martes, junio 11, 2019

“El final de las acciones. Sobre el capítulo inicial de «Viento blanco», de Carlos Almonte”, de Ariel Rioseco





¿Qué tan decididos estamos por llegar al final cuando conocemos el precio que tiene recorrer este camino? “¿No hemos coincidido en el pasado?”, podría respondernos el autor, y tendría razón, en tanto la vida que hagamos no sea hecha con los pedazos de aquello que no hicimos. Así, desprovista de arrepentimiento, es como vemos a María Guadalupe encender un cigarrillo y observar la avenida que, entre edificios y un río de luces, la conducen al kilómetro cero, lugar en el que su tierra lejana se cubre de nieblas, y tinieblas, y cordilleras que terminarán hundiendo su adicción, su soledad, al extremo sur del mundo.

Aun así, y a pesar de la incertidumbre, da el primer paso y atraviesa la primera calle y las que vendrán después (un inicio en propiedad: algunos cruzan un río, en Viento blanco se cruza una calle; y para terminar, una tormenta). La inocente muchacha intenta no pensar, mientras la urbe con aroma a desasosiego la invita al encender sus faroles saboreando las horas y dejando en evidencia que el pasado no regresa, o al menos no como existe fijo en el recuerdo.

La ciudad es un lugar en permanente estado de desolación y Almonte, que es a la ciudad como la magia a la sorpresa, agita los hilos de estas criaturas que vienen y desesperan, sueñan y prometen, porque la noche es un carrusel de personajes que se amalgaman, odian y separan. El autor conoce las calles y a estos personajes (se podría decir que es uno de ellos, o todos, desde el arquetipo) y, por esto, expone la nostalgia de la protagonista dibujando la  silueta de lo incomprendido, ya que ella extraña, compara, al tiempo que no perdona ni abandona; acaso por una cuestión de principios, ya que la tradición lo es todo en ella, y, para mentiras, mejor inventarse un interlocutor extraño junto a dos copas y un tequila.

El tedio lleva al diálogo, y este a la memoria, sin hacer caso de lo obvio, pues ve el final sin presentir el cambio. Guadalupe visualiza el juego, sin embargo, desea tiempo para disfrutar de la melancolía de los recuerdos que partieron, porque entiende sin pretender hacerlo. Y es esta relación creada, artificiosa, la que da vida, la que nos introduce al verdadero viento blanco: una tormenta extrema que nos deja sin visión, sin rumbo ni destino. La misma tormenta que nos trasporta al (mítico) bar Barómetro, a sus breves esquinas, a sus recovecos menos conocidos, a los parroquianos žižekianos, a los grafitis en el baño: “¡Cómete a tu hámster!”.

Es este marasmo, esta profundidad, lo que nos lleva a entender a estos personajes. Es esa mirada al alma la que nos introduce al olor del pavimento y sinsabores de la ciudad en una tierra extraña, en un espacio movedizo, en el umbral de lo que podríamos llamar “la poesía”. Porque ahí es justamente donde nos vemos reflejados, abrazados o extraviados, en el lugar del ocultamiento y, por lo tanto, de la libertad.

Lo que esperamos encontrar se nos muestra en este inicio, de forma velada. Tal como sucede en el final, bajo un vendaval de viento blanco que nos invisibiliza por completo. Nada es tan simple como aparece o como se ha mencionado en este breve comentario, y esto queda en evidencia en la primera esquina; la misma que habita Guadalupe, solitaria, inicial, nuevamente, en medio de esa gran tormenta… secreta, casi inexistente.



San Clemente, 2016
Fotografía: Graciela Iturbide











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