En una de las muchas ocasiones en que Vicente
Holgado se asomó a la vida, comprobó que la gente consumía una parte importante
de su tiempo y de sus energías en hablar del colesterol o en abandonar alguna
costumbre: la de fumar, la de beber, la de comer grasas, etcétera. Él, que a
ratos quería ser como los otros, no tenía nada que abandonar; carecía de
hábitos contra los que mereciera la pena emprender una cruzada. Podía, eso sí,
tomar yogur natural en lugar del yogur de fresas que tanto le gustaba, pero eso
no significaba ningún sacrificio importante. Por otra parte, había comprobado
que la mayoría de la gente, más que abandonar sus vicios, los cambiaba por
otros. Así, el exfumador se convertía en un glotón; el exalcohólico, en un
apóstol; el consumidor de grasas, en un vegetariano que en seguida se
aficionaba también a la acupuntura. O sea, que lo que parecía difícil era vivir
sin una adicción. Y no es que Vicente careciera de adicciones, lo que ocurría
es que sus adicciones eran su vida, mientras que en los otros casos solían
combinarse. Por ejemplo, el fumador, además de quemar tabaco, solía tener un
trabajo estable, estaba casado, tenía hijos, iba a misa los domingos, visitaba
a sus ancianos padres los sábados por la tarde, etcétera. Lo mismo cabía decir
del alcohólico y del consumidor de grasas o del coleccionista de sellos. La
adicción, por así decirlo, constituía un complemento a la existencia, mientras
que en su caso se confundía con ella.
Intentó varias cosas para parecerse a los otros.
Así, durante una temporada coleccionó sellos. Pero se cansó pronto, dedicándose
a la acumulación de cucharillas de café. Robó más de dos mil en restaurantes y
bares, además de comprar alguna que otra en tiendas para turistas. Cuando tuvo
tres cajones llenos, intentó clasificarlas sin éxito. Entonces decidió
venderlas y se rieron de él porque no valían nada. El pobre no se había enterado
de que en este tipo de colecciones era fundamental que el objeto fuese de oro o
plata. Como no sabía qué hacer con ellas, y además tenía problemas de
conciencia, decidió devolverlas a los bares de los que las había robado. Así,
cada vez que tomaba un café, dejaba disimuladamente sobre el mostrador dos o
tres cucharillas. Con las que había comprado con su propio dinero hizo una
escultura geométrica que representaba a un insecto y que colocó sobre el
televisor.
Entonces empezó a fumar y a beber. Su ilusión era
llegar a ser alcohólico o fumador, o las dos cosas a la vez, para luego luchar
contra estos vicios y poder decir, como tantos otros, que había dejado de fumar
y de beber. Quizá luego se dedicara a la acupuntura, o al yoga, y encontrara
por este camino una vía de comunicación con los otros que hasta entonces le
había sido negada.
Empezó fumando negro, porque era más barato, pero
pronto descubrió los placeres del tabaco rubio, al que se entregó con frenesí.
En cuanto a la bebida, se inició en ella con vino tinto, hasta que descubrió
los ardores de estómago que producían los alcoholes fuertes. Para completar el
cuadro, empezó a consumir también alimentos grasos, pues, como ya se ha dicho,
sabía que el colesterol proporcionaba mucho juego en el terreno de las
relaciones humanas.
Un día, después de tres meses de seguir esta dieta
brutal, se hizo unos análisis de sangre y de orina que revelaron que su
organismo estaba hecho una pena. El médico le prohibió las grasas y le
recomendó que dejara de fumar y que controlara la bebida.
—Tiene usted el hígado más inflado que un globo —le
dijo.
Vicente Holgado salió muy satisfecho de la consulta.
Se fue directamente al restaurante y se tomó un plato de lentejas con chorizo y
morcilla picantes. Después se tragó un filete en salsa y para terminar pidió un
flan de la casa con helado. Después sacó el paquete de tabaco, encendió un
cigarro y pidió una copa de aguardiente. Cuando el alcohol empezó a empapar su
cerebro, llamó al camarero y le dijo:
—Pues vengo precisamente de hacerme unos análisis y
me ha dicho el médico que tengo el colesterol altísimo. Además de eso, voy a
tener que dejar la bebida y el tabaco.
El camarero lo miró atónito.
—¿Y se está despidiendo? —preguntó.
—Bueno, es que no es fácil dejar estos vicios cuando
se lleva tanto tiempo con ellos. Ahora tendré que hacerme vegetariano y asistir
a sesiones de acupuntura o de yoga.
—Para lo de la bebida, puede acudir a alcohólicos
anónimos —sugirió el camarero.
Vicente Holgado no sabía qué era eso, pero cuando se
enteró se apuntó en seguida. Allí había gente que luchaba, como él, por
desprenderse de un vicio y con la que podía hablar de la vida mientras se
tomaba un yogur de fresa, que era lo que de verdad le gustaba. Dejó de beber y
de fumar sin ningún problema, pues en verdad estas adicciones no habían llegado
a arraigar en su temperamento. Por otra parte, cuando dejó de comer fabadas y
de desayunar huevos con bacon, se
sintió también mucho mejor.
Las reuniones de exalcohólicos comenzaron a ser su
verdadero vicio. Allí había gente con la que se podía hablar del colesterol, o
de las tormentas inducidas, reproduciendo los gestos que había visto en otros.
Todo fue bien hasta que descubrieron que Holgado no era verdaderamente
alcohólico, sino un advenedizo que no sabía dónde pasar su tiempo libre. No
llegaron a echarle, pero empezaron a hacerle el vacío y se tuvo que ir de todos
modos. Entonces comenzó a coleccionar tics nerviosos y consiguió que le
admitieran en un grupo terapéutico, donde se presentó como fumador y alcohólico
rehabilitado. Allí encajó bien y fue feliz durante algunos meses.
en Ella
imagina, 1994
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