En el viejo estadio nacional José Díaz -ahora ampliado y modernizado- viví de niño y luego de de muchacho horas inolvidables. Con mi hermano vimos desfilar por la grama pelada de la cancha a los más renombrados clubes de fútbol de Argentina, Brasil y Uruguay. Y también del Perú, hay que decirlo, pues entonces teníamos grandes jugadores y equipos que realizaron hazañas memorables. En las olimpiadas de Berlín del 36, para poner un ejemplo, estuvimos a punto de campeonar luego de vencer a Austria por 4 a 2. Pero a Hitler no le gustó la cosa: que negros y zambos de un país como el Perú derrotaran a rubios teutones era para él no sólo un traspié deportivo, sino un revés ideológico. La FIFA, presionada por el Führer, ordenó que se anulara el partido alegando que la cancha tenía no sé cuántos metros más o menos de largo. Nos retiramos de las Olimpiadas, con lo que salvamos nuestra dignidad, pero perdimos el campeonato.
En esa época, cuando venía un equipo extranjero, había que ir al estadio a las diez de la mañana, si uno quería encontrar sitio en las tribunas populares. El partido de fondo era a las cuatro de la tarde, de modo que para que el público no se aburriera se jugaban antes unos diez o doce partidos preliminares: calichines, infantiles, juveniles, equipos de barrio o clubes de segunda y tercera división. Todo ello bajo un sol de plomo, pues las temporadas internacionales eran en pleno verano. Los espectadores tenían que ponerse viseras o fabricarse gorros con papel periódico. Y la mayoría de ellos llevar su almuerzo en bolsas o paquetes, si no querían desfallecer de hambre a mitad de la tarde. Las tribunas se convertían así no sólo en una galería atestada de hinchas sino en un gran comedor público o pícnic distribuido en las graderías. Y en un tráfico de vendedores ambulantes, pues siempre faltaba algo que comer o que beber o que fumar y entonces entraban a tallar los mercachifles que se deslizaban por las gradas ofreciendo empanadas, butifarras, anticuchos, cigarrillos al menudeo y botellas de cerveza y gaseosas. Cuando el partido estaba que ardía, se deslizaban agachados, casi reptando, pues de lo contrario eran blanco de insultos y proyectiles, si no eran simplemente echados a empujones por encima de las cabezas de los espectadores hasta aterrizar al borde de la cancha.
Un detalle
para completar el ambiente de las tribunas populares de entonces: la de
«segunda», a la que íbamos mi hermano y yo, era de cemento hasta las diez
primeras gradas y de madera hasta la parte más alta. No había en ellas baños ni
retretes. Después de horas de ver fútbol y de beber, el público quería orinar.
No quedaba más remedio que subir hasta la última grada y mear por encima de la
baranda sobre el espacio de tierra situado entre las tribunas y las altas
paredes que cercaban el estadio. Quien en esos momentos se arriesgara a caminar
por ese lugar tenía asegurado su duchazo de orines. Pero lo más frecuente era
que los meones no pudieran subir hasta la última grada porque había mucho
público o porque ya no se aguantaban y entonces buscaban un orificio en las
graderías de madera y adoptando posiciones grotescas metían su pito por allí y
se aliviaban entre las risas y bromas de los hinchas. En esa época no iban
mujeres al estadio. El fútbol era sólo cosa de machos.
El grito
surgió en medio del tenso silencio que reinaba durante el partido entre el
popular club nacional Alianza Lima y el visitante argentino de turno, el San
Lorenzo de Almagro. Los negros del Alianza acababan de empatar a un gol con sus
rivales cuando la voz resonó en lo alto de la tribuna de segunda:
—¡Atiguibas!
Era la primera
vez que escuchábamos ese grito. El público lo recibió con risotadas y el
partido continuó, cada vez más angustioso pues los argentinos amenazaban sin
descanso el arco aliancista. Pero cada cinco o diez minutos volvía a escucharse
el grito:
—¡Atiguibas!
Y el ambiente
se relajaba.
Pronto los
argentinos concretaron su dominio: el corpulento Lángara, centrodelantero vasco
del San Lorenzo, marcó tres goles seguidos, el último de ellos con un cañonazo
desde treinta metros. Ya no había nada que hacer, habíamos perdido. Dejamos las
tribunas con el rabo entre las piernas justo cuando un último «¡Atiguibas!»
resonaba en el estadio y lograba apenas hacernos sonreír.
A partir de
entonces, no hubo match internacional o de campeonato, en el que este grito no
se escuchara en el estadio, estuviese el partido aburrido o apasionante,
fuésemos ganando o perdiendo, despertando siempre hilaridad en el público. ¿Quién
lo lanzaba? Su autor era al parecer inubicuo, alguien que estaba un día en una
tribuna y luego en una diferente. Mi hermano y yo, a fuerza de ir al estadio,
logramos localizar el origen del grito en la parte alta de la tribuna de
segunda y a veces en la tribuna de popular norte, pero no distinguimos al
sujeto que lo lanzaba. La voz era potente, ronca, una voz borrachosa o
negroide. Pero el estadio estaba lleno de borrachosos y negroides. ¿Qué
significaba además esa palabra? Nadie lo sabía. Todos a quienes preguntamos, en
el estadio o fuera de él, decían haberla escuchado pero ignoraban su
significado.
Una tarde al
fin logramos ver al gritón y en circunstancias más bien sombrías. Fue durante
un partido muy esperado en el cual el campeón nacional Universitario de
Deportes —del cual mi hermano y yo éramos hinchas furiosos— recibía al campeón
brasileño São Paulo. Como el uniforme de ambos equipos era blanco,
Universitario por cortesía con el visitante cambió el suyo por una camiseta
verde. Ver salir a nuestro equipo con una camiseta de otro color nos dio mala
espina. Había de por medio además un duelo entre centrodelanteros: Leonidas,
llamado el Diamante Negro brasilero, y Lolo Fernández, el Cañonero peruano.
Apenas sonó el silbato se escuchó un estruendoso «¡Atiguibas!» que puso a todos
de buen humor. Y el buen humor aumentó cuando nuestro equipo abrió el marcador
gracias a un tiro libre de Lolo Fernández. El primer tiempo terminó a nuestra
ventaja, pero al comenzar el segundo el Diamante Negro se destapó. Era un negro
de frente muy despejada, casi calvo y de físico esmirriado, pero diabólicamente
técnico, inteligente y mañoso. En apenas veinte minutos sus jugadas sembraron
la confusión en nuestra defensa y el São Paulo anotó cinco goles seguidos. El
último de éstos fue como un detonador: el público pasó por encima de las
alambradas e invadió la cancha, no se sabía si para agredir a los brasileros o
para linchar a los peruanos. El árbitro dio por terminado el partido y ambos
equipos huyeron hacia los camerinos custodiados por la policía. Fue entonces
cuando sonó un «¡Atiguibas!» lastimero en medio de las graderías que se
despoblaban y pudimos ver en lo alto de la tribuna de segunda, nuestra tribuna,
a un mulato bajo, regordete, de abundante pelo zambo, que hacía bocina con sus
manos y lanzaba un postrero «¡Atiguibas!», justo cuando fanáticos de la mala
entraña hacían fogatas con periódicos, las tribunas de madera empezaban a
flamear y nosotros teníamos que abandonar el estadio a la carrera.
No sólo las
fogatas nos impidieron esa tarde acercarnos al mulato gritón, sino el
abatimiento. Quien no conoce las tristezas deportivas no conoce nada de la
tristeza. Esa vez, como muchas otras veces, salimos del estadio con la muerte
en el alma, desesperados de la vida, sin saber cómo podríamos consolarnos del
fracaso de nuestro equipo. Éramos aún muy chicos para buscar olvido en las
cantinas y por supuesto no lo bastante maduros para encajar filosóficamente una
derrota. No nos quedaba otra cosa que sufrir durante días o semanas, hasta que
el tiempo aplacara nuestro dolor o una victoria de nuestro equipo nos
devolviera la alegría.
Una victoria,
eso tardaría en venir, pero al fin la tuvimos e inolvidable, uno o dos años más
tarde, cuando llegó a Lima precedido por inmensa fama el Racing Club de Buenos
Aires. Acababa de ganar el campeonato argentino, habiéndose mantenido invicto
en los últimos veinte partidos. En su plantel todos eran estrellas, pero sus
figuras más descollantes eran el arquero Rodríguez, el defensa Salomón (un metro
noventa y cinco por cien kilos de peso) y el alero izquierdo Ezra Sued.
Universitario de Deportes, en cambio, había terminado tercero del torneo
nacional y su célebre Cañonero Lolo Fernández, nuestro ídolo, estaba lesionado
y quedaría en el banco de los suplentes.
El partido
comenzó a las cuatro de la tarde, precedido por un estruendoso «¡Atiguibas!»
que resonó esta vez muy cerca de nosotros. El Racing era realmente una máquina
de hacer goles. En apenas diez minutos su centro delantero Rubén Bravo, gracias
a pases milimétricos de Ezra Sued, perforó dos veces la valla de nuestro
equipo. La delantera de Universitario, conducida por el flaco Espinoza, se
estrellaba sin remedio contra el gigante Salomón. En el estadio reinaba un
silencio pavoroso y ni siquiera el zambo gritón, a quien ubicamos ahora pocas
filas más arriba, se atrevía a lanzar su arenga.
Al promediar
el primer tiempo el entrenador de Universitario decidió hacer entrar a Lolo en
reemplazo del flaco Espinoza. Su aparición en el campo, con su redecilla en la
cabeza y un ancho vendaje en el muslo, despertó aplausos atronadores y un
alentador «¡Atiguibas!». Y entonces se produjo el milagro. Lolo Fernández marcó
cinco goles, pero cada uno de ellos fue una obra de arte, un modelo de fuerza,
técnica, coraje y oportunismo. El primero fue un cañonazo de quince metros, al
empalmar a la carrera un centro a media altura que le envió el alero izquierdo.
El segundo una «palomita» entre las piernas de Salomón, impulsado con la
cabeza, casi al ras del suelo, un centro-tiro de su hermano Lolín. El tercero
fue simplemente un golpe de taco, de espalda al arco, aprovechando una bola que
vacilaba en el área de castigo. En la segunda parte del encuentro, Racing de
entrada marcó un gol, con lo que igualó tres a tres y sembró pánico en la
hinchada. Los platenses se volcaron con ardor en el campo de Universitario,
decididos a defender su prestigio de campeón argentino. Pero Lolo estaba en su
tarde gloriosa: aprovechando un tiro de esquina se elevó por encima del gigante
Salomón y envió un cabezazo que rebotó delante del arco y penetró en la valla.
Minutos más tarde, durante un nuevo contraataque, recibió un pase en el centro
del campo, avanzó velozmente con el esférico y sin detenerse envió desde fuera
del área un violento tiro rasante que venció la valla argentina por quinta vez.
El arquero Rodríguez, de pura rabia, se quitó la gorra y la arrojó al suelo.
Fue un signo de claudicación: el Racing, desmoralizado, aceptaba su derrota. En
los minutos finales se limitó a jugar a la chacra para evitar un nuevo gol. El match
terminó en medio de hurras, cantos y chillidos de júbilo y entre éstos el
infalible y sonoro «¡Atiguibas!». Como esta vez el mulatón estaba a nuestro
alcance, mi hermano y yo tratamos de abordarlo para compartir nuestra emoción y
sonsacarle de paso el sentido de su enigmático grito. Pero una turba de hinchas
borrachos que blandían botellas de cerveza lo rodearon y en ruidosos tumultos
se perdieron por una de las oscuras escaleras que descendían hacia las puertas de
salida.
Seguimos yendo
al viejo estadio durante años, más por costumbre que por pasión. Las derrotas
nos hacían aún sufrir y los triunfos gozar, pero con menos intensidad que
antes. Eramos ya mozos, descubríamos el amor, el arte, la bohemia, la ambición,
otros ámbitos donde invertir nuestros sueños y cobrar otra calidad de
recompensa. Íbamos a la segunda en grupo, tomábamos cerveza, llegábamos incluso
a burlarnos piadosamente de nuestros ídolos, Lolo Fernández entre otros, que se
acercaba a la cuarentena y fallaba lamentablemente hasta tiros de penal. Y el
«¡Atiguibas!» seguía resonando, con menos frecuencia que antes, es verdad, pero
seguía resonando, despertando siempre la risa del público y nuestra curiosidad.
Una especie de fatalidad impedía sin embargo que abordásemos la fuente del
grito, el zambo borrachoso, a pesar que lo tuvimos algunas veces tan cerca que
pudimos ver su encrespada melena, su tosca nariz un poco torcida y su cutis más
morado que negro, marcado por cráteres y protuberancias, como un racimo de uvas
borgoña muy manoseado. Gresca, tranca o llegada de la «segundilla» (público al
que se abría las puertas del estadio media hora antes que terminara el partido
y que inundaba las tribunas de segunda) lo sacaron siempre de nuestra órbita.
Es así que terminé por no ir ya más al estadio y luego por abandonar el país
sin haber podido resolver el secreto de este grito.
Muchos años
más tarde, en uno de mis esporádicos viajes al Perú, me aventuré por el Jirón
de la Unión, convertido ya en calle peatonal atestada de ambulantes, cambistas,
vagos y escaperos. Me abría paso difícilmente entre la muchedumbre cuando
divisé en el atrio de La Merced a un pordiosero de pie al lado del pórtico con
la mano extendida. Su rostro me dijo algo: esa nariz asimétrica, esa pelambre
ensortijada ahora grisácea y sobre todo ese cutis morado, violáceo, como de
carne un poco pútrida. ¡Acabáramos, era Atiguibas! ¡La ocasión al fin de
abordarlo, de acosarlo y de averiguar el significado de esa palabra que durante
años traté en vano de conocer! Me salí del río de peatones y me acerqué al
mendigo que, según noté, tenía un pie envuelto con un espeso vendaje sucio. Al
sentir mi presencia alargó más la mano cabizbajo:
—Alguito no
más para este anciano enfermo. Su voz ronca era inconfundible.
Inclinándome
le murmuré al oído:
—Atiguibas.
Fue como si lo
hubiera hincado con un alfiler. Dio una especie de respingo y levantó la
cabeza, mirándome con los ojos muy abiertos.
—No me digas
que no —continué—. Te conozco desde que iba al estadio de chiquito. La tribuna
de segunda, allí arriba. ¡Cuántas veces te he oído gritar! Pero ahora me vas a
decir lo que quiere decir Atiguibas. He esperado más de veinte años para
saberlo.
El mulato me
observó con atención y alargó más la mano.
—Sí, pero me
sueltas unos verdes.
Tenía en el
bolsillo un billete de cinco dólares y otro de cien. Le mostré el de cinco.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Veinte
dólares.
Protesté,
diciendo que eso era una estafa, que si no fuera porque estaba en Lima de paso
no le hubiera ofrecido ni un solo dólar, pero el mulato no cejó.
—Bueno —dije
al fin—. Voy a cambiar estos cien dólares. Espérame aquí.
El mulato me
retuvo.
—Esos
cambistas son de la mafia. Venga conmigo acá adentro. Yo conozco al sacristán.
Él paga bien.
Entré a la
iglesia guiado por él, que se desplazaba sin mucha dificultad a pesar de su pie
vendado. El templo a esa hora estaba casi vacío, frecuentado sólo por algunos
turistas y beatas e iluminado por los cirios que titilaban ante algunas
imágenes. Pasamos delante de varios confesonarios desiertos hasta llegar a una
puerta lateral que estaba entreabierta.
—¿Tiene el
billete allí? Me espera un instante.
Le entregué
los cien dólares y di unos pasos hacia el sagrario para apreciar de más cerca
las tallas barrocas del altar mayor, pero a los pocos metros me detuve
atenazado por la sospecha y volví rápidamente hacia la sacristía. En esa pieza
no había nadie, ni tampoco en la contigua, ni en la siguiente que, por una
pequeña puerta, reconducía a la nave lateral. Ya ni valía la pena echarse a
buscar al mulato, que no era ni cojo ni mendigo. De pura cólera lancé un
estruendoso «¡Atiguibas!» que resonó en todo el templo alarmando a las viejas
dobladas en sus reclinatorios. Y creí comprender el sentido de esa palabra cuando
al salir de la iglesia me sorprendí diciéndome que ese mulato pendejo me había
metido su atiguibas.
en Cuentos completos, 1994
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