En la habitación grande, la que tiene una biblioteca, una chimenea de fierro negro y una alfombra oriental, hay dos mujeres, un hombre, y un lobero irlandés. Son cuatro y a sus pies, y patas, hay un cadáver fresco, tendido, bocabajo sobre la alfombra. No sangra, no hay herida visible. Rodean al muerto, las miradas esquinadas. Nadie se mueve de ahí. Hay culpa. Uno de los cuatro sabe, quizá la anciana fibrosa, o el costurero chino, o la joven andrógina o el perro irlandés. La habitación tiene un cielo abovedado, un ventanal amplio que da a la calle, los vidrios están divididos en paneles, entra una luz agradable, da la sensación de que afuera está fresco, rayos solares dejan ver las partículas de polvo que flotan en el aire de la habitación, brillan y danzan lentas, las cosas están quietas, tranquilas y silentes. El piso es de parquet, tablas largas y oscuras, algunas sueltas, pero no suenan, solo se nota al pisarlas y sentir cómo se hunden un poco bajo el peso del pie. Sobre ellas descansa la alfombra oriental de tintes dorados y rojos, la sección que está cerca de la ventana está desteñida, pálida, tiene su propio encanto. En esta parte desteñida se configura el muerto, su pose pareciera no ser natural, las extremidades dobladas como de muerto calcado en tiza.
Fiordo, Buenos Aires, 2019
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