Otro
camarero acaba de servirme otra comida gratis porque soy «el tipo ese». Soy el
tipo que escribió el libro ese. El libro El
club de la pelea. Porque hay una escena del libro en la que un camarero
leal, un miembro de la secta del club de la pelea, le sirve comida gratis al
narrador. Donde ahora, en la película, a Edward Norton y a Helena Bonham Carter
les dan comida gratis. Luego un jefe de redacción de una revista, otro jefe de
redacción de revista, me llama furioso y despotricando porque quiere enviar a
un escritor al club de la pelea secreto de su zona.
–No
pasa nada, hombre –dice desde Nueva York–, Puedes decirme dónde es. No lo vamos
a estropear haciéndolo público.
Le
digo que no existe ningún sitio. Que no hay ninguna sociedad secreta de clubes
donde los tipos se den de golpes y se quejen de sus vidas vacías, sus carreras
insignificantes y sus padres ausentes. Que los clubes de pelea son una
fantasía. Que no se pueden frecuentar. Que los inventé yo.
–Muy
bien –me dice él–. Haz lo que quieras. Si no confías en nosotros, vete a la
mierda.
Me
llega otro paquete de cartas a la dirección de mi editorial, escritas por
jóvenes que me dicen que han ido a clubes de pelea de Nueva Jersey, Londres y
Spokane. Que me hablan de sus padres. En el correo de hoy hay relojes de
pulsera, pins y tazones de desayuno, premios de los centenares de concursos en
los que mi padre nos inscribe a mí y a mis hermanos y hermanas todos los
inviernos.
Hay
partes de El club de la pelea que siempre han sido verdad. No es tanto una
novela como una antología de las vidas de mis amigos. Es cierto que tengo
insomnio y que me paso semanas deambulando sin dormir. Conozco a camareros
frustrados que hacen guarradas con la comida. Que se afeitan la cabeza. Mi
amiga Alice fabrica jabón. Mi amigo Mike mete fotogramas de pelis guarras en
películas infantiles. Todos los tíos a los que conozco se sienten abandonados
por sus padres.
Hasta mi padre se siente abandonado por su padre.
Pero
ahora, cada vez más, lo poco que había que era ficción se está convirtiendo en
realidad.
La
noche antes de enviar el manuscrito a un agente en 1995, cuando no eran más que
dos centenares de hojas de papel, una amiga me dijo en broma que quería conocer
a Brad Pitt. Yo le dije en broma que quería dejar mi trabajo como redactor
técnico que se pasaba el día trabajando con camiones diesel. Ahora aquellas
páginas son una película protagonizada por Pitt, Norton y Bonham Carter y
dirigida por David Fincher. Y yo no tengo trabajo.
La
Twentieth Century Fox me deja llevar a algunos amigos al rodaje y todas las
mañanas desayunamos en el mismo café de Santa Mónica. En cada uno de nuestros
desayunos tenemos al mismo camarero, Charlie, con su aspecto de estrella de
cine y su mata de pelo, hasta la última mañana que pasamos en la ciudad. Esa
mañana Charlie sale de la cocina con la cabeza afeitada. Charlie está en la
película.
A mis
amigos que habían sido camareros anarquistas con la cabeza afeitada ahora les
está sirviendo huevos un camarero de verdad que es actor y que está
interpretando a un camarero anarquista falso con la cabeza afeitada... Es la
misma sensación que cuando te pones entre dos espejos en la barbería y puedes
ver el reflejo del reflejo de tu reflejo y así hasta el infinito.
Ahora
los camareros rechazan mi dinero. Los editores se me quejan. Algunos tipos me
llevan aparte en las librerías y me suplican que les diga dónde se reúne el club
local. Las mujeres me preguntan, muy serias y en voz baja: ¿Hay un club así
para mujeres? Un club de la pelea de madrugada donde uno pueda elegir a un
desconocido del público y darle de guantazos hasta que uno de los dos caiga... Dicen
esas jóvenes: Sí, la verdad es que necesito ir a un sitio así de forma urgente.
Un
amigo alemán, Carston, aprendió a hablar inglés usando solamente clichés
pasados de moda y graciosos. Para él todas las fiestas eran «risueñas fantasías
de canciones y baile». Ahora el chapurreo de Carston es una imitación de los
discursos que pronuncia un Brad Pitt de doce metros de altura delante de
millones de personas. La cocina hecha polvo que tiene mi amigo Jeff en el gueto
ha sido recreada en un plato de Hollywood. La noche que fui a salvar a mi amigo
Kevin de una sobredosis de Xanax se ha convertido en Brad corriendo para salvar
a Helena.
Mirando
atrás, todo es más gracioso, más gracioso y más bonito, y gusta más. Si uno se
sitúa a la distancia suficiente, puede reírse de cualquier cosa. El relato ya
no es mi relato. Es de David Fincher. El decorado del apartamento yuppie de
Edward Norton es una recreación de un apartamento que tuvo David en el pasado.
Edward escribió y reescribió sus líneas de diálogo. Brad se melló los dientes y
se afeitó la cabeza. Mi jefe cree que la historia habla de la pelea que libra
él para tener contento al maniático de su jefe. Mi padre creía que la historia
trataba de su padre ausente, mi abuelo, que mató a su mujer y se suicidó con
una escopeta. Mi padre tenía cuatro años en 1943 cuando se escondió debajo de
una cama mientras sus padres se peleaban y sus doce hermanos y hermanas se
escapaban al bosque. Luego su madre murió y su padre estuvo dando tumbos por la
casa, llamándolo, con la escopeta en las manos. Mi padre recuerda las botas que
pasaron retumbando junto a la cama y el cañón de la escopeta colgando a poca
distancia del suelo. Luego recuerda haber vaciado varios cubos de serrín sobre
los cadáveres para protegerlos de las avispas y las moscas.
El
libro, y hoy la película, es producto de toda esa gente. Y con todo lo que se
le ha añadido, la historia del club de la pelea se ha vuelto más fuerte, más
limpia; ya no es solamente el registro de una vida, sino el de toda una
generación. No solo de una generación, sino de los hombres. El libro es un
producto de Nora Ephron y Thom Jones y Mark Richard y Joan Didion, de Amy
Hempel y Bret Ellis y Denis Johnson, porque esa es la gente a la que yo leía. Y
ahora la mayor parte de mis viejos amigos, Jeff y Carston y Alice, se han
marchado, se han casado, han muerto, se han licenciado, han vuelto a la universidad
o están criando hijos. Este verano alguien asesinó a mi padre en las montañas
de Idaho y quemó su cuerpo hasta que no quedó más que un puñado de huesos. La
policía dice que no tiene un verdadero sospechoso. Tenía cincuenta y nueve
años.
La
noticia me llegó un viernes por la mañana, a través de mi publicista que
recibió la llamada de la oficina del sheriff del condado de Latah, que me había
encontrado a través de mi editorial en internet. La pobre publicista, Holly
Watson, me llamó y me dijo: Esto puede ser alguna clase de broma enfermiza,
pero tienes que llamar a un agente de policía de Moscow (Idaho).
Ahora
estoy sentado delante de una mesa llena de comida, y lo normal sería que un
bento gratis y un plato de pescado gratis supieran a maravilla, pero no siempre
es así. Sigo deambulando de noche. Lo único que queda es un libro, y ahora una
película, una película divertida y excitante. Una película salvaje y excelente.
Lo que para el resto de gente será una montaña rusa vertiginosa, para mí y para
mis amigos es un álbum nostálgico de recortes. Un recordatorio. Una prueba
asombrosamente reconfortante de que nuestra rabia, nuestra decepción, nuestros
esfuerzos y nuestro resentimiento nos unieron los unos a los otros y ahora nos
unen al mundo. Lo que queda es la prueba de que podemos crear la realidad.
Frieda,
la mujer que le afeitó la cabeza a Brad, me prometió el pelo para mis
felicitaciones de Navidad, pero luego se olvidó, así que usé el pelo del golden
retriever de un amigo. Otra mujer, amiga de mi padre, me llama hecha un manojo
de nervios. Está segura de que los asesinos eran supremacistas blancos y quiere
«infiltrarse hasta el fondo» de su mundo en las inmediaciones de Hayden Lake y
de Butler Lake en Idaho. Quiere que yo vaya de acompañante y que le «sirva de
apoyo». Que le «cubra las espaldas».
Así
que mis aventuras no cesan. Iré al corredor de Idaho. O bien me sentaré en casa
como quiere la policía, tomaré Zoloft y esperaré su llamada. O no lo sé.
Mi
padre era adicto a las apuestas, y todas las semanas me llegan premios de poca
importancia por correo. Relojes de pulsera, tazas de desayuno, toallas de golf,
calendarios, nunca los grandes premios, los coches o los barcos, siempre los
pequeños. A otra amiga, Jennifer, se le murió hace poco su padre de cáncer y
también le llegan los mismos regalos de poco valor de concursos en que él la
inscribió meses atrás. Collares, sopa de sobre, salsa para tacos, y cada vez
que llega uno, ya sean videojuegos o cepillos de dientes, a ella se le rompe el
corazón. Premios de consolación.
Unas
noches antes de que muriera mi padre, mantuvimos una conferencia a larga
distancia de tres horas sobre una casa que nos había construido a mi hermano y
a mí en lo alto de un árbol. Hablamos de una carnada de pollos que yo estaba
criando, de cómo construirles un corral, y de si el cajón para que las gallinas
pusieran los huevos tenía que llevar tela metálica en el suelo. Y él me dijo
que no, que los pollos no se cagan en su propio nido.
Hablamos
del tiempo y del frío que hacía por las noches. Él me dijo que en el bosque
donde él vivía, los pavos salvajes acababan de criar, que los pavos macho
desplegaban las alas y acogían en su seno a todas sus crías, ya que eran
demasiado grandes para que las hembras las protegieran. Para que estuvieran
calientes. Yo le dije que ningún animal macho podía ser tan maternal. Ahora mi
padre ha muerto y mis gallinas tienen sus nidos. Y ahora parece que tanto él
como yo nos equivocábamos.
Posdata:
El día después de que Holly Watson me llamara para darme la noticia era el día
que mi hermano tenía que llegar de Sudáfrica. Venía para encargarse de unos
asuntos bancarios y de impuestos. Sin embargo, lo que hicimos fue ir en coche a
Idaho para ayudar a identificar un cadáver que la policía decía que podía ser
el de nuestro padre. El cuerpo fue encontrado tiroteado, junto al cuerpo de una
mujer, en un garaje quemado en las montañas a las afueras de Kendrick (Idaho).
Corría el verano de 1999. El verano en que se estrenó la película El club de la pelea. Fuimos a la casa de
mi padre en las montañas de Spokane para buscar unas radiografías que mostraran
las dos vértebras soldadas en la espalda de mi padre después de que un
accidente de tren lo dejara inválido.
La
casa de mi padre en las montañas era hermosa, cientos de acres repletos de
pavos salvajes y alces y ciervos. En la carretera que llevaba a la casa había
un cartel nuevo. Estaba al lado de una roca enorme colocada junto a la carretera.
Decía «Roca de Kismet». No teníamos ni idea de qué significaba aquel cartel. Antes
de que mi hermano y yo pudiéramos encontrar las radiografías, la policía llamó
para decir que el cadáver era de mi padre. Habían usado las fichas dentales que
les habíamos enviado. En el juicio del hombre que lo había asesinado, Dale
Shackleford, salió a la luz que mi padre había contestado un anuncio clasificado
puesto por una mujer cuyo exmarido había amenazado con matarla a ella y a
cualquier hombre al que encontrara con ella. El epígrafe del anuncio
clasificado era «Kismet». Mi padre fue uno de los cinco hombres que
respondieron. Y fue el que la mujer eligió.
De
acuerdo con los agentes del condado de Latah, Shackleford aseguró que yo lo
estaba acosando y enviándole copias de la película El club de la pelea. Aquello fue en enero de 2000, cuando las
únicas copias existentes eran las copias para los miembros del jurado de los
Oscar. La mujer muerta cuyo cuerpo fue encontrado junto a mi padre era la mujer
que había puesto el anuncio, Donna Fontaine. Estaban solamente en su segunda o
tercera cita. Ella y mi padre habían ido a casa de Donna para dar de comer a
los animales antes de ir a casa de mi padre, donde él iba a darle una sorpresa
con el cartel de «Roca de Kismet». Una especie de hito que tomaba el nombre de
su reciente relación. Su exmarido la estaba esperando y los siguió con el coche
hasta la entrada de la casa. Según el veredicto del tribunal, los mató y
prendió fuego a sus autos en el garaje. Hacía menos de dos meses que se
conocían. Dale Shackleford ha apelado su sentencia de muerte.
en Error humano,
2004
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