domingo, diciembre 29, 2019

«Ídola», de Germán Marín

Fragmento


(1934-2019)


Quizá debí quedarme refugiado en el hotel, calculé por un momento, ya que al caminar en dirección a la avenida Lyon me desconcertó echar de menos, borrado de la faz, el edificio de Almacenes París, cuyos restos permanecían desparramados como una tonelada de arena hacia donde se hallaba el estacionamiento de vehículos. Tapados por los deshechos no se veía ninguno de esos autos de lujo. En la esquina de 11 de Septiembre, la situación era más o menos parecida, pero en ese minuto me di cuenta, sintiendo un agudo olor, que tenía el pie izquierdo manchado de sangre al caminar descalzo durante ese tiempo. Felizmente conservaba el pañuelo que siempre guardaba en el bolsillo de atrás y lo amarré con fuerza al tobillo haciendo un torniquete. Se divisaban en dirección hacia el barrio Vitacura, entre las nubes de polvo que empalidecen el sol, unas grandes columnas de humo rojo que denunciaban los incendios que estaban brotando. Me pregunté con intranquilidad si proseguiría viva Sofía. Desorientado no sabía dónde dirigir mis pasos en una ciudad que, de acuerdo a las primeras impresiones, estaba hecha un estrago, mutada en otra, hecha una desolación como, horas después, me señalaría cierto desconocido con cara de muerto mientras bebíamos del gollete de la botella unos tragos de pisco, sentados en la cuneta, aprovechando el saqueo de un supermercado al llegar a Alameda, iniciado por un grupo de maleantes fugados. Ahora sólo existía el ayer, en un presente que continuaría a su arbitrio después del castigo del terremoto, y dije salud o no dije nada con el primer sorbo de alcohol. Como me agregaría el testigo, ante la vista de aquellos individuos, no sólo los reclusos andaban libres, también habían escapado las bestias del Jardín Zoológico aumentando así el desorden, en particular en el sector de Bellavista, donde los animales devoraban a su antojo los restos humanos. Las monjas de reclusión andaban por las calles sin saber qué rumbo tomar, perdidas en un mundo distinto al que, descalzas y rapadas, renunciaran en alguna oportunidad para servir a Dios, con una de las cuales me toparía más tarde y observaría en la noche, entre las fogatas levantadas en el Paseo Ahumada, cómo era violada por el jefe de una pandilla de niños salvajes venidos de las barriadas. Los locos, escapados de los gruesos muros de las casas de reclusión, también abundaban. Sin ponerme cerca, los avistaría pletóricos, sueltos, desnudos, en aquel desbordamiento que ocurría en el centro, dedicado un número de ellos, al igual que los lobos en el bosque mítico de los cuentos, a aullar entre las ruinas frente a aquella luna roja que navegaba entre las nubes, acaso como un presagio de nuevas calamidades. Como si esto no fuera suficiente, el nuevo amigo de profesión entomólogo me expresó, bajo una resignada sonrisa, que, por allí y por allá, muchos uniformados vagaban en calidad de desertores, a balazos ya en las disputas de la rapiña de la ciudad, luego de haber quedado sus cuarteles también en el suelo. Santiago, por lo visto, se parecía cada vez más a la visión en colores de unas ruinas contemporáneas, semejante a la escena petrificada de una película de género catastrofista, tan de moda en años anteriores, cuando el espectáculo de los sucesos desgraciados resultaba un desahogo del corazón. Crucé por último entre los buses colisionados, escalando en la calle con dificultad los montículos formados de ladrillos hechos trizas, de hierros retorcidos, de secciones de cemento, de muebles destrozados, de postes en el suelo, de tramos de paredes, de vidrios quebrados, hacia la otra avenida donde la visión tal vez era más insoportable, demostrándolo, por ejemplo, el número de muertos allí arrojados, tibios aún, que era posible sumar con facilidad. Los había por doquier bajo el caluroso sol de noviembre, semienterrados muchos, en un turbulento cementerio alimentado por los gritos sofocados de algunos sobrevivientes que, al unirse a los que apenas llegaban de las entrañas del metro, levantaban las tinieblas de un coro de voces inenarrable.



2000





















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