jueves, mayo 28, 2020

“Stalker, la película que le costó la vida a Tarkovski”, de Hernán Ferreirós





Stalker (1979) es el quinto largometraje del gran realizador ruso Andrei Tarkovski (1932-1986) y el último que hizo en la Unión Soviética. Para muchos críticos es el punto más alto de una filmografía extraordinaria. Para algunos de sus colaboradores, también fue el film que le costó la vida. Y no solo al director: también a su esposa, la actriz Larisa Tarkovskaya, y a su actor principal y frecuente colaborador, Anatoli Solonitsin.

Tal vez sea exagerado afirmar que esta película -mal recibida y escasamente vista en el momento de su estreno- cambió la historia del cine. Sin embargo, no es aventurado proponer que cambió la vida de muchos de sus (pocos) espectadores. O, al menos, que algo en esta película los interpeló intensamente y creó una sugestión inefable y duradera, un magnetismo que los reenvió a ella una y otra vez, y que contribuyó a formar sus gustos, lo que podían esperar del cine y hasta los rasgos de su propio trabajo.

El escritor inglés Geoff Dyer le dedicó un libro (Zona: un libro sobre un film sobre un viaje a una habitación) que es una mezcla de análisis fílmico, disección de una obsesión ("Es la película que más veces vi en mi vida Siempre tengo ganas de verla", dice) y autobiografía. El premio Nobel Kenzaburo Oe consagró un capítulo de su novela Una familia tranquila a la fascinación de su narradora con la opacidad del film. El novelista británico M. John Harrison tomó la premisa central (una zona prohibida en la que las reglas de la naturaleza cambian) para hacerlo el elemento común de su trilogía Luz, Nova Swing y Espacio Vacío. Björk usó uno de los poemas recitados (en una traducción al inglés) como letra de su canción "The Dull Flame of Desire". El novelista norteamericano Jeff VanderMeer también recurrió al escenario de la "zona prohibida" (rebautizada "Área X") en su trilogía Aniquilación, Autoridad y Aceptación en una innegable reescritura del film (aunque negada por el autor). Lo mismo corre para la película de Netflix basada en la primera de esas novelas, dirigida por Alex Garland (aquí sí los técnicos reconocieron que Stalker fue una referencia ineludible), estrenada este año. En The Limits of Control, de Jim Jarmusch, Tilda Swinton cuenta una historia autobiográfica sobre el efecto de este film en su inconsciente. El film austríaco Die Tochtel (“La hija”) de Bernhard Kammel retoma la historia de uno de sus personajes más enigmáticos, 25 años después. Se puede seguir largo rato rastreando sus huellas en el cine reciente, desde la filmografía de Lars Von Trier a El renacido de Alejando González Iñárritu (ver también Atómica, con Charlize Theron). Hasta hay un videojuego inspirado por Stalker, en la que acaso sea la primera y última conversión de una película de arte europea en un relato shooter para buscar y destruir.

Stalker está basada en una novela de los hermanos Arcadi y Boris Strugatski, pero tiene muy poco en común con su fuente. Su título en castellano es Picnic extraterrestre, aunque el original ruso puede traducirse más fielmente como "Picnic al costado del camino". La novela está asentada firmemente en la ciencia ficción: naves extraterrestres llegan a nuestro planeta e ignoran por completo a los humanos; dos días después parten pero dejan detrás, como si hubieran venido a un picnic, una serie de despojos, artefactos indescifrables aunque de propiedades sorprendentes, en seis "zonas" a las que los gobiernos vedan el acceso. Exploradores llamados "stalkers" ingresan a ellas ilegalmente para recuperar y vender algunos de esos artefactos (de nombres ridículos en el argot de los stalkers, como "jalea de brujas", "vacíos llenos", "graviconcentrados" o "gotitas negras") y también para buscar al más elusivo de todos ellos, una esfera dorada que, se dice, posee la capacidad de hacer realidad cualquier deseo.

Esta historia se desarrolla a lo largo de ocho años en la vida de su protagonista. Tarkovski solo toma de la novela su idea más importante (la existencia de una "zona de exclusión") y algunas escenas del capítulo final, sobre la última incursión del stalker en la zona. El argumento es tan pequeño que alcanza con la segunda mitad del subtítulo del libro de Dyer para contarlo con precisión: "Una película sobre un viaje a una habitación". Es difícil imaginar una trama más sencilla. Los protagonistas son un "stalker", o guía (nada que ver con su sentido original de "merodeador" o el más reciente de acosador de las redes sociales), que lleva a otros dos personajes, llamados solo "escritor" y "profesor", a través de la zona prohibida hasta un cuarto que puede cumplir ya no cualquier deseo sino el más íntimo, de quien ingrese en él.

Si bien Tarkovski solía renegar de las interpretaciones en clave simbólica, no es demasiado aventurado sugerir que "escritor" y "profesor" representan las dos formas seculares de acceso a la "verdad", arte y ciencia, mientras que la otra, la religiosa, está encarnada por el stalker. El stalker cree ciegamente en el poder de la zona. Si se hace necesario creer es porque lo más maravilloso del lugar es que no tiene nada de maravilloso. Vemos unas piedras incandescentes, un terreno que palpita como si fuera de arenas movedizas, enormes habitaciones subterráneas con dunas (¿de donde salió el viento para formarlas?), pozos sin fondo, ¿lluvia? en un interior; en suma, visiones cautivantes y extrañas, pero nada que cruce el umbral de lo inexplicable. Toda la película (salvo el final) se balancea magistralmente sobre esa cuerda floja: ¿sucede en la zona lo que el stalker dice que sucede o todo es un embuste o el stalker cree realmente pero nada de lo que cree es real? Desde este punto de vista, es una exploración del mito o de la fe religiosa.




En esa triple vacilación está el enigma de la zona, aquello que le otorga su poder y la vuelve un misterio. La película logra transmitirnos la idea inquietante de que existe algo que acecha, oculto pero presente. Esa presencia desconocida es la zona misma. Tarkovski nos hace sentir, sin decirlo, que la zona está viva y lo consigue poniendo todo en (tenue) movimiento: el aire, el agua, hasta el suelo con sus arenas movedizas o sus pastizales mecidos por el viento. Pero el principal agente de esta percepción es su cámara: aun los planos que parecen estáticos tienen un imperceptible zoom que se acerca o aleja (hay que concentrarse en los bordes del cuadro para notarlo). Estos movimientos mínimos, casi subliminales, inducen la idea de una palpitación, una respiración en la imagen. Pero el modo más extraordinario en que Tarkovski invoca la presencia de la zona es a través de otro recurso propio del cine: el plano subjetivo. Muchas de las escenas comienzan de modo subjetivo (ese plano en el que la mirada de la cámara coincide con la mirada de un personaje): alguien camina por la zona, pisando pesadamente sobre los pastizales y observando hacia el frente, pero luego, de a uno, los únicos tres personajes que están allí ingresan al plano, a esa subjetiva: ¿quién estaba mirando, entonces? La única respuesta posible es "la zona".

Es lícito preguntarse qué es este territorio imantado que atrapa con la misma fuerza a sus personajes y a sus espectadores. ¿Qué significa, qué representa? La indeterminación contamina las posibles respuestas del mismo modo que a todo en el film. Se dijo que la zona podía representar al gulag, los campos de detención del stalinismo. Sin embargo, los personajes luchan por ingresar, no por salir. Además, la película tiene un preciso código de colores: el mundo exterior es sepia, la zona está en color, lo que sugiere la paradoja de que la verdadera prisión es el monocromático "afuera". Este uso del color, además, refuerza el paralelo entre Stalker y El mago de Oz, la película de Víctor Fleming en la que Dorothy y sus tres amigos deben cruzar el reino Oz para encontrar al mago que puede hacer realidad sus deseos. El mundo de Dorothy es sepia, pero Oz existe en un afiebrado technicolor, como la zona de Tarkovski.

Desde este punto de vista, la zona puede pensarse ya no como el epicentro del stalinismo, sino como el Occidente tras la cortina de hierro: ese territorio de abundancia y libertad vedado a los soviéticos, donde podía parecer que todos los deseos se volvían realidad. Y, desde luego, la zona prohibida también puede ser literalmente lo que dice el film, una zona cercada tras ser golpeada por un desastre como los de Tunguska, en Siberia (donde en 1908 la posible caída de un meteorito arrasó con kilómetros de bosques), o, proféticamente, la de Chernobyl. Tarkovski dijo: "Siempre me preguntan qué representa la zona. La única respuesta posible es que la zona no existe. El stalker inventó la zona para llevar allí a personas muy infelices e imponer en ellos la idea de la esperanza. El cuarto de los deseos es también una creación del stalker, otra provocación en la cara del mundo material. Esta provocación se corresponde con un acto de fe". Sin embargo, estas afirmaciones entran en franca contradicción con el final del film, que lo saca del terreno de incertidumbre que venía transitando y lo ubica inapelablemente en el género fantástico. No hay duda de que Monita, la hija del stalker, una "víctima de la zona", hace algo abiertamente inexplicable, comparable a los milagros que el stalker afirma que suceden en la zona. Esta escena es la única fuera de ese lugar que sucede en color, lo que crea un vínculo entre el milagro que presenciamos y el territorio prohibido. Es una reivindicación de la religión, de la fe del stalker: para aquellos que creen, lo imposible es posible.

La zona es el ejemplo más acabado del paisaje predilecto de Tarkovski: la naturaleza reclamando los restos de la civilización, la vegetación que vuelve a crecer entre las ruinas. El poder evocativo de estas imágenes seguramente provenga de que son una condensación del paso del tiempo. Esa es la materia primordial del cine de Tarkovski, en sus imágenes más características hay un reconocimiento y aceptación del devenir. Los lentos travelings que van revelando una sucesión aleatoria de objetos carcomidos, erosionados, son una muestra de la densidad temporal de su mundo. La temporalidad no solo se pone de manifiesto en lo representado, sino también en la materialidad de sus films. En su libro sobre la película, Dyer dice: "Al principio puede haber una fricción entre nuestras expectativas sobre el tiempo y el tiempo-Tarkovski y esta fricción se está incrementando en el siglo XXI, a medida que nos alejamos del tiempo-Tarkovski hacia el tiempo-idiota en el que nada puede durar (y nadie puede concentrarse en nada) por más de dos segundos".

Esto no es una hipérbole. Según el sitio Cinemetrics, un plano de una película actual dura un promedio de dos segundos. Los 95 minutos que dura, aproximadamente, un tanque de Hollywood, contienen unos 2.000 cortes (duración promedio de cada plano: 2.85 segundos). Stalker dura 162 minutos y tiene apenas 140 cortes: cada plano dura en promedio bastante más de un minuto: 70 segundos. A esto se refiere Dyer con lo del "tiempo-Tarkovski". Sigue: "Tarkovski le dice a su audiencia: «olvídense de sus ideas previas sobre el tiempo, dejen de mirar sus relojes, esto no va a avanzar al ritmo de Máxima velocidad, pero si ustedes se entregan al tiempo-Tarkovski, entonces el alboroto descontrolado de Bourne: el últimatum les va a parecer más aburrido que La aventura, de Antonioni»".

El ejemplo más acabado es la llegada a la zona. Stalker, Escritor y Profesor están sobre un carro en las vías del tren. Atraviesan un territorio abandonado. La cámara se cierra sobre sus cabezas, el fondo es apenas perceptible: un blur de edificios y árboles. La banda sonora es el ruido mecánico del carro avanzando por los rieles. Ese monótono cling-clang se empieza a distorsionar lentamente hasta volverse una pieza de musique concrète. El viaje se hace interminable para los tiempos convencionales del cine: van tres o cuatro minutos de los mismos primeros planos. Estamos en pleno tiempo-Tarkosvki. Entre la monotonía de la imagen, el movimiento regular, estroboscópico, del fondo y la gradual conversión del ruido del tren en un ritmo electrónico vamos cayendo en una especie de trance. De pronto, nos damos cuenta de que todo cambio: hay un paisaje en colores. De algún modo, llegamos a la zona pero nunca notamos el momento del cruce. Para provocar nuestro ingreso a este otro espacio, Tarkovski literalmente nos hipnotizó en el viaje. Nunca se hizo algo como esto. Dyer lo llama, simplemente: “la mejor secuencia de la historia del cine”.

Este grado de control formal acaso ofrezca una idea equivocada sobre las condiciones de producción de esta película, que fueron catastróficas. En 1977, Tarkovski había rodado la mitad del film (y consumido casi todo su presupuesto) en Tallinn, Estonia, junto al director de fotografía Georgi Rerberg, que había logrado las extraordinarias imágenes de El espejo. De regreso en Moscú, durante una de las primeras proyecciones del material, se hizo evidente que algo había salido mal: ya sea por un problema en la exposición o en el revelado del nuevo film de Kodak que utilizaban -con el que los laboratorios rusos no estaban familiarizados- la película había quedado subexpuesta, irreparablemente oscura. Esto decidió el despido de Rerberg, cuya relación con el realizador ya estaba deteriorada. Los ejecutivos de Mosfilm decidieron cancelar el proyecto. Tarkovski, sin embargo, estaba decidido a llevarlo adelante, de modo que, para conseguir más fondos, propuso hacer un film en dos partes: con la financiación de la segunda parte costearía todo lo que faltaba (esta "segunda parte" está integrada a la primera: hay un fundido a negro que puede usarse como intermedio y la película retoma donde había abandonado; no fue más que una estrategia de Tarkovski para superar la burocracia soviética y terminar el film). Pero los problemas no terminaron ahí: Tarkovski seguía sin entenderse con sus directores de fotografía, al punto que hubo dos más tras la cámara. En 1978, en pleno rodaje, el cineasta tuvo un paro cardíaco, del que logró recuperarse. La película, sin embargo, según la versión del sonidista Vladimir Sharun, terminaría por costarle la vida.



Muchas de las nuevas escenas se registraron en una central hidroeléctrica ubicada sobre el río Jagala, en Estonia. No muy lejos, se encontraba una planta química que volcaba desechos tóxicos en el río. Según Sharun, varios técnicos desarrollaron reacciones alérgicas debido a la exposición a los químicos. Anatoli Solonitsin, el actor que interpretaba a Escritor, murió de cáncer de pulmón tres años después. Tarkovski murió en 1986, cuatro años más tarde, por la misma enfermedad. El cáncer también se cobró la vida de su mujer y asistente de dirección, Larisa Tarkovskaya.

Tras Stalker, Tarkovski haría tres películas más en Europa occidental: se le prohibió volver a filmar en la Unión Soviética. Recaló en Italia, donde junto a Tonino Guerra, el guionista de Michelangelo Antonioni, dirigió el documental Tiempo de viaje (1982). Allí Guerra le pide un consejo para un cineasta joven. Tarkovski responde: "No hagas diferencias entre tu película y tu vida. El cine es un arte muy difícil y debes estar preparado para hacer sacrificios. Deberías pertenecerle al cine; no el cine a ti. Lo más importante es seas capaz de sacrificarte para ejercer tu arte". Un consejo severo que, ciertamemente, Tarkovski aplicó.



en La Nación, Argentina, 11 de septiembre de 2018












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