jueves, mayo 23, 2019

“El primer paso”, de David Le Breton





El tiempo es también por sí mismo un viajero sin reposo, como observa Bashō viendo pasar las estaciones y los días. El caminante impenitente hace de la ruta su albergue, aunque la muerte le salga al paso en el camino. Bashō declara el deseo de partir que crece en su interior tras un largo tiempo de retiro: «Desde hace algunos años, como jirón de nube invitado por el viento, no he parado de abrigar pensamientos de vagabundeo, por lo que estuve vagando por la costa, y el otoño del año pasado volví a mi choza en la ribera, donde quité las viejas telarañas, pero apenas acabado el año, ya en el cielo la niebla que la primavera levanta, se me ocurrió cruzar el paso de Shirakawa, como poseído por un dios y con el corazón enloquecido, como si me hiciera intimaciones el dios de los caminantes, de forma que nada pude ya traer entre manos. Remendé los trazos rotos de mis calzas, cambié las cintas de mi sombrero y, tras aplicar moxa a mis rodillas, fue ya todo poner el corazón en la luna de Matsushima, dejar a otros mi vivienda y mudarme» (Bashō, Senda hacia tierras hondas, 1993).

El primer paso, el único que cuenta según el dicho popular, no resulta siempre fácil: nos arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana por un tiempo más o menos largo y nos libra a los avatares del camino, del clima, de los encuentros, de un horario que no limita ningún tipo de urgencia. Los demás, los amigos y los familiares, se alejan al ritmo de los pasos del caminante, batiendo el campo; cada vez le resultará más difícil volver atrás. El joven Laurie Lee se apresta a recorrer los ciento cincuenta kilómetros que separan su pueblo de Londres; pero los comienzos son amargos, la memoria le asalta ante los arbustos cubiertos de ramas de saucos y de gavanzas. Por un lado, la emoción que nace del recuerdo de las temporadas vividas en el hogar familiar; por otro, la ruta ardiente y desierta de un domingo impregnado de indiferencia en un tiempo dichoso en el que los automóviles todavía eran raros y no habían colonizado todo el espacio. Un mundo se extiende ante este caminante que duda todavía en dar el primer paso: «A lo largo de aquella mañana y aquella tarde solitarias me encontré deseando que apareciera algún obstáculo, alguna liberación, el ruido de pasos apresurados a mi espalda y las voces de mi familia pidiéndome que volviera» (Laurie Lee, Cuando partí una mañana de verano, 1985). Ninguna palabra acudirá a su llamada y romperá su nueva libertad: el mundo, ante él, sin límite, pronto lo llevará en un viaje iniciático por la España anterior a la guerra civil.

El trabajo se pone en suspenso; y todas las actividades rutinarias, las responsabilidades del día a día, los imperativos de la apariencia o de la disponibilidad para los otros. El caminante disfruta de ese precipitarse en el anonimato, de ese no estar para nadie, excepto para sus compañeros de ruta o los encuentros que surgen por el camino. Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo más o menos largo.

Los primeros pasos tienen la ligereza del sueño: el hombre camina en el filo de su deseo, con la cabeza llena de imágenes, disponible, sin conocer aún la fatiga que le espera de aquí a pocas horas. «Desde este instante —dice Victor Segalen—, puedo mantener que lo real imaginado es terrible, el mayor de los espantos. Nada sobrepasa el terror de un sueño que tuve aquella noche, víspera de la partida. Debo pues despertarme de un golpe: ya estoy en marcha» (Victor Segalen, Peintures, en Voyages ay pays du réel, 1993).

Pero partir no es suficiente, pues hay que preparar bien el viaje y no sobrestimar nuestras fuerzas. El entusiasmo de los primeros días pronto se reduce a unas proporciones más adecuadas, una vez terminadas ya esas aceleraciones repentinas propias de un estado afectivo vagabundo cuando este es dejado en libertad. Habrá que caminar horas o días, o semanas, hasta aprender por fin a andar derecho y a un ritmo regular.



en Elogio del caminar, 2000












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