¿Qué tan decididos estamos por llegar al
final cuando conocemos el precio que tiene recorrer este camino? “¿No hemos
coincidido en el pasado?”, podría respondernos el autor, y tendría razón, en
tanto la vida que hagamos no sea hecha con los pedazos de aquello que no
hicimos. Así, desprovista de arrepentimiento, es como vemos a María Guadalupe
encender un cigarrillo y observar la avenida que, entre edificios y un río de
luces, la conducen al kilómetro cero, lugar en el que su tierra lejana se cubre
de nieblas, y tinieblas, y cordilleras que terminarán hundiendo su adicción, su
soledad, al extremo sur del mundo.
Aun así, y a pesar de la incertidumbre, da
el primer paso y atraviesa la primera calle y las que vendrán después (un
inicio en propiedad: algunos cruzan un río, en Viento blanco se cruza una calle; y para terminar, una tormenta). La
inocente muchacha intenta no pensar, mientras la urbe con aroma a desasosiego
la invita al encender sus faroles saboreando las horas y dejando en evidencia
que el pasado no regresa, o al menos no como existe fijo en el recuerdo.
La ciudad es un lugar en permanente estado
de desolación y Almonte, que es a la ciudad como la magia a la sorpresa, agita
los hilos de estas criaturas que vienen y desesperan, sueñan y prometen, porque
la noche es un carrusel de personajes que se amalgaman, odian y separan. El
autor conoce las calles y a estos personajes (se podría decir que es uno de ellos,
o todos, desde el arquetipo) y, por esto, expone la nostalgia de la
protagonista dibujando la silueta de lo
incomprendido, ya que ella extraña, compara, al tiempo que no perdona ni
abandona; acaso por una cuestión de principios, ya que la tradición lo es todo
en ella, y, para mentiras, mejor inventarse un interlocutor extraño junto a dos
copas y un tequila.
El tedio lleva al diálogo, y este a la
memoria, sin hacer caso de lo obvio, pues ve el final sin presentir el cambio.
Guadalupe visualiza el juego, sin embargo, desea tiempo para disfrutar de la
melancolía de los recuerdos que partieron, porque entiende sin pretender hacerlo.
Y es esta relación creada, artificiosa, la que da vida, la que nos introduce al
verdadero viento blanco: una tormenta
extrema que nos deja sin visión, sin rumbo ni destino. La misma tormenta que
nos trasporta al (mítico) bar Barómetro, a sus breves esquinas, a sus recovecos
menos conocidos, a los parroquianos žižekianos, a los grafitis en el baño: “¡Cómete
a tu hámster!”.
Es este marasmo, esta profundidad, lo que
nos lleva a entender a estos personajes. Es esa mirada al alma la que nos
introduce al olor del pavimento y sinsabores de la ciudad en una tierra
extraña, en un espacio movedizo, en el umbral de lo que podríamos llamar “la
poesía”. Porque ahí es justamente donde nos vemos reflejados, abrazados o
extraviados, en el lugar del ocultamiento y, por lo tanto, de la libertad.
Lo que esperamos encontrar se nos muestra en
este inicio, de forma velada. Tal como sucede en el final, bajo un vendaval de viento blanco que nos invisibiliza por
completo. Nada es tan simple como aparece o como se ha mencionado en este breve
comentario, y esto queda en evidencia en la primera esquina; la misma que
habita Guadalupe, solitaria, inicial, nuevamente, en medio de esa gran tormenta…
secreta, casi inexistente.
San Clemente, 2016
Fotografía: Graciela Iturbide
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