jueves, diciembre 05, 2019

«Escenas de memoria», de Alejandra Costamagna





Recuerdo que tras asumir la presidencia de la República en 2010, Sebastián Piñera habló de «desaparecidos», de «velatón» y de «nunca más» para referirse a las víctimas del terremoto. Empezaba así un ejercicio de reapropiación de palabras cargadas de un sentido político demasiado incómodo para una derecha que llegaba al poder por primera vez después de la dictadura de Pinochet.

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Recuerdo que el slogan de Sebastián Piñera al asumir su segundo mandato presidencial, en 2018, fue «Chile lo hacemos todos». Pero en mayo de 2019 decidió cambiar la frase en los ministerios, servicios, intendencias y gobernaciones por esta otra: «Chile en marcha».

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Recuerdo las marchas de los años 80 contra Pinochet, siempre con miedo pero seguros de que ese «¡Y va a caer!» era necesario y urgente. Recuerdo los años 90 como un tiempo adormilado, quieto, resignado a una transición en la medida de lo posible. Recuerdo las marchas de la «revolución pingüina» de 2006: uno de los primeros signos del despertar ciudadano en postdictadura. Recuerdo las marchas y la masividad del descontento en 2011, que desnaturalizaron la asociación democracia–neoliberalismo instalada desde el primer día de la transición, y que aún se sostiene en la Constitución Política de 1980.

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Recuerdo lo que escribió el ensayista brasileño Iderber Avelar en Alegorías de la derrota: la ficción postdicatatorial y el trabajo del duelo, publicado en el año 2000. Recuerdo cuando precisa que la llamada «transición a la democracia»en Chile significó «la ecuación última entre libertad política para el pueblo y libertad económica para el capital, como si la primera dependiera de la segunda, o como si la segunda hubiera sido de algún modo obstaculizada por los generales».

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Recuerdo que a comienzos de octubre de 2019 Juan Andrés Fontaine, ministro de Economía de Sebastián Piñera, anunció el incremento de treinta pesos en el pasaje del Metro y llamó a la población a levantarse más temprano para aprovechar la tarifa más económica. Recuerdo que en un país donde las familias de menores ingresos gastan cerca del treinta por ciento de su ingreso en transporte y donde el sueldo mínimo no supera los trescientos mil pesos, el anuncio de alza fue una bofetada en la cara. Recuerdo la indignación de los estudiantes secundarios, que de inmediato comenzaron a saltar barreras, echar abajo rejas y romper torniquetes al ritmo de la nueva consigna: «Evadir, no pagar, otra forma de luchar». Recuerdo que la ministra de Transportes, Gloria Hutt, declaró que los escolares no tenían argumentos para protestar porque no había aumentado la tarifa para ellos.

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Recuerdo que el viernes 18 de octubre de 2019 las autoridades decidieron cerrar las estaciones de Metro y custodiarlas con policías para evitar las evasiones. Y dejaron así a los ciudadanos que dependen del transporte público sin medios para regresar a sus casas. Horas y horas de caminata, una ciudad abandonada a su suerte. Recuerdo el masivo cacerolazo de aquella noche, las calles repletas de manifestantes que ya no hablaban de los treinta pesos sino de los treinta años de implementación de un modelo neoliberal extremo, de las políticas discriminadoras y elitistas que este gobierno encarnaba, de las brechas salariales, de los abusos, de la precariedad de la salud, de las pensiones indignas, de la educación mercantilizada, de las colusiones de las grandes empresas, de las evasiones, de los fraudes o de los delitos tributarios cometidos por la elite política y empresarial. Recuerdo los disturbios en las zonas periféricas y, como si viviera en otro país o habitara en una dimensión paralela, al presidente de la República comiendo pizza con su familia en un restaurante del barrio alto de Santiago. Recuerdo la fotografía que circuló por las redes sociales y las cacerolas retumbando con un eco multiplicado. Y entonces la reacción de Piñera: desplazarse a La Moneda y, pasada la medianoche, decretar Estado de Emergencia. Como si esto fuera una catástrofe natural, un terremoto, y no un sismo político. Recuerdo que al día siguiente vino el toque de queda.

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Recuerdo cuando en los años 80 vivíamos bajo toque de queda y los militares custodiaban las calles con sus caras pintadas y sus metralletas calientes. Recuerdo ese poema de Omar Lara titulado, justamente, «Toque de queda», que grafica un vínculo inesperado entre intimidad e historia: «Quédate, le dije. Y la toqué».

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Recuerdo que el domingo 21 de octubre de 2019 Sebastián Piñera dijo: «Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas, con el único propósito de producir el mayor daño posible». Recuerdo el audio filtrado ese mismo 21 de octubre en el que la primera dama, Cecilia Morel, le dice a una amiga con voz de espanto que esto «es como una invasión extranjera, alienígena» y se lamenta de que «vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás».

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Recuerdo que, en medio de la guerra imaginaria de Piñera y de la invasión alienígena de Morel, muy pronto empezamos a saber de gente torturada en las comisarías, abusada sexualmente, herida o asesinada por disparos o a golpe de lumazos. Recuerdo cuando los casos de personas con lesiones oculares y pérdida de uno o los dos ojos producto de balines, perdigones o bombas lacrimógenas empezaron a crecer y crecer hasta llegar a más de doscientos. Recuerdo que la Sociedad Chilena de Oftalmología catalogó de «epidemia de trauma ocular severo» los hechos ocurridos en Chile estos días.

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Recuerdo que en octubre de 1980, con el país aturdido por la represión, Augusto Pinochet promulgó la Constitución Política de la República, que invocaba «el nombre de Dios Todopoderoso» para decretar su aprobación. Y que, entre otras materias, no reconoce a los pueblos originarios, mercantiliza los derechos sociales y establece la idea de un Estado subsidiario, que privilegia la acción de los privados. Y que entrega a ellos, por ejemplo, el derecho de propiedad sobre las aguas.

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Recuerdo haber visto el rayado de un muro en 2011 que decía: «Somos la generación que nació sin miedo». Recuerdo haber visto el rayado de un muro en 2019 que decía: «Ya no tenemos miedo».

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Recuerdo que en mayo de 2018 Diamela Eltit publicó la novela Sumar, en la que un grupo de vendedores ambulantes emprende una procesión de 360 días hacia la moneda (una moneda con minúsculas, que grafica el poder en sus distintas dimensiones: la política y la económica). Recuerdo párrafos como el siguiente: «Incremento la marcha a la que nos sumamos, nosotros, los vendedores ambulantes (chilenos). Una marcha múltiple, la más numerosa del siglo XXI. Una gesta inusual de nosotros, los ambulantes, porque tomamos una decisión radical en nuestras vidas, avalada solo por nuestro ingenio. Es que ya estamos absolutamente cansados de experimentar toneladas de privaciones. Hastiados de los golpes que nos propinan las oleadas de desconsideración y de desprecio».

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Recuerdo que las marchas se multiplicaron en esta primavera de 2019, así como los cacerolazos, las plazas tomadas y la gente protestando en las calles. Recuerdo algunos lienzos, pancartas y rayados: «Piñera: esta no es tu guerra, es nuestra lucha», «Renuncia, Piñera», «Somos los alienígenas y vinimos por sus privilegios», «Piñera asesino», «No + abusos», «No más colusión», «Salud digna», «Pensiones justas», «Educación pública de calidad», «Chile despertó», «Menos cóndor, más huemul», «Sin dignidad no habrá paz», «Paco culiao», «Las nenas tamos sueltas», «Nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio», «No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar», «Somos los de abajo y vamos por los de arriba», «No son 30 pesos, son 30 años de abusos», «Evade», «Las ideas son a prueba de balas», «Chile, no te duermas nunca más», «Me hace falta pancarta para toda la rabia que tengo», «No a la Constitución pinochetista», «No más pico en el ojo», «Contra todo estado patriarcal», «Game over Pinochet», «Abuelo, ahora es mi turno», «Mami, salí a marchar por ti, por mí y por los demás», «Todos tenemos sangre mapuche: los pobres en el corazón y los ricos en sus manos», «2019=1973», «Pacos asesinos», «Hasta que la dignidad se vuelva costumbre».

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Recuerdo que una de las palabras más visibles en los carteles de estos días ha sido«dignidad». Recuerdo las ocho letras en mayúsculas proyectadas de noche en el edificio de la Telefónica, en Plaza Italia: DIGNIDAD.

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Recuerdo que junto con las movilizaciones,empezaron a brotar cabildos y asambleas autoconvocadas en barrios, universidades, sindicatos, juntas de vecinos, centros culturales, escuelas, plazas o estadios. La gente se reunía a discutir cómo era el país que imaginaban, cuál era el origen de todo esto, cómo podían sacudir el tablero y las reglas, cómo se hacía para cambiar el modelo. Cuánto de las demandas sociales estaba frenado precisamente por la Constitución Política de 1980.

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Recuerdo que la represión fue escalando cada vez más y los carabineros parecían responder a ese perfil del que había hablado Piñera al declarar la guerra: «poderosos, implacables, que no respetan a nada ni a nadie y que están dispuestos a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas». Recuerdo que los uniformados dispersaban con furia a los manifestantes pacíficos, pero no frenaban los incendios ni los saqueos que ocurrían a poca distancia.

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Recuerdo que en los años 80 la calle gritaba: «Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está? El pueblo está en la calle pidiendo libertad». Recuerdo que en 2019 la calle grita: «Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está? El pueblo está en la calle pidiendo dignidad».

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Recuerdo que en la misma Plaza Italia y, a pesar de la represión, las manifestaciones siguieron, y el viernes 25 de octubre, un millón y medio de personas se reunió ahí o en sus alrededores y otros tantos miles en regiones, en la más masiva marcha de la historia de Chile. Recuerdo que la demanda por una nueva Constitución a través de una asamblea constituyente sonó fuerte ese día en las calles. Recuerdo que la Plaza Italia fue rebautizada por los manifestantes de Santiago como Plaza de la Dignidad.

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Recuerdo que al día siguiente, Sebastián Piñera habló por televisión. Partió pidiendo un minuto de silencio por los que perdieron la vida estos días. Eso dijo: «los que perdieron la vida», como si de pronto las personas hubieran extraviado sus vidas así, porque sí. Como si a él no le cupiera ni una responsabilidad en los asesinatos a manos de los uniformados a su cargo. Recuerdo que luego de ese minuto de silencio, Piñera comentó que la multitudinaria marcha lo había llenado de alegría, que había sido una señal de unidad de la ciudadanía y que «todos hemos cambiado y estamos con una nueva actitud». Recuerdo que entonces dio por terminado el toque de queda.

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Recuerdo que el viernes 8 de noviembre en una nueva marcha que congregó a cerca de un millón de personas en Santiago, Gustavo Gatica, estudiante de sicología de 21 años, recibió disparos de perdigones en sus dos ojos. Recuerdo que el sábado 9 se congregó un grupo de personas afuera de la clínica Santa María, donde Gatica estaba internado, para expresarle su apoyo. Recuerdo que ese grupo fue disuelto con gases lacrimógenos y reprimido con fuerza por Carabineros.

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Recuerdo que la ONU solicitó a la policía chilena que dejara de disparar perdigones y balines a los manifestantes y que el domingo 10 de noviembre el ministro del Interior, Gonzalo Blumel, descartó la idea argumentando que eso podía traer más violencia.

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Recuerdo que ese mismo 10 de noviembre el general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció que a partir de ahora las escopetas anti disturbios tendrían un «uso acotado» y sólo serían usadas en caso de «real peligro».

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Recuerdo que el lunes 11 de noviembre de 2019 una delegación de representantes de la sociedad civil expuso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reunida en Quito sobre la violencia estatal desatada estos días en Chile. Recuerdo las palabras del coordinador académico de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, Claudio Nash: «La dictadura militar chilena quedó marcada en la historia por la desaparición forzada de personas como un instrumento de terror: este gobierno pasará a la historia por los cientos de jóvenes que vivirán con mutilaciones oculares como consecuencia de la violencia opresiva. No estamos hablando de casos aislados, estamos ante el terror instalado como práctica sancionatoria y atemorizante. Desde la antigüedad que la humanidad no veía un uso semejante de la ceguera como instrumento para callar a la ciudadanía».

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Recuerdo que en los rayados en los muros de los años 80 leíamos las frases «No a la impunidad» y «Ni perdón ni olvido». Recuerdo que en los rayados en los muros de 2019 leemos las frases «No a la impunidad» y «Ni perdón ni olvido».

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Recuerdo que el 12 de noviembre de 2019, a dos días del aniversario del asesinato del comunero mapuche Camilo Catrillanca a manos de Carabineros, Sebastián Piñera habló por cadena nacional. Se había anunciado que hablaría a las nueve de la noche, pero terminó haciéndolo a las diez y media. Más tarde supimos que pretendía decretar un nuevo Estado de Excepción, pero que finalmente fue convencido de las consecuencias que podría tener la medida y echó pie atrás. Recuerdo que el suyo fue un discurso improvisado y sordo: que el orden público vulnerado, que el sacrificio y la abnegación de Carabineros, que la necesidad de dejar de lado «pequeñeces».

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Recuerdo que la discusión sobre una nueva Constitución, resistida hasta entonces por el Presidente y la derecha, ya había tomado suficiente fuerza y el tablero finalmente se movió y, tras reuniones y negociaciones y jugadas y muñequeos, los partidos políticos oficialistas y de oposición, excluyendo al Partido Comunista y a un sector del Frente Amplio, firmaron en la madrugada del 15 de noviembre un pacto para que la ciudadanía definiera la posibilidad de redactar una nueva Constitución.Recuerdo que el documento fue titulado «Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución». Recuerdo que quedaron materias importantes por despejar como, por ejemplo, el modo en que los representantes de la sociedad civil y del movimiento social podrían integrar la instancia encargada de redactar el texto constitucional, o la garantía de participación paritaria y de escaños reservados para pueblos originarios.

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Recuerdo que la misma mañana del 15 de noviembre la Plaza de la Dignidad apareció forrada con metros de lienzos blancos y un cartel que decía Paz. Recuerdo que al rato, Cecilia Morel, ya sin el pavor a los alienígenas de unas semanas atrás, tuiteó: «Esta imagen es el símbolo de lo que necesitamos como país: PAZ. Hoy Chile muestra su capacidad de diálogo, acuerdos y que respeta profundamente nuestra democracia».

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Recuerdo que la tarde del 15 de noviembre la Plaza de la Dignidad se repletó de manifestantes y que uno de ellos, Abel Acuña, de 29 años, murió al no poder ser atendido a tiempo tras un paro cardiorrespiratorio.Recuerdo que mientras era reanimado por paramédicos en un puestos de ayuda de voluntarios, Carabineros lanzó bombas lacrimógenas, gas pimienta y perdigones al grupo que lo asistía. La ambulancia, que llegó en seis minutos, fue obstaculizada por la policía y cuando lograron subir a Abel al vehículo ya era demasiado tarde. Murió en la ex Posta Central al poco rato.

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Recuerdo que esa misma tarde, la del 15 de noviembre de 2019, la ministra de Transportes, Gloria Hutt, anunció que el lunes 18 reabrirían algunas estaciones de metro dañadas durante estas semanas de movilizaciones. Recuerdo que dijo que la gente al fin recuperaría su dignidad. Tal como lo venía haciendo Piñera desde su primer mandato al reapropiarse de ciertas palabras de las víctimas de la dictadura, como «desaparecidos» o «nunca más», Hutt hizo lo suyo con el término más reivindicado por los manifestantes en estas cuatro semanas de movilizaciones: «dignidad».

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Recuerdo que esta lógica de disputa del relato se repite y se replica día a día. Alterar el lenguaje, apropiarse de las palabras, vaciarlas de sentido, despolitizarlas y con ello despolitizar al movimiento social completo.

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Recuerdo que el 21 de noviembre de 2019, luego de una investigación en terreno por varias semanas, Amnistía Internacional dio a conocer su informe sobre Chile, en el que consigna que la intención de las fuerzas de seguridad del gobierno de Sebastián Piñera es clara: «dañar a quienes se manifiestan para desincentivar la protesta, incluso llegando al extremo de usar la tortura y violencia sexual en contra de manifestantes». Recuerdo que el informe de Amnistía fue rechazado a las pocas horas por el gobierno, que negó su veracidad. Recuerdo que las Fuerzas Armadas, en un acto de deliberación contrario a lo que ordena la Constitución Política, firmaron también una declaración pública en la que rechazaban el informe.

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Recuerdo que Pedro Lemebel escribió en los años 90 una crónica acerca del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocido como el Informe Rettig, y que en el último párrafo apunta: «Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre en un eco subterráneo que los canta, en una canción de amor que los renace, en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la humedad porfiada de su recuerdo».

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Recuerdo que el domingo 24 de noviembre de 2019 Sebastián Piñera anunció el envío de un proyecto de ley que permitiría a las Fuerzas Armadas colaborar con Carabineros sin necesidad de dictar Estados de Excepción. Y habló también de la necesidad de establecer «un acuerdo por la paz y contra la democracia». Al instante corrigió el error y dijo: «contra la violencia». Pero ahí quedó dando vueltas su manejo de las palabras y, más allá del lapsus, su concepto de democracia. Una democracia militarizada, una democracia en la medida de lo posible. Una «demosgracia», como decía Pedro Lemebel. Una «cueca democrática».

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Recuerdo que los saqueos siguieron en distintas ciudades del país, sin ser controlados. Y que, en cambio, los detenidos y los heridos en marchas o protestas pacíficas no hicieron sino aumentar. Recuerdo que el martes 26 de noviembre, mientras caminaba desde su casa al trabajo en la comuna de San Bernardo, Fabiola Campillay, de 36 años, recibió una lacrimógena en la cara. Al día siguiente los médicos informaron que el impacto de la bomba la había dejado con ceguera total, tal como a Gustavo Gatica.

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Recuerdo que el jueves 28 de noviembre Sebastián Piñera volvió con su discurso del 21 de octubre, cuidándose ahora de omitir la palabra «guerra». El resto fue prácticamente idéntico, un disco rayado que gira en banda: «Estamos enfrentando un enemigo poderoso e implacable que no respeta a nada ni a nadie (…), que actúa con una planificación profesional y sin límite».

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Recuerdo que esta historia parece no tener desenlace. O que el desenlace resulta escurridizo y mañoso porque es una historia que tiende a repetirse: una historia de privilegios y sumisiones; de desobediencia y reacción; de despertar y de intentos de volver a adormilar al que despierta. Recuerdo que el pasado va a estar siempre ahí, lanzando chispas hacia el presente como un sacudón. Porque la memoria al finales eso,trozos de historia que van y vienen, vestigios, astillas, palabras sin rienda:el eco de una canción que tarareamos día y noche, día y noche, como una forma de respirar.




en El Opositor, 5 de diciembre 2019









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