miércoles, mayo 27, 2020

«Máquina respiratoria», de Carlos López Degregori






I

He preparado una cúpula de cristal para observar el secreto de las afinidades y traslaciones. La he dotado de un dispositivo que la cierra herméticamente y guarda en su interior el aire denso que respiran las almas.

En la noche tomé unos conejos y los introduje en el domo transparente. Una lámina de fuego proyectaba formas y figuras en todas direcciones. Durante más de una hora, los animales corrieron aterrorizados y con sus dientes y patas trataban de excavar un túnel en la pared circular. Poco a poco dejaron de moverse. Un vapor azuloso salía de sus pequeños hocicos y su volumen era igual al aire restado en la cúpula.

El vapor es el alma de los conejos. Y en ellos el alma es el miedo: un casi ojo tenue, inmóvil que hiere la mirada de quien los contempla sin misericordia.





II

Después reemplacé a los conejos por unos perros que se crían para pelear. Elegí los ejemplares más feroces: un macho absolutamente blanco y dos hembras de colores contrapuestos, una de gruesas bandas doradas y la otra negra.

Con la misma lámina de fuego empecé a trazar entrantes y salientes; dibujé paredes compactas, tejados fantasmas, pequeños abismos. Una abigarrada construcción de luz bullía en la cúpula y el aire denso circulaba con dificultad. Los perros gruñían en el laberinto, intentaban mordiscos y sangrientos abrazos, se producían heridas profundas. Su respiración era una nube rojiza.

Entonces trasladaron sus colores: el animal blanco absorbió el negro de la hembra y grandes zonas dolorosas invadieron el pelaje de la perra dorada. El alma de estas fieras es su perturbación y en estas condiciones espirituales cualquier ser es enemigo. Pierden el propio color para contaminar a la entidad agresora. Es su alma reducida a colmillos y cicatrices.




III


Ahora solo falto yo. Voy a entrar en la cúpula. Sellaré con pez todas las junturas y me enroscaré como una blanca crisálida. Mis ojos y poros exudarán un hilo de remordimiento impulsado por el viento de mis pulmones.

Toma el amor de mi alma que es respiración y mídelo en su ardorosa exactitud. El volumen de aire que devora es idéntico al volumen de aire que expulsa, pero su calor es diferente. La combustión ocurre en un órgano desconocido que determina la fuerza de las afinidades y traslaciones: el amor inhalado es igual a mi amor exhalado pero cada molécula que sale despavorida es una renuncia o una pérdida. Es como la estrella que se hunde en un punto desolado del espacio y se niega a brillar o como la flor de cien pétalos que anuncia la carroña.

Mi flor de cien pétalos es cruel. Mi flor de cien pétalos es santa y mi santidad es mi inocencia.

La magnitud de inocencia que ocupo es la que desplazo. Toco con mi lengua y mis labios el vaho incomprensible adherido al vidrio.

Beso noche o beso luz.

Las almas envenenadas que reclamo en este vientre combado de cristal son las que recibo.







en La espalda es frontera, 2016














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