jueves, mayo 07, 2020

«Michael McClure: Poeta y visionario», de Armando Roa Vial




(1932-2020)


Las primeras postales que tuve de Michael McClure provenían de su vínculo estrecho con el rock: su inolvidable lectura, como invitado especial al concierto de despedida de The Band, del prólogo a Los Cuentos de Canterbury de Chaucer; su presencia como coautor de «Mercedes Benz», uno de los mayores éxitos de Janis Joplin; la amistad y colaboración con Jim Morrison y Ray Manzarek. Luego me fui interiorizando de su vínculo con la generación Beat, con Allen Ginsberg y Gregory Corso como compañeros de ruta, y también de la profunda admiración que Francis Crick, uno de los descubridores del código genético, sintió por su poesía. Michael McClure es un autor multidimensional que ha incursionado además en el teatro y el ensayo. En el prólogo al poemario Misteriosos cita una frase de Friedrich Schlegel que resume su credo: «Toda poesía debería convertirse en ciencia y toda ciencia transformarse en arte».

Epígono del vitalismo de Whitman y de los raptos visionarios de William Blake, se podría decir que el poema, en McClure, es un acontecimiento biológico, con la palabra como una estructura celular asentada en un campo de fuerzas donde el sonido y el significado adquieren magnitud física. Esto es el resultado de una concepción antropológica enraizada en la naturaleza corpórea del hombre y su emplazamiento en un mundo cuyo acontecer asalta la percepción y, desde ella, la memoria, la inteligencia y la imaginación. Son las herramientas que le permiten ordenar y codificar las oleadas de estímulos, inyectándoles una arquitectura y una dirección, en un esfuerzo orientador. Y es que la naturaleza inacabada del ser humano lo obliga a desarrollar patrones de adaptación, no sólo por necesidad de supervivencia sino también de sentido. El lenguaje y su desarrollo es, desde luego, nudo central de ese sostén. Valga esta digresión para acentuar el itinerario del propio McClure en su búsqueda de un fundamento biológico a su poética. La carne, dirá en sus «99 Tesis», es pensamiento; a su vez, en el ensayo «Blake y el yogui» reafirmará esta idea abriéndose a la posibilidad de «constelar» y «reconstelar» el gigantesco universo orgánico que es cada uno de nosotros en la gran cadena del ser. Ese entramado de átomos, moléculas, células y tejidos es un microcosmos portador de una inteligencia –una inteligencia sentiente, habría dicho Xavier Zubiri– que orienta su devenir conduciendo las efusiones de energía e información. Somos un cúmulo de gestos que ponen de manifiesto la verdad de lo que somos: un haz de percepciones y acciones que nos abren al mundo situándonos como eslabones de una marea metabólica incesante en la que absorbemos estímulos y entregamos energía física y espiritual que modifica el entorno. Alfred North Whitehead, de gran influencia en McClure, entenderá la realidad no como una horma ceñida por una sustancialidad inmóvil o inmutable, sino como como un acaecer incesante de situaciones y estadios que configuran un proceso donde cada pieza arma y rearma un bloque siempre en tránsito. Estas nociones resuenan asimismo en la teoría del verso proyectivo o composición por campo que McClure toma de Charles Olson, para quien el esquema rítmico y sonoro del verso, más que obedecer a un patrón silábico o acentual definido, seguirá las leyes de la respiración cuya energía, bajo la marea de impulsos perceptivos ramificados en imágenes, serán luego transferidas al lector. El poema es entonces objeto corpóreo, forma física, gesto que repite el gesto. Pero más allá de Olson, en McClure, sospecho, yace un vitalismo cuya vocación estética más honda se remonta a Whitman y D.H. Lawrence: el poema como triunfo no de un intelecto rasurado del instinto, la pulsión o el sentimiento, sino al servicio de la vida, embriagado y estremecido por ésta. Y es así como la escritura se tensiona por el pulso del aliento, quebrando a menudo la sintaxis y yuxtaponiendo imágenes en una danza verbal polirítmica en la que la disposición estrófica, ortográfica y la puntuación matizan la modulación expresiva y donde el silencio, aflorando desde los espacios en blanco de la página, adquiere un valor musical muy marcado. El diseño gráfico del poema en la página es casi tan importante como el poema mismo y uno puede vislumbrar la tensión no menor que para un poeta como McClure, avezado y notable recitador, significa reproducir esa partitura al declamarla en vivo, como cuando se hace acompañar por el tecladista de The Doors, Ray Manzarek. El delicado contrapunto entre la palabra hablada (o cantada) y la palabra escrita es un dilema complejo. Es famosa la condena de Platón a la palabra escrita, una palabra de cuerpo ausente, fija y muda, que desprecia a la memoria, signos inertes que nada responden al ser interrogados. En la vereda opuesta a Platón el poeta Philip Larkin, según nos recuerda Cristopher Ricks en su ensayo sobre Bob Dylan, inclinará el alegato a favor del texto impreso al existir peculiaridades en las marcas gráficas del poema, ya desde la puntuación, que son consustanciales a la forma de éste, y cuyo vestigio se pierde o desdibuja fuera de la p´gina. En McClure estas dos dimensiones se entrecruzan. De una parte está la presencia de elementos verbales cuya visualización es fundamental para entender la arquitectura prosódica y, además, de ciertos dispositivos paratextuales que rodean muchos de sus poemas (fotografías, dibujos, juegos tipográficos, alternancia de mayúsculas y minúsculas); de otra, más allá de la página impresa, la esencial cualidad musical del verso, su línea melódica, que reclama más oído que vista. Aunque toda lectura atenta, como bien sabemos, es una experiencia multisensorial y hasta sinestésica: el ojo puede escuchar y el oído puede ver. En todo caso, lo definitorio de la aventura estética de McClure –valga aquí también la huella del verso proyectivo de Olson– se funda en abrir el poema como un acontecimiento provisional o tentativo cuyo autor es unicamente puerto de zarpe; el anclaje está en el lector, que culmina su itinerario desde aquello que la página esbozó: sus inteligencias son múltiples, como sus energías.

En «Canción» McClure escribe: «YO TRABAJO LA FORMA / del espíritu / esculpiendo la materia / con mis manos. / La / moldeo / desde / la matriz interior». A su vez, en «99 Tesis» afirma que «HAY UN LENGUAJE: ES EL GESTO, LA VOZ Y LA VIBRACIÓN DEL CUERPO». La divisoria cartesiana entre la res extensa y la res cogitans de debilita; hay un espíritu tangible, macizo, espacializado, y hay una carne incorpórea, destilada de tiempo y lugar; son el anverso y el reverso de una misma moneda: la vida y su impulso ancestral y acuciante. El poema es la geografía de ese territorio fronterizo, opaco, sorpresivo: uno podría imaginarlo como una constelación en movimiento donde fonemas y sílabas son los átomos y moléculas de esas células que son las palabras, desplegadas en cada verso hasta formar tejidos cuya asociación formaría los órganos encargados de dispensar la afluencia del significado, emotivo e intelectivo. No se trata, en consecuencia, de letra muerta; son energías en transmigración, de autor a lector, cuyos alientos puestos en movimientos, configuran un cículo virtuoso. McClure en «Poética» indica que la única vía política es la biología: «¡SI! HAY SÓLO UNA VÍA / POLÍTICA Y ESA ES / LA BIOLOGÍA. / BIOLOGÍA / ES / POLÍTICA. / Nos zambullimos en el oscuro, / el oscuro arcoíris / que señala el final / salvo que dediquemos / nuestras energías y brindemos amor / a la creación / de todo lo viviente. / Las viejas visiones / (gastadas e inhóspitas) / son eslabones / de la muerte. / Nuestro aliento / ES / PARA / SERVIR / LA / RADICAL / belleza / de nosotros mismos». No es azaroso el fundamento biológico de lo político; menos aún que se lo subraye desde una poética que viene a ser una suerte de manifiesto. El triunfo expresivo de la poesía es el triunfo del insoslayable apetito humano de comunicar y, si hemos de comunicar, es porque somos esculturas celulares no autárquicas, en permanente intercambio y retroalimentación con el medio que nos rodea; la apertura al otro, el amor por «todo lo viviente», es la rúbrica de nuestra constitución orgánica. Como ya se viene repitiendo desde los griegos, el ser humano se realiza como tal en la polis y eso lo distingue de los dioses y las bestias. El poema es la huella ejemplar de esa voluntad de vínculo que hace al yo un abrevadero de conciencias donde lo propio reclama al otro; porque en cada palabra, como en cada célula o átomo, es un altavoz del universo entero.




Santiago de Chile, 7 de mayo, 2020




















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