Unos días antes de Navidad mi padre me llevó
a esquiar a Mount Baker. Tuvo que luchar por el privilegio de mi compañía, pues
mi madre estaba todavía enfadada con él porque en su última visita me había
colado en un club nocturno para ver a Thelonious Monk.
No cejó en su empeño. Prometió, llevándose
la mano al corazón, que me cuidaría y que me traería de vuelta para la cena de
Nochebuena, y ella se ablandó. Pero la mañana de Nochebuena, cuando estábamos a
punto de dejar el hotel empezó a nevar y él observó en aquella nieve una
extraña cualidad que hacía totalmente necesario que subiéramos una vez más.
Subimos varias veces más. No hacía caso de mis quejas. Una ventisca feroz nos
envolvía, cegándonos, silbando como la arena, pero nosotros seguimos esquiando.
Subíamos en el andarivel cuando mi padre, mirando la hora, dijo:
—¡Cristo! Ahora sí que tenemos que darnos
prisa.
Para entonces yo ya no distinguía la pista.
No valía la pena intentarlo. Me pegué a él como si fuéramos una sola persona,
hice todo lo que él hacía y conseguí llegar abajo sin despeñarme por un
barranco. Devolvimos los esquíes y mi padre puso las cadenas al Austin-Healy,
mientras yo saltaba de un pie al otro, me frotaba un guante con otro y deseaba
estar ya de vuelta en casa. Lo veía todo. El mantel verde, los platos con el
decorado navideño de acebo, las velas rojas esperando ser encendidas.
Al salir pasamos por delante de la cafetería
de la estación.
—¿Quieres algo calentito? —me preguntó mi
padre. Y yo asentí con la cabeza.
—Bueno, no te preocupes —dijo—. Te voy a
llevar a tiempo. ¿De acuerdo, jefe?
Se suponía que yo debía responder: «De
acuerdo, jefe», pero no dije nada.
Un guardia nos hizo una seña para que
paráramos cuando salíamos de la estación de esquí. Había un par de vallas
bloqueando la carretera. El policía se acercó a nuestro auto y asomó la cabeza
por la ventanilla de mi padre. Estaba pálido de frío. Tenía nieve en las cejas
y en el ribete de piel de la chaqueta y de la gorra.
—No me diga que… —dijo mi padre.
Pero el guardia le dijo. La carretera estaba
cerrada. Podía que la limpiaran o podía que no. La tormenta había sorprendido a
todo el mundo. Había sido muy rápida. No era fácil que la gente se pusiera a
trabajar inmediatamente. Era Nochebuena. Ya se sabe...
Mi padre dijo:
—Mire. Me está hablando de catorce o quince
centímetros de nieve. He ido con este auto por carreteras en mucho peor estado
que eso.
El guardia irguió la espalda. No se le veía
la cara, pero lo oí.
—La carretera está cerrada.
Mi padre no apartó las manos del volante,
acariciándolo con los pulgares. Se quedó mirando las vallas durante un buen
rato. Parecía que estuviera intentando saber en qué consistían. Luego dio las
gracias al guardia y haciendo una timorata demostración de prudencia, bastante
extraña en él, giró el auto.
—Tu madre no me lo perdonará nunca —dijo.
—Debiéramos haber salido antes —dije. Y
añadí—: Jefe.
No volvió a dirigirme la palabra hasta que
no estuvimos acomodados en la cafetería esperando que nos trajeran las
hamburguesas.
—No me lo perdonará —dijo—. ¿Comprendes?
Nunca.
—Supongo —respondí, aunque no había mucho
que suponer; ella nunca se lo perdonaría.
—No puedo dejar que suceda —inclinó el
cuerpo hacia mí—. ¿Sabes lo que me gustaría? Me gustaría que volviéramos a
estar juntos. ¿A ti te gustaría?
—Sí.
Acercó los nudillos a mi barbilla y la alzó.
—Eso es lo que quería oír.
Cuando terminamos de comer, se dirigió al
teléfono público, que estaba en la parte trasera de la cafetería, y luego
volvió a la mesa. Me imaginé que habría llamado a mi madre, pero no me informó.
Bebió unos sorbos de café con la vista fija en la carretera desierta, al otro
lado de la cristalera de la cafetería. «Bueno, hombre...», dijo entre dientes,
pero no me hablaba a mí. Un poco después volvió a decir lo mismo. Cuando pasó
el auto del guardia, con las luces intermitentes encendidas, se levantó y puso
algo de dinero encima de la cuenta.
—Está bien, larguémonos.
Había parado el viento. La nieve caía
perpendicular, más lenta, menos tupida. Nos alejamos de los edificios de la
estación, en dirección a las vallas que bloqueaban la carretera.
—Apártalas —dijo mi padre.
Cuando lo quedé mirando, dijo:
—¿Qué esperas?
Me bajé del auto y empujé a un lado una de
las vallas y luego, cuando él pasó, volví a ponerla donde estaba. Me abrió la
puerta del auto.
—Ahora eres cómplice —dijo—. Bajemos juntos
—metió la marcha y me miró—. No estoy bromeando, hijo.
Durante un buen trecho, al principio, fui
mirando atrás para ver si el guardia nos seguía. Las vallas desaparecieron de
mi vista. Y entonces solo quedó la nieve: nieve en la carretera, nieve
despedida por las cadenas del auto, nieve en los árboles, nieve en el cielo; y
nuestras huellas en la nieve. Cuando volví la cabeza al frente, me quedé
espantado. Nuestras propias huellas habían ido marcando el trazado de la
carretera detrás de nosotros, pero no había huellas que seguir por delante. Mi
padre conducía sobre nieve virgen entre dos hileras de árboles. Iba
canturreando Stars Fellon Alabama. Me
daba la sensación de que la nieve rozaba el suelo del auto, bajo mis pies. Metí
las manos entre las rodillas para que no me temblaran.
Mi padre murmuró algo para sí, pensativo, y
dijo:
—Esto no debes hacerlo nunca.
—No lo haré.
—Eso es lo que dices ahora, pero un día
sacarás licencia de conducir y entonces pensarás que puedes hacer cualquier
cosa. Pero la diferencia es que no serás capaz de hacer esto. Para esto se
necesita, no sé, un instinto especial.
—Tal vez lo tenga.
—No, no lo tienes. Tienes tus puntos fuertes,
tus habilidades, pero esta no es una de ellas. Solo lo digo porque no quiero
que te quedes con la idea de que es algo que puede hacer cualquiera. Yo
conduzco especialmente bien. Eso no es una virtud, ¿vale? Y además hay que
reconocerle también el mérito a este cacharro. No hay muchos otros autos con
los que me atrevería a hacer lo mismo. ¡Escucha!
Escuché. Oí el chasquido continuo de las
cadenas, el terco gemir sincopado del limpiaparabrisas, el ronroneo del motor.
Ronroneaba realmente. Aquel cacharro era casi nuevo. Mi padre no podía
permitírselo y no dejaba de prometer que iba a venderlo, pero ahí estaba
todavía.
—¿Adónde crees que se habrá ido el guardia?
—dije.
—¿Tienes frío?
Alargó la mano y subió la calefacción. Luego
apagó el limpiaparabrisas. Ya no lo necesitábamos. El cielo se había aclarado.
El propio auto apartaba los escasos copos sueltos que aún revoloteaban como
plumas diminutas. Dejamos los árboles y entramos en una extensa zona cubierta
de nieve que estaba al mismo nivel que la carretera y luego bajaba bruscamente.
A intervalos aparecían a derecha e izquierda unos postes de color naranja, por
los que se guiaba mi padre, aunque estaban lo bastante separados para que yo no
pudiera estar del todo seguro de por dónde iba exactamente la carretera. Mi
padre volvía a canturrear, improvisando variaciones sobre la melodía.
—Pues, ¿cuáles son entonces mis puntos
fuertes?
—Si empiezo, nos llevará todo el día
—respondió.
—Bueno, dime uno solo.
—Fácil. Eres previsor.
Era verdad. Siempre preveía lo que pudiera
pasar. Era uno de esos chicos que guardaba la ropa en perchas numeradas para
estar seguro de ponérmela toda por igual. Siempre les estaba dando la lata a
mis profesores para que me dieran las tareas por adelantado, a fin de poder
planificarme con tiempo. Era previsor, por eso sabía que habría otros guardias
esperándonos al final de la carretera, si llegábamos. Lo que no sabía era que
mi padre les suplicaría, los engatusaría —no llegaría a cantarles Adeste fideles, pero casi—, para que lo
dejaran pasar, y me llevaría a casa a la hora acordada, ganando así un poco más
de tiempo antes de que mi madre decidiera romper definitivamente. Sabía que nos
atraparían; estaba resignado. Y tal vez por eso olvidé mi agobio y empecé a
divertirme.
¿Por qué no? Esta sí que era de cine. Como
en una lancha, solo que mejor. En una lancha no te lanzas por una pendiente. Y
la teníamos toda para nosotros. Y no se acababa nunca: los árboles cargados de
nieve, la lisa superficie de nieve, las súbitas panorámicas blancas. Aquí y
allá veía signos de la carretera: un trozo de cuneta, un vallado, un poste,
pero no tantos que me sirvieran para orientarme. Pero tampoco tenía que
hacerlo. Mi padre conducía. Mi padre: cuarenta y ocho años, despeinado, amable,
carente de honor, resplandeciente de seguridad. Conducía maravillosamente.
Persuadía sin forzar. Qué sutileza con el volante; qué tacto en los pedales. En
realidad confiaba en él. Y lo mejor todavía no había llegado: las curvas, una
tras otra, cada cual más cerrada, imposibles de describir. Salvo, tal vez, de
esta manera: solo quien ha conducido sobre polvo de nieve sabe lo que es
conducir.
en La noche en cuestión, 1997
Fotografía original de Mark Coggins
2 comentarios:
Me gustaría saber quién tomo la fotografía que ilustra esta publicación.
Saludos
En vista de que no obtengo respuesta, os lo dire yo mismo: la foto es mía. Ya no se trata de levantar la foto sin más y cagarse en los derechos comerciales, no sé cómo no les da vergüenza cagarse en los derechos de autor y ni siquiera mencionar la fuente. Sorprendente.
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