En el medio de la habitación había una lámpara,
adentro de su estómago de vidrio templado
se combustionaba una camisa,
para ofrecernos la lumbre,
en la que habríamos de crecer para siempre,
la electricidad,
era un lujo reservado sólo para las ciudades,
nosotros nos conformábamos con eso,
y con unos cuantos candelabros,
cubiertos de velas consumidas.
Somos niños,
es invierno como de costumbre,
las sombras que se nos depositan alrededor de los ojos,
le dan un aspecto macabro a nuestro asombro infantil,
mi padre tiene cinco nombres,
el de mi madre es fatal,
deben ser claras advertencias de lo que avecina,
pero somos niños,
y ni siquiera conocemos las ampolletas,
no tenemos cómo imaginar lo que nos espera.
Mi hermana, la mayor, se llama Magdalena,
y desde que nació,
no ha parado de llorar,
mi hermano se electrocuta y se le quema la ropa,
con los faroles que crecen desmesuradamente
en el barbecho de su patio,
mi hermana, la menor, ya no está,
y quizás de alguna manera, nunca estuvo,
mientras que yo,
todas las noches, sin falta,
arrullo a los hijos que nunca tuvo, antes de dormir, les cuento
historias
sobre cómo era el mundo cuando ella estaba en él,
porque el que vino después, no vale la pena.
en Beatriz,
2017
Editorial Signo
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