I
Hay
épocas en que las naciones, sumergidas en profunda modorra, oyen y ven sin
tener aliento de hablar ni fuerza para sostenerse de pie; otras épocas en que
se fatigan sin avanzar un palmo, como atacadas de parálisis agitante; y otras
épocas en que se regeneran con el soplo de un viento generoso, traspasan las
barreras de la tradición, y caminan adelante, siempre adelante, como atraídas
por irresistible imán. A estas últimas épocas pertenece la Francia de la
Revolución.
Los
hombres de aquellos días poseen una gloria que no supieron conquistar los
revolucionarios de otras naciones ni de otros siglos: haber trabajado en
provecho inmediato de la Humanidad. Es que Francia, por su carácter cosmopolita,
siembra para que la tierra coseche. Los acontecimientos que en los demás países
no salen de las fronteras y permanecen adheridos al terreno propio, como los
minerales y vegetales, adquieren en el territorio francés la movilidad de los
seres animados y se esparcen por todos los ámbitos del globo.
La
revolución inglesa y la independencia norteamericana presentaron, por decirlo
así, un carácter insular, fueron evoluciones locales que sólo interesaron a la
dinastía de un reino y a los pobladores de un Estado; pero la Revolución
Francesa vino como sacudida continental, hizo despertar a todos como toque de
clarín en campamento dormido, se convirtió en la causa de todos. Con razón dijo
Edgar Quinet que “si la Iglesia se llama romana y católica, la Revolución tiene
legítimo derecho de llamarse francesa y universal, porque el pueblo que la hizo
es el que menos la aprovecha” [Le
Christianisme et la Révolution Française].
La
Revolución significa ruptura con las malas tradiciones de lo pasado, golpe de
muerte a los últimos restos del feudalismo y establecimiento de los poderes
públicos sobre la base de la soberanía nacional. El 14 de julio muere la
antigua sociedad francesa con sus privilegios y sus castas; pero el día que la
Asamblea Constituyente declara, no los derechos del francés, sino los derechos
del hombre, surge para la Humanidad un nuevo mundo moral: desaparece el siervo
y nace el ciudadano, al derecho divino de los reyes sucede el derecho de
rebelión, y el principio de autoridad pierde la aureola que le ciñeron la
ignorancia y el servilismo.
Largas
y tremendas luchas sostuvieron aquellos innovadores que todo lo atacaban y todo
lo derribaban; pero ante nada se amilanaron, ante nada retrocedieron. Europa les
apretaba con argolla de hierro, Francia misma les amagaba con explosiones
intestinas; ellos rechazaban transacciones, se negaban a demandar o conceder
tregua, y según la frase de Saint Just, “no recibían de sus enemigos y no les
enviaban sino el plomo”. Los revolucionarios combatieron en el cráter de un volcán,
rodeados de llamas, pisando un terreno movedizo que amenazaba hundirse bajo sus
plantas.
Vencidas
en el interior las resistencias de la nobleza y del clero, arrollados en la
frontera los ejércitos de los monarcas europeos, no estaba concluida la obra;
faltaba que la Revolución se pusiera en marcha, que volara de pueblo en pueblo,
que dejara de ser arma defensiva para convertirse en carga ofensora. Entonces
surgió Napoleón.
Como
ciego de nacimiento que lleva en sus manos una antorcha, ese tirano, que no
conoció respeto a la libertad ni amor a la justicia, caminó de reino en reino,
propagando luz de libertad y justicia. Él divinizó la fuerza y, como nuevo
Mesías de una era nueva, regeneró a las naciones con un bautismo de sangre. Fue
el Mahoma de Occidente, un Mahoma sin Alá ni Corán, sin otra ley que su
ambición ni otro dios que su persona. Sabía magnetizar las muchedumbres, subyugarlas
con una palabra, y arrastrarlas ciegamente al pillaje y a la gloria, al crimen
y al heroísmo, a la muerte y a la apoteosis. Con sus invencibles legiones se
precipitaba sobre la tierra, unas veces devastando como un ciclón, otras
fertilizando como una creciente del Nilo. Era el hombre del 18 Brumario, la
negación de las ideas modernas, la personificación del cesarismo retrógrado;
pero sus soldados llevaban de pueblo en pueblo los gérmenes revolucionarios,
como los insectos conducen de flor en flor el polen fecundante. De las naciones
mutiladas por las armas nacía la libertad, como la savia corre del tronco rajado
por el hacha. “Los pueblos”, dice Michelet, “despertaban heridos por el hierro,
mas agradecían el golpe salvador que rompía su funesto sueño y disipaba el
deplorable encantamiento en que por más de mil años languidecían como bestias que
pacen la yerba de los campos”.
En
vano asomó la Restauración apoyada en los ejércitos de la Santa Alianza; en
vano desfilaron, como espectros de otras edades, Luis XVIII, Carlos X y Luis
Felipe; en vano quiso Napoleón III seguir las huellas gigantescas de Bonaparte;
Francia experimentó siempre la nostalgia de la libertad y regresó a la
república como a fuente de regeneración y vida.
II
La
Revolución no se reduce al populacho ebrio y desenfrenado que apagaba con
sarcasmos la voz de las víctimas acuchilladas en las prisiones o guillotinadas
en las plazas públicas. Frente a los energúmenos que herían sin saber a quién
ni por qué, como arrastrados por un vértigo de sangre, se levantaban los filósofos
y reformadores que vivían soñando con la fraternidad de los pueblos y morían creyendo
en el definitivo reinado de la justicia.
Si no
faltaron bárbaros que ante el cadáver de un Lavoisier proclamaban que “la
Revolución no necesitaba de sabios”, sobraron también hombres que, según la
gráfica expresión de Víctor Hugo, buscaban “con Rousseau lo justo, con Turgot
lo útil, con Voltaire lo verdadero y con Diderot lo bello”. ¿Quién no los
conoce? Lalande, Lagrange, Laplace, Berthellot, Daubenton, Lamarck, Parmentier,
Monge, Bailly, Condorcet, Lakanal y otros mil, pertenecen a la Revolución,
brillan como estela de luz en mar de sangre.
Verdad,
hubo momentos en que Francia parecía retrogradar a la barbarie; pero verdad
también que tras la acción impulsiva y perjudicial, vino inmediatamente la
reacción meditada y reparadora. La Revolución, la buena Revolución, se mostró
siempre inteligente: fue movimiento libre de hombres pensadores, no arranque
ciego de multitudes inconscientes.
1889
en Pensamiento y librepensamiento, 2004
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