lunes, enero 13, 2020

“Pobre, como Steve Jobs”, de Thomas Piketty





25 de octubre de 2011

Todo el mundo adora a Steve Jobs, quien se transformó, más que Bill Gates, en el símbolo del emprendedor carismático y dueño de una fortuna merecida. El fundador de Microsoft prosperó gracias a su cuasimonopolio de hecho en el terreno de los sistemas de explotación (es cierto que había que inventar Windows), pero el creador de Apple multiplicó las innovaciones (iMac, iPod, iPhone, iPad…), revolucionando a la vez los usos y los diseños de la informática. Es cierto, nadie sabe cuál es la parte de trabajo que aportaron estos genios individuales y la que brindan miles de ingenieros cuyos nombres desconocemos (por no hablar de los investigadores en electrónica e informática que no patentaron sus artículos científicos, pero sin cuyo trabajo ninguna de estas innovaciones habría sido posible). Aun así, cada país y cada gobierno, tanto de derecha como de izquierda, no pueden más que desear el surgimiento de este tipo de emprendedores.

En el orden simbólico, tanto Jobs como Gates encarnan además la figura, muy tranquilizadora para los tiempos que corren, del rico que merece lo que tiene. Se podría casi concluir que sus fortunas (8.000 millones de dólares para Jobs, 50.000 millones para Gates, según la clasificación de la revista Forbes) son exactamente lo que deberían ser en un mundo ideal, el mejor de los mundos, donde todo marcha a las mil maravillas. Lamentablemente, la fortuna no es solo una cuestión de mérito, y antes de abandonarse a este sentimiento de beatitud sería bueno mirar las cosas más de cerca.

Primera sospecha: Jobs, el innovador, es seis veces más pobre que Gates, el rentista de Windows, tal vez una prueba de que la política de la competencia todavía tiene que progresar un poco.

Más lamentable aún: a pesar de todas estas invenciones geniales, que se vendieron por decenas de millones en el mundo, a pesar de la explosión de las acciones de Apple durante estos últimos años, Jobs solo posee 8.000 millones de dólares, es decir, tres veces menos que nuestra Liliane Bettencourt (25.000 millones en el bolsillo), a quien le bastó heredar su fortuna, sin haber trabajado nunca. En la clasificación Forbes (que hace lo imposible por minimizar la herencia, tanto a través de sus métodos como de los discursos que los rodean), encontramos decenas de herederos mucho más ricos que Jobs.

Algo incluso más perturbador: más allá de cierto nivel, las fortunas heredadas progresan a ritmos tan rápidos y explosivos como las de los emprendedores. Entre 1990 y 2010, la fortuna de Bill Gates pasó de 4.000 a 50.000 millones de dólares, y la de Liliane Bettencourt, de 2.000 a 25.000 millones. En ambos casos, el salto corresponde a una progresión anual promedio de más del 13% (es decir, un rendimiento real que ronda el 10 u 11% si se deduce la inflación). Este ejemplo extremo revela un fenómeno más general. Para el común de los mortales, el rendimiento real promedio del patrimonio no supera el 3-4%, incluso menos para los patrimonios muy pequeños (la cuenta de ahorro francesa denominada «libreta A» tiene una tasa del 2,25%, es decir, un 0,5% por encima de la inflación). Pero los patrimonios más importantes, que pueden permitirse tomar más riesgos y pagarles a administradores de fortuna, obtienen rendimientos reales promedio netamente más elevados, que ronda entre el 7 y 8%, y hasta de más del 10% para las grandes fortunas, independientemente de toda actividad profesional, talento o mérito particular de los propietarios. En líneas generales: el dinero acumula dinero, y punto.

Encontramos esta misma realidad en el caso de los fondos soberanos o de los fondos de ahorro de las universidades. Entre 1980 y 2010, las universidades estadounidenses, que tenían menos de 100 millones de dólares en esta clase de fondos, obtuvieron un rendimiento real medio de «solo» 5,6% por año (neto de inflación y de todos los gastos de gestión, lo que ya está bastante bien), contra 6,5% para los montos comprendidos entre 100 y 500 millones, 7,2% para los situados entre 500 y 1.000 millones, 8,3% más allá de 1.000 millones y cerca de 10% para las tres vedettes: Harvard, Princeton y Yale (que pasaron de algunos miles de millones en los años ochenta a varias decenas cada una en 2010, como Bill Gates y Liliane Bettencourt).

El mecanismo es simple, pero su amplitud es perturbadora: si se prolongan estas tendencias, tendremos diferencias aún mayores en el reparto de los patrimonios, y por lo tanto del poder económico. Para regular esta dinámica potencialmente explosiva, la herramienta correcta sería un impuesto progresivo a la fortuna a nivel mundial, con tasas moderadas sobre las pequeñas fortunas, a fin de favorecer a los emprendedores futuros, y tasas mucho más elevadas a las fortunas importantes que se reproducen solas. Evidentemente, todavía estamos lejos de conseguirlo.



en El capital en el siglo XXI, 2014












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