Vi a mi exmarido en la calle. Estaba
sentada en las escaleras de la nueva biblioteca.
Hola, mi vida, dije. Habíamos estado
casados veintisiete años, así que me sentía justificada.
Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía
desde luego que no.
Y yo, Bueno. No discuto cuando hay
verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía.
La bibliotecaria dijo que treinta y
dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada.
Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con
frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos calles.
Mi exmarido me siguió a la sección de
devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir.
En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de
nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram.
Es posible, dije. Pero, en realidad,
si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron
los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego
empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón.
Debería haberles invitado a cenar.
Entregué a la bibliotecaria un cheque
de treinta y dos dólares. Confió plenamente en mí, se echó a la espalda mi
pasado, dejó limpio mi expediente, que es exactamente lo que jamás harán las
otras burocracias municipales y/o estatales.
Pedí prestados de nuevo los dos
libros de Edith Wharton que acababa de devolver, porque hacía mucho tiempo que
los había leído y ahora son más oportunos que nunca. Los libros eran The House of Mirth y The Children, que trata de cómo cambió
la vida de Estados Unidos en Nueva York en veintisiete años, hace cincuenta.
Una cosa agradable que recuerdo muy bien
es el desayuno, dijo mi exmarido. Me sorprendió. Nunca tomábamos más que café.
Luego recordé que había un agujero en la pared del armario de la cocina que
daba al apartamento contiguo. Allí siempre tomaban tocino ahumado, curado con azúcar.
Daba una sensación majestuosa a nuestro desayuno, aunque nosotros nunca
llegáramos a quedar satisfechos.
Eso fue cuando éramos pobres, dije.
¿Es que alguna vez fuimos ricos?,
preguntó.
Bueno, con el paso del tiempo, a
medida que nuestras responsabilidades aumentaron, ya no pasamos necesidades ni
apuros. Tú lograste resolver los problemas económicos, le recordé. Los niños
iban de campamentos cuatro semanas al año y llevaban ponchos decentes, con
sacos de dormir y botas, como todos los demás. Tenían un aspecto espléndido.
Nuestra casa estaba temperada en invierno, teníamos unos cojines rojos muy
lindos, y muchas otras cosas.
Yo quería un barco de vela, dijo.
Pero tú no querías nada.
No te mortifiques, dije. Nunca es
demasiado tarde.
¡No!, dijo con gran amargura. Puedo
conseguir un barco de vela. La verdad es que tengo el dinero suficiente para un
velero. Me ha ido muy bien este año, y creo que será aún mejor. En cuanto a ti,
es demasiado tarde. Tú nunca desearás nada.
A lo largo de aquellos veintisiete
años mi exmarido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que,
como el desatascador del gásfiter, se abrieran paso oído abajo, bajaran por la
garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con
aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que
me senté en las escaleras de la biblioteca y él se fue.
Eché un vistazo a The House of Mirth, pero perdí interés.
Me sentía sumamente acusada. Qué le vamos a hacer, es verdad, ando escasa de
deseos y de necesidades absolutas. Pero la verdad es que hay cosas que quiero.
Quiero, por ejemplo, ser una persona
distinta. Quiero ser la mujer que devuelve esos dos libros en dos semanas.
Quiero ser la ciudadana eficaz que cambia el sistema escolar y comunica al
Comité de Presupuestos los problemas de este querido centro urbano.
Había prometido a mis hijos poner fin
a las guerras antes de que fueran mayores.
Hubiera querido estar casada para
siempre con la misma persona, ya fuera mi exmarido, o mi marido actual.
Cualquiera de los dos tiene suficiente personalidad para llenar una vida, lo
cual, si bien se mira, tampoco es tanto tiempo. En una vida breve no puedes
agotar las cualidades del hombre ni meterte debajo de la roca de sus
argumentos.
Esta mañana, precisamente, me asomé a
la ventana para mirar un rato la calle y vi que los pequeños sicomoros que el
ayuntamiento había plantado soñadoramente un par de años antes de que nacieran
los niños, habían llegado a su plenitud.
¡Bueno! Decidí devolver aquellos dos libros
a la biblioteca. Lo cual demuestra que, cuando surge una persona o un
acontecimiento que me conmueve o me hace darme cuenta de mi propia valía, soy
capaz de obrar de la manera adecuada, aunque sea más conocida por mis
comentarios afables.
en Enormes
cambios en el último minuto, 1974
No hay comentarios.:
Publicar un comentario