo. Terence se encontró con que le tocaba aguantar a la anciana señora Walker.

—Estoy deseando que llegue Chopin —dijo ella—. Siempre me gusta la música menor, ¿no le pasa a usted lo mismo?
—Imagino que disfruta usted sufriendo —respondió el señor Mahoney.

La señorita Walker, la profesora de inglés, replicó sin demora:

—Es la melancolía del alma celta de mi madre. Sus antepasados vinieron de Irlanda, ¿sabe?

Sintiendo que, de algún modo, había dado un paso en falso, el señor Mahoney dijo torpemente: —También a mí me gusta la música menor.

Tip Mayberry lo cogió del brazo y le habló en tono de camaradería:

—Ese tipo aporrea a conciencia los marfiles.

El señor Mahoney adoptó un tono reservado: —Tiene una técnica muy brillante.

—Aún nos queda una hora —se lamentó Tip Mayberry—. Ojalá nos pudiéramos escapar tú y yo. El señor Mahoney se apartó discretamente.

Por su parte le gustaba el ambiente de las representaciones y de los conciertos en el Little Theatre: las telas y los prendidos de flores de las señoras y los correctos esmóquines de los caballeros. El orgullo y la satisfacción le caldeaban el alma mientras departía afablemente con otros espectadores en el vestíbulo del auditorio escolar, saludaba a las señoras y hablaba con autoridad reverente de movimientos y mazurcas.

Fue durante la primera obra después del descanso cuando se produjo el desastre. Se trataba de una larga sonata de Chopin: el primer movimiento, atronador; el segundo, entrecortado y voluble. Durante el tercero el señor Mahoney, sintiéndose cómplice, llevaba el ritmo con el pie: la rígida marcha fúnebre y un triste fragmento con aire de vals en el centro; la conclusión de la marcha fúnebre llegó con un estrepitoso acorde final. El pianista alzó la mano e incluso se inclinó un poco hacia atrás sobre el taburete del piano.

El señor Mahoney aplaudió. Estaba tan completamente seguro de que era el final de la sonata que aplaudió con entusiasmo media docena de veces antes de darse cuenta, para horror suyo, que había aplaudido solo. Con veloz energía diabólica José Iturbi se abalanzó de nuevo sobre las teclas del piano.

Al señor Mahoney lo agarrotó la desesperación. Los momentos que siguieron fueron los más terribles que recordaba. Las venas rojas de las sienes se le hincharon y oscurecieron y él procedió a apretarse las manos transgresoras entre los muslos.

Si al menos Ellie le hubiera hecho alguna discreta señal para consolarlo. Pero cuando se atrevió a mirar en su dirección, el rostro de su esposa estaba helado y sus ojos miraban al escenario con desesperante intensidad. Después de algunos interminables minutos de humillación, el señor Mahoney extendió una mano tímidamente hacia el muslo de Ellie cubierto de crepé. La señora Mahoney se apartó de él y cruzó las piernas.

Durante casi una hora tuvo que sufrir la vergüenza pública. Por un momento reparó en Tip Mayberry, y una maldad desconocida se apoderó de su tierno corazón. Tip era incapaz de distinguir una sonata de los Blues del Navajazo en la Tripa. Y sin embargo allí estaba, pagado de sí mismo, sin que nadie se fijara en él. La señora Mahoney, por su parte, se negaba a aceptar la mirada angustiada de su marido.

Después tenían que ir a la fiesta. El señor Mahoney reconoció que era eso lo que había que hacer. Se dirigieron hacia allí en silencio, pero cuando estacionó el coche delante de la casa de los Harlow, la señora Mahoney dijo:

—Yo pensaría que cualquier persona con un mínimo de sentido común sabe lo bastante como para no aplaudir hasta que lo hayan hecho los demás.

Para él la fiesta fue un espanto. Los invitados rodearon a José Iturbi y le fueron presentados. (Todos sabían quién había aplaudido a excepción del señor Iturbi, que se mostró tan cordial con el culpable como con los demás). El señor Mahoney se quedó en un rincón, detrás del piano de cola bebiendo whisky. La anciana señora Walker y su hija, junto con la «jefa de la manada», no se apartaron ni un momento de José Iturbi. Ellie, por su parte, se dedicó a mirar los títulos de los libros en las estanterías. Sacó uno e incluso estuvo un rato leyéndolo de espaldas a la habitación. En el rincón, su marido permaneció aislado durante un buen número de cócteles. Y al final fue Tip Mayberry quien se acercó para hacerle compañía. «En mi opinión, después de todos los abonos que vendiste, tenías derecho a un aplauso de más». Acto seguido le hizo un lento guiño de secreta hermandad que, en aquel momento, el señor Mahoney casi estuvo dispuesto a aceptar.



en ¿Quién ha visto el viento? (Antología), 2013
Traducción de José Luis López Muñoz











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