domingo, abril 26, 2020

“Sobre los vicios”, de Juan José Millás





En una de las muchas ocasiones en que Vicente Holgado se asomó a la vida, comprobó que la gente consumía una parte importante de su tiempo y de sus energías en hablar del colesterol o en abandonar alguna costumbre: la de fumar, la de beber, la de comer grasas, etcétera. Él, que a ratos quería ser como los otros, no tenía nada que abandonar; carecía de hábitos contra los que mereciera la pena emprender una cruzada. Podía, eso sí, tomar yogur natural en lugar del yogur de fresas que tanto le gustaba, pero eso no significaba ningún sacrificio importante. Por otra parte, había comprobado que la mayoría de la gente, más que abandonar sus vicios, los cambiaba por otros. Así, el exfumador se convertía en un glotón; el exalcohólico, en un apóstol; el consumidor de grasas, en un vegetariano que en seguida se aficionaba también a la acupuntura. O sea, que lo que parecía difícil era vivir sin una adicción. Y no es que Vicente careciera de adicciones, lo que ocurría es que sus adicciones eran su vida, mientras que en los otros casos solían combinarse. Por ejemplo, el fumador, además de quemar tabaco, solía tener un trabajo estable, estaba casado, tenía hijos, iba a misa los domingos, visitaba a sus ancianos padres los sábados por la tarde, etcétera. Lo mismo cabía decir del alcohólico y del consumidor de grasas o del coleccionista de sellos. La adicción, por así decirlo, constituía un complemento a la existencia, mientras que en su caso se confundía con ella.

Intentó varias cosas para parecerse a los otros. Así, durante una temporada coleccionó sellos. Pero se cansó pronto, dedicándose a la acumulación de cucharillas de café. Robó más de dos mil en restaurantes y bares, además de comprar alguna que otra en tiendas para turistas. Cuando tuvo tres cajones llenos, intentó clasificarlas sin éxito. Entonces decidió venderlas y se rieron de él porque no valían nada. El pobre no se había enterado de que en este tipo de colecciones era fundamental que el objeto fuese de oro o plata. Como no sabía qué hacer con ellas, y además tenía problemas de conciencia, decidió devolverlas a los bares de los que las había robado. Así, cada vez que tomaba un café, dejaba disimuladamente sobre el mostrador dos o tres cucharillas. Con las que había comprado con su propio dinero hizo una escultura geométrica que representaba a un insecto y que colocó sobre el televisor.

Entonces empezó a fumar y a beber. Su ilusión era llegar a ser alcohólico o fumador, o las dos cosas a la vez, para luego luchar contra estos vicios y poder decir, como tantos otros, que había dejado de fumar y de beber. Quizá luego se dedicara a la acupuntura, o al yoga, y encontrara por este camino una vía de comunicación con los otros que hasta entonces le había sido negada.

Empezó fumando negro, porque era más barato, pero pronto descubrió los placeres del tabaco rubio, al que se entregó con frenesí. En cuanto a la bebida, se inició en ella con vino tinto, hasta que descubrió los ardores de estómago que producían los alcoholes fuertes. Para completar el cuadro, empezó a consumir también alimentos grasos, pues, como ya se ha dicho, sabía que el colesterol proporcionaba mucho juego en el terreno de las relaciones humanas.

Un día, después de tres meses de seguir esta dieta brutal, se hizo unos análisis de sangre y de orina que revelaron que su organismo estaba hecho una pena. El médico le prohibió las grasas y le recomendó que dejara de fumar y que controlara la bebida.
—Tiene usted el hígado más inflado que un globo —le dijo.

Vicente Holgado salió muy satisfecho de la consulta. Se fue directamente al restaurante y se tomó un plato de lentejas con chorizo y morcilla picantes. Después se tragó un filete en salsa y para terminar pidió un flan de la casa con helado. Después sacó el paquete de tabaco, encendió un cigarro y pidió una copa de aguardiente. Cuando el alcohol empezó a empapar su cerebro, llamó al camarero y le dijo:

—Pues vengo precisamente de hacerme unos análisis y me ha dicho el médico que tengo el colesterol altísimo. Además de eso, voy a tener que dejar la bebida y el tabaco.

El camarero lo miró atónito.

—¿Y se está despidiendo? —preguntó.
—Bueno, es que no es fácil dejar estos vicios cuando se lleva tanto tiempo con ellos. Ahora tendré que hacerme vegetariano y asistir a sesiones de acupuntura o de yoga.
—Para lo de la bebida, puede acudir a alcohólicos anónimos —sugirió el camarero.

Vicente Holgado no sabía qué era eso, pero cuando se enteró se apuntó en seguida. Allí había gente que luchaba, como él, por desprenderse de un vicio y con la que podía hablar de la vida mientras se tomaba un yogur de fresa, que era lo que de verdad le gustaba. Dejó de beber y de fumar sin ningún problema, pues en verdad estas adicciones no habían llegado a arraigar en su temperamento. Por otra parte, cuando dejó de comer fabadas y de desayunar huevos con bacon, se sintió también mucho mejor.

Las reuniones de exalcohólicos comenzaron a ser su verdadero vicio. Allí había gente con la que se podía hablar del colesterol, o de las tormentas inducidas, reproduciendo los gestos que había visto en otros. Todo fue bien hasta que descubrieron que Holgado no era verdaderamente alcohólico, sino un advenedizo que no sabía dónde pasar su tiempo libre. No llegaron a echarle, pero empezaron a hacerle el vacío y se tuvo que ir de todos modos. Entonces comenzó a coleccionar tics nerviosos y consiguió que le admitieran en un grupo terapéutico, donde se presentó como fumador y alcohólico rehabilitado. Allí encajó bien y fue feliz durante algunos meses.



en Ella imagina, 1994











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