25 de octubre de 2011
Todo
el mundo adora a Steve Jobs, quien se transformó, más que Bill Gates, en el
símbolo del emprendedor carismático y dueño de una fortuna merecida. El
fundador de Microsoft prosperó gracias a su cuasimonopolio de hecho en el
terreno de los sistemas de explotación (es cierto que había que inventar
Windows), pero el creador de Apple multiplicó las innovaciones (iMac, iPod,
iPhone, iPad…), revolucionando a la vez los usos y los diseños de la
informática. Es cierto, nadie sabe cuál es la parte de trabajo que aportaron
estos genios individuales y la que brindan miles de ingenieros cuyos nombres
desconocemos (por no hablar de los investigadores en electrónica e informática
que no patentaron sus artículos científicos, pero sin cuyo trabajo ninguna de
estas innovaciones habría sido posible). Aun así, cada país y cada gobierno,
tanto de derecha como de izquierda, no pueden más que desear el surgimiento de
este tipo de emprendedores.
En el
orden simbólico, tanto Jobs como Gates encarnan además la figura, muy
tranquilizadora para los tiempos que corren, del rico que merece lo que tiene.
Se podría casi concluir que sus fortunas (8.000 millones de dólares para
Jobs, 50.000 millones para Gates, según la clasificación de la revista
Forbes) son exactamente lo que deberían ser en un mundo ideal, el mejor de los
mundos, donde todo marcha a las mil maravillas. Lamentablemente, la fortuna no
es solo una cuestión de mérito, y antes de abandonarse a este sentimiento de
beatitud sería bueno mirar las cosas más de cerca.
Primera
sospecha: Jobs, el innovador, es seis veces más pobre que Gates, el rentista de
Windows, tal vez una prueba de que la política de la competencia todavía tiene
que progresar un poco.
Más
lamentable aún: a pesar de todas estas invenciones geniales, que se vendieron
por decenas de millones en el mundo, a pesar de la explosión de las acciones de
Apple durante estos últimos años, Jobs solo posee 8.000 millones de dólares, es
decir, tres veces menos que nuestra Liliane Bettencourt (25.000 millones
en el bolsillo), a quien le bastó heredar su fortuna, sin haber trabajado
nunca. En la clasificación Forbes (que hace lo imposible por minimizar la
herencia, tanto a través de sus métodos como de los discursos que los rodean),
encontramos decenas de herederos mucho más ricos que Jobs.
Algo
incluso más perturbador: más allá de cierto nivel, las fortunas heredadas
progresan a ritmos tan rápidos y explosivos como las de los emprendedores.
Entre 1990 y 2010, la fortuna de Bill Gates pasó de 4.000 a 50.000
millones de dólares, y la de Liliane Bettencourt, de 2.000 a 25.000 millones.
En ambos casos, el salto corresponde a una progresión anual promedio de más del
13% (es decir, un rendimiento real que ronda el 10 u 11% si se deduce la
inflación). Este ejemplo extremo revela un fenómeno más general. Para el común
de los mortales, el rendimiento real promedio del patrimonio no supera el 3-4%,
incluso menos para los patrimonios muy pequeños (la cuenta de ahorro francesa
denominada «libreta A» tiene una tasa del 2,25%, es decir, un 0,5% por encima
de la inflación). Pero los patrimonios más importantes, que pueden permitirse
tomar más riesgos y pagarles a administradores de fortuna, obtienen
rendimientos reales promedio netamente más elevados, que ronda entre el 7 y 8%,
y hasta de más del 10% para las grandes fortunas, independientemente de toda
actividad profesional, talento o mérito particular de los propietarios. En
líneas generales: el dinero acumula dinero, y punto.
Encontramos
esta misma realidad en el caso de los fondos soberanos o de los fondos de
ahorro de las universidades. Entre 1980 y 2010, las universidades
estadounidenses, que tenían menos de 100 millones de dólares en esta clase de
fondos, obtuvieron un rendimiento real medio de «solo» 5,6% por año (neto de
inflación y de todos los gastos de gestión, lo que ya está bastante bien),
contra 6,5% para los montos comprendidos entre 100 y 500 millones, 7,2% para
los situados entre 500 y 1.000 millones, 8,3% más allá de 1.000 millones y
cerca de 10% para las tres vedettes: Harvard, Princeton y Yale (que pasaron de
algunos miles de millones en los años ochenta a varias decenas cada una en
2010, como Bill Gates y Liliane Bettencourt).
El
mecanismo es simple, pero su amplitud es perturbadora: si se prolongan estas
tendencias, tendremos diferencias aún mayores en el reparto de los patrimonios,
y por lo tanto del poder económico. Para regular esta dinámica potencialmente
explosiva, la herramienta correcta sería un impuesto progresivo a la fortuna a
nivel mundial, con tasas moderadas sobre las pequeñas fortunas, a fin de
favorecer a los emprendedores futuros, y tasas mucho más elevadas a las
fortunas importantes que se reproducen solas. Evidentemente, todavía estamos
lejos de conseguirlo.
en
El capital en el siglo XXI, 2014
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