El tiempo es también por sí mismo un
viajero sin reposo, como observa Bashō viendo pasar las estaciones y los días.
El caminante impenitente hace de la ruta su albergue, aunque la muerte le salga
al paso en el camino. Bashō declara el deseo de partir que crece en su interior
tras un largo tiempo de retiro: «Desde hace algunos años, como jirón de nube
invitado por el viento, no he parado de abrigar pensamientos de vagabundeo, por
lo que estuve vagando por la costa, y el otoño del año pasado volví a mi choza en
la ribera, donde quité las viejas telarañas, pero apenas acabado el año, ya en
el cielo la niebla que la primavera levanta, se me ocurrió cruzar el paso de
Shirakawa, como poseído por un dios y con el corazón enloquecido, como si me
hiciera intimaciones el dios de los caminantes, de forma que nada pude ya traer
entre manos. Remendé los trazos rotos de mis calzas, cambié las cintas de mi
sombrero y, tras aplicar moxa a mis rodillas, fue ya todo poner el corazón en
la luna de Matsushima, dejar a otros mi vivienda y mudarme» (Bashō, Senda hacia tierras hondas, 1993).
El primer paso, el único que cuenta
según el dicho popular, no resulta siempre fácil: nos arranca de la
tranquilidad de la vida cotidiana por un tiempo más o menos largo y nos libra a
los avatares del camino, del clima, de los encuentros, de un horario que no
limita ningún tipo de urgencia. Los demás, los amigos y los familiares, se
alejan al ritmo de los pasos del caminante, batiendo el campo; cada vez le
resultará más difícil volver atrás. El joven Laurie Lee se apresta a recorrer
los ciento cincuenta kilómetros que separan su pueblo de Londres; pero los
comienzos son amargos, la memoria le asalta ante los arbustos cubiertos de
ramas de saucos y de gavanzas. Por un lado, la emoción que nace del recuerdo de
las temporadas vividas en el hogar familiar; por otro, la ruta ardiente y
desierta de un domingo impregnado de indiferencia en un tiempo dichoso en el
que los automóviles todavía eran raros y no habían colonizado todo el espacio.
Un mundo se extiende ante este caminante que duda todavía en dar el primer
paso: «A lo largo de aquella mañana y aquella tarde solitarias me encontré
deseando que apareciera algún obstáculo, alguna liberación, el ruido de pasos
apresurados a mi espalda y las voces de mi familia pidiéndome que volviera» (Laurie
Lee, Cuando partí una mañana de verano,
1985). Ninguna palabra acudirá a su llamada y romperá su nueva libertad: el
mundo, ante él, sin límite, pronto lo llevará en un viaje iniciático por la
España anterior a la guerra civil.
El trabajo se pone en suspenso; y
todas las actividades rutinarias, las responsabilidades del día a día, los
imperativos de la apariencia o de la disponibilidad para los otros. El
caminante disfruta de ese precipitarse en el anonimato, de ese no estar para
nadie, excepto para sus compañeros de ruta o los encuentros que surgen por el
camino. Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo
más o menos largo.
Los primeros pasos tienen la ligereza
del sueño: el hombre camina en el filo de su deseo, con la cabeza llena de
imágenes, disponible, sin conocer aún la fatiga que le espera de aquí a pocas
horas. «Desde este instante —dice Victor Segalen—, puedo mantener que lo real
imaginado es terrible, el mayor de los espantos. Nada sobrepasa el terror de un
sueño que tuve aquella noche, víspera de la partida. Debo pues despertarme de
un golpe: ya estoy en marcha» (Victor Segalen, Peintures, en Voyages ay pays du réel, 1993).
Pero partir no es suficiente, pues
hay que preparar bien el viaje y no sobrestimar nuestras fuerzas. El entusiasmo
de los primeros días pronto se reduce a unas proporciones más adecuadas, una
vez terminadas ya esas aceleraciones repentinas propias de un estado afectivo
vagabundo cuando este es dejado en libertad. Habrá que caminar horas o días, o
semanas, hasta aprender por fin a andar derecho y a un ritmo regular.
en Elogio del
caminar, 2000
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