jueves, noviembre 07, 2019

«Credo anarquista», de Armando Roa Vial






Se puede ser un anarquista por omisión. Cuando la distancia hacia los credos ideológicos tradicionales se hace insalvable pero aún se conserva una esperanza lo suficientemente plástica, no cínica, en la fragua de la experiencia mancomunada como rito de paso en la configuración de la persona y su destino individual. Y digo anarquista, aunque también podría extender su fisonomía a la del anarca, acuñada por Ernst Jünger a través de su personaje Manuel Venator, por más que Jünger insista en distinguirlos con argumentos discutibles que en ocasiones, incluso, rayan la trajinada caricatura del anarquista como apóstol de la violencia. Entre el optimismo escrupuloso (tomo la expresión de Roger Scruton) y el pesimismo luminoso, el anarquismo ondea en un paisaje variopinto y hasta caleidoscópico: están los anarquistas clásicos, de estampa anarcocomunista, como Bakunin y el príncipe Kropotkin; están asimismo los anarquistas cristianos de la escuela de León Tolstoi o Jacques Ellul; los anarquistas individualistas en la línea de Thoreau o del heterodoxo Max Stirnes. Si hurgamos más encontramos anarquistas conservadores, como Orwell y Borges e incluso anarcocapitalistas. Hasta en la filosofía de la ciencia hay quienes sostienen un anarquismo epistémico, como Paul Feyerabend. El anarquista genuino descree del institucionalismo de la autoridad, de la parafernalia burocrática del poder, no de la autoridad en sí misma; por eso es un hombre más de principios que de reglas, más de convicciones que de imposiciones: la legalidad para él sólo es plenamente legal al estar también investida de legitimidad. Se diferencia del liberal al postular esa singularidad no cuantificable que es la persona, en su fisonomía anímica única e irreductible, en esa última soledad de la que hablaba Duns Scoto, ajena al comercio humano, a diferencia del concepto de individuo, una noción estadística e intercambiable; su ideal de libertad, por lo mismo, es una categoría moral, no económica: voluntad inalienable de ser desde la gratuidad de la existencia, más allá de cualquier consideración utilitaria; las necesidades están al servicio del hombre, no el hombre al servicio de sus necesidades. La voluntad de ser no pasa por ver en el otro una fuente de competencia, sino de completitud y sentido: somos esa suma de rostros que trabajan el nuestro. La vida, como el lenguaje, es transitiva. La desconfianza instintiva del anarquista a las abstracciones, lo aleja de los socialismos marxistas, al dictado de leyes donde resuena un providencialismo que hace del hombre una pieza de relojería gobernada inexorablemente por los resortes de las estructuras económicas; ese profetismo fatalista le resulta sospechoso, como también el arbitrio de las necesidades puramente materiales en la configuración del destino personal. Y es que la naturaleza humana, modelada por la fineza de lo irreductible, no puede ser encerrada bajo ninguna camisa de fuerza; sus cualidades no se agotan en un esquematismo mecánico. La igualdad de oportunidades, para el anarquista, no significa nivelación, sino reconocimiento a la infinita diversidad de los seres en sus potencialidades; sin libertad, esa igualdad es una pátina homogeneizante que ahoga las particularidades donde relumbra el esplendor creativo de lo humano. La existencia no puede ser tarificada ni por el Estado ni por la mano invisible del mercado. Por eso el anarquista adopta la máxima kantiana que distingue entre ser acreedor de una dignidad o ser acreedor de un precio; o lo uno o lo otro, sin confusiones ni ambigüedades. Dignidad, decía Kant, es el atributo de lo irremplazable y, por lo mismo, de aquello que no puede ser ponderado como valor de cambio. Las dignidades no se transan ni obsolescen; ajenas a dividendos y liquideces, se yerguen impolutas frente al tráfago de las ganancias y las pérdidas. En esto el anarquista es inflexible y su rebeldía es un expediente moral; de hecho, se sabe un moralista porque así como la libertad genuina no puede demandarle sino devoción, sus falsificaciones le despiertan repugnancia. “La anarquía –afirmaba Michael McClure- conduce a una perfecta disciplina”. La libertad es una ética y una ascética; su ejercicio genuino y riguroso enfrenta al reto de vislumbrar en el otro, el que está más allá de mí, no un limite anulador sino una potencia configuradora: sólo donde otro es, despunta un “yo soy” con entidad maciza, forjando la impronta de una huella. El salto al otro es, a la larga, un salto a uno mismo mismo. Es en ese juego de alteridades donde se funda lo social y lo público, no en la maquinaria oxidada de una institucionalidad opresora. Y es que la ascésis ácrata es hija de eros, no del miedo. La libertad es un bien intrínseco porque ella es el relicario de las afinidades electivas que terminan por esculpir la unicidad de la experiencia humana, dejando irradiar lo inédito de una mirada, de un gesto, de una voz. El historiador George Howard Cole decía que “los anarquistas eran anarquistas porque no creían en un mundo anárquico”. Esta frase resume de manera contundente y desmitificadora el sentir más hondo del pensamiento libertario. A despecho de libelos y difamaciones, los escritos de un Bakunin, un Camus o un Thoreau, más allá de cualquier divergencia filosófica, rimando la tinta con la sangre, destilan una mirada donde lo humano asoma limpio de las evasiones de la teoría o de las mañosas manipulaciones de la ideología: es la vida que se se sabe fiel a sí misma en su sabiduría cruda y hasta salvaje, milagrosa en su acontecer y misteriosa en su destino, cocida a fuego lento por el sentido común, no carcomida por la codicia, que añora más el afecto que el efecto, que ensaya en su día a día un retorno a lo simple, que celebra la apoteosis de lo ínfimo como si se tratara de una epifanía, que ambiciona despojarse de toda ambición, a la manera del inolvidable Platón Karataiev de La Guerra y la Paz, el más anarquista de los tolstoianos y el más tolstoiano de los anarquistas.





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