Si se
busca el significado original de la poesía, hoy disimulada bajo los mil
oropeles de la sociedad, se constata que ella es el verdadero aliento del
hombre, la fuente de todo conocimiento y ese conocimiento en su aspecto más
inmaculado. En ella se condensa toda la vida espiritual de la humanidad desde
que comenzó a tomar conciencia de su naturaleza; en ella palpitan ahora sus más
elevadas creaciones y, tierra siempre fecunda, conserva perpetuamente en
reserva los cristales incoloros y las cosechas de mañana. Divinidad tutelar de
mil caras, aquí denominada amor, la libertad, en otras partes la ciencia. Ella
permanece omnipotente, hierve en la narrativa mítica de los esquimales, hace
eclosión en la carta de amor, ametralla al pelotón de ejecución que fusila al
obrero exhalando un último suspiro de revolución social, y por ende de
libertad, chispea en el descubrimiento del científico, palidece hasta en las
más estúpidas producciones que la invocan y su recuerdo, elogio al que le
agradaría ser fúnebre, traspasa incluso las palabras momificadas del cura, su
asesino, a quien el fiel escucha, buscándola, ciego y sordo, en el túmulo del
dogma en el que ella no es más que polvo falaz.
Sus
innumerables detractores, verdaderos y falsos curas, más hipócritas que los
sacerdotes de las iglesias, falsos testimonios de todos los tiempos, la acusan
de ser un medio de evasión, de fuga frente a la realidad, como si ella no fuese
la realidad misma, su esencia y su exaltación. Sin embargo, incapaces de
concebir la realidad en su conjunto y sus complejas relaciones, sólo quieren
verla bajo su aspecto más inmediato y sórdido. Sólo perciben el adulterio sin
experimentar nunca el amor, el avión de bombardeo sin acordarse de Ícaro, la
novela de aventuras sin comprender la aspiración poética permanente, elemental
y profunda, que ella tiene la vana ambición de satisfacer. Desprecian el sueño
en provecho de su realidad como si el sueño no fuese uno de sus aspectos, y el
más emocionante; exaltan la acción en detrimento de la meditación como si la
primera sin la segunda no fuese un deporte tan insignificante como todo
deporte. Antaño, ellos oponían el espíritu a la materia, su dios al hombre;
hoy, defienden la materia contra el espíritu. De hecho, es la intuición contra
lo que se lanzan, en provecho de la razón, sin que recuerden de dónde brota esa
razón.
Los
enemigos de la poesía tuvieron siempre la obsesión de someterla a sus fines
inmediatos, aplastarla bajo su dios o, ahora, encadenarla a la nobleza de la
nueva divinidad negra o “roja” –roja oscura de sangre seca– todavía más
sangrienta que la antigua. Para ellos, la vida y la cultura se resumen en útil
e inútil, dándose por sobreentendido que lo útil asume la forma de un pico manipulado
en su beneficio. Para ellos, la poesía es el lujo del rico, aristócrata o
banquero, y si ella quisiera tornarse “útil” a la masa debe resignarse al
destino de las artes “aplicadas”, “decorativas”, “domésticas”, etcétera.
Instintivamente sienten que ella es el punto de apoyo exigido por Arquímedes, y
temen que, una vez levantado, el mundo vuelva a caer sobre sus cabezas. De allí
resulta la ambición de rebajarla, retirarle toda eficacia, todo valor de
exaltación para darle el papel hipócritamente consolador de una hermana de la
caridad.
Pero
el poeta no debe alimentar en los otros una ilusoria esperanza humana o
celeste, ni desarmar los espíritus insuflándoles una confianza sin límite en un
padre o en un jefe contra el cual toda crítica se torna sacrílega. Muy por el
contrario, a él le cabe pronunciar las palabras siempre sacrílegas y las
blasfemias permanentes. El poeta debe, más que ninguna otra cosa, tomar
conciencia de su naturaleza y de su lugar en el mundo. Inventor para el cual el
descubrimiento no es sino el medio de alcanzar un nuevo descubrimiento, debe
combatir sin tregua a los dioses paralizantes encarnizados en mantener al
hombre en su servidumbre con respecto a las fuerzas sociales y a la divinidad
que se complementan mutuamente. Él será, sin embargo, revolucionario, pero no
de aquellos que se oponen al tirano de hoy, nefasto a sus ojos porque perjudica
sus intereses, para vanagloriar la excelencia del opresor de mañana del que ya
se constituirán en servidores. No, el poeta lucha contra toda opresión: la del
hombre por el hombre, inicialmente, y la opresión de su pensamiento por los
dogmas religiosos, filosóficos o sociales. Él combate para que el hombre
alcance un conocimiento siempre perfectible de sí mismo y del universo. De esto
no se deriva que desee colocar a la poesía al servicio de una acción política,
incluso revolucionaria. No obstante, su cualidad de poeta hace de él un
revolucionario que debe combatir en todos los terrenos: el de la poesía por los
medios propios de ésta y en el terreno de la acción social, sin confundir jamás
estos dos campos de acción, so pena de establecer la confusión que se trata de
disipar y, por lo tanto, a dejar de ser poeta, esto es, revolucionario.
en El
deshonor de los poetas, 2006
Originalmente en Le Deshonneur Des Poètes, 1945
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