Don Rigoberto entró al cuarto de
baño, corrió el pestillo y suspiró. Instantáneamente se apoderó de él una
sensación placentera y gratificante, de alivio y expectación: en esta solitaria
media hora sería feliz. Lo era cada noche, algunas veces más, otras menos, pero
el puntilloso ritual que había ido perfeccionando a lo largo de años, como un artista
que pule y remacha su obra maestra, nunca dejaba de operar el milagroso efecto:
descansarlo, reconciliarlo con sus semejantes, rejuvenecerlo, animarlo. Cada
vez salía del cuarto de baño con la sensación de que, a pesar de todo, la vida
valía la pena de vivirse. Por eso, no había dejado de celebrarlo jamás, desde
que —¿hacía cuánto de esto?— tuvo la ocurrencia de ir transformando lo que para
el común de los mortales era una rutina que ejecutaban con inconsciencia de
máquinas —cepillarse los dientes, enjuagarse, etcétera— en un quehacer refinado
que, aunque fuera por un tiempo fugaz, hacía de él un ser perfecto.
De joven había sido militante
entusiasta de Acción Católica y soñado con cambiar el mundo. Pronto comprendió
que, como todos los ideales colectivos, aquél era un sueño imposible, condenado
al fracaso. Su espíritu práctico lo indujo a no malgastar el tiempo librando
batallas que tarde o temprano iba a perder. Entonces, conjeturó que el ideal de
perfección acaso era posible para el individuo aislado, constreñido a una
esfera limitada en el espacio (el aseo o santidad corporal, por ejemplo, o la
práctica erótica) y en el tiempo (las abluciones y esparcimientos nocturnos de
antes de dormir).
Se quitó la bata, la colgó detrás de
la puerta y, desnudo, sólo con las zapatillas puestas, fue a sentarse en el
excusado, al que separaba del resto del baño un biombo laqueado con unas
figurillas danzantes de color celeste. Su estómago era un reloj suizo:
disciplinado y puntual se vaciaba siempre a estas horas, totalmente y sin
esfuerzo, como dichoso de desembarazarse de las pólizas y rémoras del día.
Desde que, en la más secreta decisión de su vida —tanto que probablemente ni
Lucrecia llegaría a conocerla a cabalidad— decidió, por un breve fragmento de
cada jornada, ser perfecto, y elaboró esta ceremonia, no había vuelto a
experimentar los asfixiantes estreñimientos ni las desmoralizadoras diarreas.
Don Rigoberto entrecerró los ojos y
pujó, débilmente. No hacía falta más: sintió al instante el cosquilleo
bienhechor en el recto y la sensación de que, allí adentro, en las oquedades
del bajo vientre, algo sumiso se disponía a partir y enrumbaba ya por aquella
puerta de salida que, para facilitarle el paso, se ensanchaba. Por su parte, el
ano había empezado a dilatarse, con antelación, preparándose a rematar la
expulsión del expulsado, para luego cerrarse y enfurruñarse, con sus mil
arruguitas, como burlándose: «Te fuiste, cachafaz, y nunca más volverás».
Don Rigoberto sonrió, contento.
«Cagar, defecar, excretar, ¿sinónimos de gozar?», pensó. Sí, por qué no. A
condición de hacerlo despacio y concentrado, degustando la tarea, sin el menor
apresuramiento, demorándose, imprimiendo a los músculos del intestino un
estremecimiento suave y sostenido. No había que ir empujando sino guiando,
acompañando, escoltando graciosamente el desliz de los óbolos hacia la puerta
de salida. Don Rigoberto volvió a suspirar, los cinco sentidos absortos en lo
que ocurría dentro de su cuerpo. Casi podía ver el espectáculo: aquellas
expansiones y retracciones, esos jugos y masas en acción, todos ellos en la
tibia tiniebla corporal y en un silencio que de cuando en cuando interrumpían
asordinadas gárgaras o el alegre vientecillo de un cuesco. Oyó, por fin, el
discreto chapaleo con que el primer óbolo desinvitado de sus entrañas se
sumergía —¿flotaba, se hundía?— en el agua del fondo de la taza. Caerían tres o
cuatro más. Ocho era su marca olímpica, resultado de algún almuerzo exagerado,
con homicidas mezclas de grasas, harinas, almidones y féculas rociadas de vinos
y alcoholes. Habitualmente desalojaba cinco óbolos; partido el quinto, luego de
unos segundos de espera para dar a músculos, intestinos, ano, recto, el tiempo
debido a fin de que recobraran sus posiciones ortodoxas, lo invadía ese íntimo
regocijo del deber cumplido y la meta alcanzada, la misma sensación de limpieza
espiritual que lo poseía de niño, en el colegio de La Recoleta, después de
confesar sus pecados y cumplir la penitencia que le imponía el padre confesor.
«Pero limpiar el vientre es mucho
menos incierto que limpiar el alma», pensó. Su estómago estaba limpio ahora, no
cabía duda. Entreabrió las piernas, agachó la cabeza y espió: esos volúmenes
cilíndricos y parduzcos, semiahogados en la taza de loza verde, lo probaban.
¿Qué confesado podía, como él ahora, ver y (si lo deseaba) palpar las
inmundicias pestilentes que el arrepentimiento, la confesión, la penitencia y
la misericordia de Dios retiraban del alma? Cuando era creyente practicante
—ahora sólo era lo primero— nunca lo abandonó la sospecha de que, pese a la
confesión, no importa cuán prolija fuera, algo de suciedad quedaba colado a las
paredes del alma, algunas manchitas rebeldes y tenaces que la penitencia no
conseguía deshacer.
Era, por lo demás, una sensación que
tenía a veces, aunque más menguada y sin angustia, desde que leyó en una
revista cómo purificaban sus intestinos los jóvenes novicios de un monasterio
budista en la India. La operación constaba de tres ejercicios gimnásticos, una
cuerda y un bacín para las deposiciones. Tenía la simplicidad y claridad de los
objetos y los actos perfectos, como el círculo y el coito. El autor del texto,
un profesor belga de yoga, había practicado con ellos durante cuarenta días
para dominar la técnica. La descripción de los tres ejercicios mediante los
cuales los novicios precipitaban la evacuación no era, sin embargo, lo bastante
clara como para figurársela de manera integral e imitarla. El profesor de yoga
aseguraba que mediante aquellas tres flexiones, torsiones y giros el estómago desleía
todas las impurezas y sobrantes de la dieta (vegetariana) a que estaban
sometidos los novicios. Cumplida esa primera etapa de purificación de los
vientres, los jóvenes —con cierta melancolía, don Rigoberto imaginó sus cráneos
rapados y sus austeros cuerpecillos cubiertos por una túnica color azafrán o
acaso nieve— procedían a asumir la postura adecuada: blandos, ladeados, las
piernas ligeramente separadas y la planta de los pies bien asentada en el suelo
para no moverse un solo milímetro mientras su cuerpo —ofidio que deglute
lentamente el interminable gusanillo— absorbía, por contracciones
peristálticas, aquella cuerda que, plegándose y desplegándose y avanzando
calmosa e inexorablemente por el húmedo laberinto intestinal, empujaría de
manera irresistible todas aquellas sobras, remanentes, adherencias, minucias y
excrecencias que los óbolos emigrantes dejaban atrás.
«Se purifican como quien baquetea un
fusil», pensó, una vez más lleno de envidia. Imaginó la cabecita sucia del
cordel retornando al mundo por el quevedesco ojillo del trasero, después de
haber recorrido y limpiado todas esas interioridades tortuosas y oscuras, y lo
vio salir y caer en el bacín como una serpentina ajada. Allí quedaría,
inservible, con las últimas impurezas que desalojó su presencia, pronto para la
pira. ¡Qué bien debían sentirse aquellos jóvenes! ¡Qué ligeros! ¡Qué impolutos!
Nunca podría imitarlos, en aquella experiencia por lo menos.
Pero don Rigoberto estaba seguro de
que, si ellos lo rezagaban en la técnica de esterilizar los intestinos, en todo
lo demás su ritual del aseo era infinitamente más escrupuloso y técnico que el
de aquellos exóticos.
Dio un pujo final, discreto e
insonoro, por si tal vez. ¿Sería cierta aquella anécdota según la cual el
erudito bibliógrafo don Marcelino Menéndez y Pelayo, que padecía de
constipación crónica, pasó buena parte de su vida, en su casa de Santander,
sentado en el excusado, pujando? A don Rigoberto le habían asegurado que en la
casa-museo del célebre historiador, poeta y crítico, el turista podía
contemplar el escritorio portátil que aquél se mandó construir para no
interrumpir sus investigaciones y caligrafías mientras luchaba contra el avaro
vientre empeñado en no desprenderse de la mugre fecal depositada allí por los
copiosos y recios yantares españoles. A don Rigoberto lo emocionaba imaginarse
al robusto intelectual, de frente tan despejada y creencias religiosas tan
firmes, encogido en su inodoro particular, arropado tal vez con una gruesa
manta a cuadros sobre las rodillas para resistir el helado fresco de la
montaña, pujando y pujando a lo largo de las horas, a la vez que, impertérrito,
proseguía escarbando los viejos infolios y los polvorientos incunables de la
historia de España en pos de heterodoxias, impiedades, cismas, blasfemias y
extravagancias doctrinales que catalogar.
Se limpió con cuatro cuadradillos
doblados de papel higiénico e hizo correr el agua. Fue a sentarse al bidé, lo
llenó con agua tibia y muy minuciosamente se jabonó el ano, el falo, los
testículos, el pubis, la entrepierna y las nalgas. Luego se enjuagó y se secó
con una toalla limpia.
Hoy era martes, día de pies. Tenía la
semana distribuida en órganos y miembros: lunes, manos; miércoles, orejas;
jueves, nariz; viernes, cabellos; sábado ojos y, domingo, piel. Era el elemento
variable del nocturno ritual, lo que le confería un aire cambiante y
reformista. Concentrarse cada noche en una región de su cuerpo le permitía
cumplir más obsequiosamente con su aseo y preservación; y, asimismo, conocerla
y quererla más. Dueño cada órgano y sector por un día de sus afanes, quedaba
garantizada la perfecta equidad en el cuidado del conjunto: no había
favoritismos, postergaciones, nada de odiosas jerarquías en el trato y
consideración de la parte y del todo. Pensó: «Mi cuerpo es aquel imposible: la
sociedad igualitaria».
Llenó el lavador de agua tibia y,
sentado en la tapa del excusado, remojó sus pies un buen rato para que sus
talones, plantas, dedos, tobillos y empeines se deshincharan y ablandaran. No
tenía juanetes ni pies planos, aunque, sí, el empeine excesivamente levantado.
¡Bah!, era una deformación menor, imperceptible para quien no los sometiera a
un examen clínico. En cuanto a tamaño, proporción, forma de dedos y uñas,
nomenclatura y orografía de los huesos, todo parecía pasablemente normal. El
peligro eran las durezas y los callos que, de vez en cuando, intentaban
afearlos. Pero él sabía cortar el mal de raíz, siempre a tiempo.
Tenía la piedra pómez preparada.
Comenzó por el izquierdo. Allí, en el borde del talón, donde el roce con el
zapato era mayor ya había comenzado a insinuarse una forma adventicia, callosa,
que a la yema de los dedos hacía el efecto de una pared sin enlucir. Pasando y
repasando sobre ella la piedra pómez la fue reduciendo hasta desaparecerla. Con
alegría, sintió de nuevo que aquel borde había recobrado el pulimento y la
tersura del contorno. Aunque sus dedos no detectaron otra dureza ni callo en
ciernes, previsoramente cepilló con la piedra pómez las dos plantas y los
empeines y hasta los diez dedos de los pies.
Después, con la tijera y la lima ya
preparadas, se dispuso a cortarse las uñas y a limarlas, placer gratísimo.
Allí, el peligro que se trataba de conjurar era el uñero. Él tenía un método
infalible, resultado de su paciente observación y de su imaginación práctica:
cortar la uña en forma de medialuna, dejando a los extremos dos cuernecillos
intactos que, gracias a su forma, sobresaldrían de la carne sin incrustarse
nunca en ella. Estas uñas sarracenas, por lo demás, podían, gracias a su conformación
selenita en cuarto menguante, limpiarse mejor: la punta de la lima penetraba
fácilmente en esa suerte de trinchera o alvéolo entre la uña y la carne donde
podía acumularse el polvo, apelmazarse el sudor, refugiarse alguna escoria.
Cuando terminó de recortar, limpiarse y limarse las uñas, escarbó las cutículas
con prolijidad hasta dejarlas indemnes de esas presencias misteriosas,
blanquecinas, cristalizadas en aquellos repliegues pedestres a causa de los
roces, la falta de ventilación y el sudor.
Terminada su tarea, contempló y palpó
sus pies con afectuosa satisfacción. Arrojó al excusado las cutículas y
suciedades que había recogido en un pedazo de papel higiénico y tiró de la
cadena. Después, se jabonó y enjuagó los pies con mucho esmero. Y luego de
secárselos, los espolvoreó con un talco semi invisible que despedía un olor
leve y viril, a heliotropo de amanecer.
Le restaba aún completar las tareas
invariables del rito: boca y axilas. Aunque se concentraba en ellas con sus
cinco sentidos, tomándose todo el tiempo debido para asegurar el éxito de la
operación, dominaba de tal modo el ritual que su atención podía escindirse y
parcialmente consagrarse, también, a un principio de estética, uno distinto
cada día de la semana, uno extraído de aquel manual, tabla o mandamientos
elaborados por él mismo, también secretamente, en estos enclaves nocturnos que,
bajo la coartada del aseo, constituían su religión particular y su personal
manera de materializar la utopía.
Mientras disponía sobre la plancha de
mármol ocre, veteado de blanco, los ingredientes del ofertorio bucal —vaso
lleno de agua, hilo dental, pasta dentífrica, escobilla— eligió uno de los
postulados de los que estaba más seguro, un principio sobre el que, una vez
formulado, no había dudado jamás: «Todo lo que brilla es feo y, principalmente,
los hombres brillantes». Se llenó la boca con un trago de agua y se la enjuagó
vigorosamente, viendo en el espejo cómo se hinchaban sus carrillos, mientras él
seguía enjuagándose para desprender los residuos más sueltos, aposentados en
las encías o colgando superficialmente entre los dientes. «Hay ciudades
brillantes, cuadros y poemas brillantes, fiestas, paisajes, negocios y
disertaciones brillantes», pensó. Debían ser evitados como la moneda feble
aunque esté impresa con muchos colorines o esas bebidas tropicales para
turistas, adornadas con frutas y banderines y azucaradas al jarabe.
Ya tenía, sujeto entre el pulgar y el
índice de cada mano, un pedazo de veinte centímetros de hilo dental. Comenzó
como siempre por las piezas superiores, de derecha a izquierda y luego de
izquierda a derecha, teniendo a los incisivos como punto de arranque.
Introducía el hilo en el angosto intersticio y levantaba con él los bordes de
la encía, que era donde se incrustaban siempre las odiosas miguitas de pan, las
hebrillas de carne, los filamentos vegetales, las fibras y hollejos de la
fruta. Con exaltación infantil veía asomar a esas presencias espurias,
erradicadas por el hilo y sus diestras acrobacias. Los escupía al lavador y los
veía escurrirse y desaparecer en el desagüe, arrastrados en el remolino formado
por la pequeña tromba de agua vertida por el caño. Mientras, pensaba: «Hay
cabelleras brillantes que coronan cerebros opacos o los vuelven así. La palabra
más fea del castellano es brillantina». Al terminar de escarbar la hilera
superior se enjuagó de nuevo la boca y limpió el hilo en el chorro del caño.
Luego, con el mismo brío e idéntico profesionalismo emprendió la limpieza de
los dientes y muelas del piso inferior. «Hay conversaciones brillantes, músicas
brillantes, enfermedades brillantes como la alergia al polen, la gota, las
depresiones y el stress. Hay, por supuesto, brillantes brillantes». Se enjuagó
una vez más y arrojó el pedazo de hilo dental al cesto de la basura.
Ahora sí podía cepillarse los dientes
con pasta dentífrica. Lo hizo, moviendo la escobilla de arriba abajo, despacio
y presionando a fin de que las cerdas —naturales, nunca de plástico— penetraran
en la intimidad de aquellas ranuras óseas en busca de los residuos de comida
que habían sobrevivido a la labor de zapa del hilo dental. Cepilló primero la
cara posterior y después la anterior. Cuando se enjuagó por última vez, sintió
en su boca esa agradable sensación a menta y limón, tan refrescante y juvenil,
como si de pronto en aquella cavidad enmarcada por las encías y el paladar
alguien hubiera accionado un ventilador, encendido el aire acondicionado y sus
dientes y muelas hubieran dejado de ser esos huesos duros e insensibles y se
hubieran impregnado de una sensibilidad de labios. «Mis dientes brillan»,
pensó, con cierta angustia. «Bueno, puede ser tal vez la excepción que confirma
la regla». «Hay», pensó, «plantas brillantes como la rosa. Y animales
brillantes como el gato de Angora».
Súbitamente imaginó a doña Lucrecia
desnuda, jugueteando con una docena de gatitos de Angora que se frotaban contra
todos los recodos de su hermoso cuerpo, maullando, y, temeroso de experimentar
una prematura erección, se apresuró a lavarse las axilas. Lo hacía varias veces
al día: en la mañana, al ducharse, y, en el cuarto de baño de la compañía de
seguros, al mediodía, antes de salir a almorzar. Pero era sólo ahora, en el
rito de las noches, cuando lo hacía a conciencia y disfrutando, ni más ni menos
que si se tratase de un placer prohibido. Se enjuagó primero los dos sobacos
con agua tibia y también los brazos, friccionándolos con fuerza para activar la
circulación. Luego, llenó el lavador de agua caliente en la que deslió un poco
de jabón perfumado hasta ver la líquida superficie alborotarse de espuma.
Hundió cada uno de los brazos en la acariciadora temperatura y se restregó los
sobacos con paciencia y cariño, desenredando y enredando sus guedejas pardas en
el agua jabonosa. Mientras, su menté proseguía: «Hay perfumes brillantes como
el de la rosa y el alcanfor». Finalmente se secó y engalanó sus axilas con una
colonia de aliento muy ligero, que sugería el olor de la piel mojada por el mar
o el de una brisa marina que hubiera pasado, contaminándose, por invernaderos
de flores.
«Soy perfecto», pensó, mirándose en
el espejo, oliéndose. No había en su pensamiento ni pizca de vanidad. Este
cuidado tan laborioso de su cuerpo no tenía por objeto volverlo más apuesto o
menos feo, coqueterías que de algún modo rendían culto —las más de las veces
inconscientemente— al desdeñado ideal gregario —¿no se era siempre «hermoso»
para los demás?—, sino hacerle sentir que, de este modo, atajaba en algo la
cruenta zapa del tiempo, que así contenía o demoraba el fatídico deterioro
impuesto por la ruin Naturaleza a lo existente. La sensación de librar este
combate hacía bien a su alma. Pero, además, desde que se había casado, y sin
que Lucrecia lo supiera, también combatía contra la decadencia de su cuerpo en
nombre de su esposa. «Como el Amadís por Oriana», pensó. Pensó: «Por ti y para
ti, mi amor».
La perspectiva de, una vez que
apagase la luz y saliera del cuarto de baño, encontrar en el lecho a su mujer,
esperándolo en una semimodorra sensual, todas sus turgencias alertas y prontas
a ser despertadas por sus caricias, lo escarapeló de la cabeza a los pies. «Has
cumplido cuarenta y nunca has sido más bella», murmuró, avanzando hacia la
puerta. «Te amo, Lucrecia».
Un segundo antes de que el cuarto de
baño quedara a oscuras, advirtió en uno de los espejos del tocador que sus
emociones y devaneos habían trocado ya su humanidad en una silueta beligerante,
en un perfil que tenía algo del animal maravilloso de las mitologías
medievales: el unicornio.
en Obra
reunida. Narrativa breve, 2007
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