A menudo se
ven, caminando por las calles de las grandes ciudades, a hombres y mujeres que
flotan en el aire, en un tiempo y espacio suspendidos. Carecen de raíces en los
pies y a veces hasta carecen de pies. No les brotan raíces de los cabellos ni suaves
lianas atan su tronco a alguna clase de suelo. Son como algas impulsadas por
las corrientes marinas y cuando se fijan a alguna superficie es por casualidad
y dura sólo un momento. En seguida vuelven a flotar y hay cierta nostalgia en
ello.
La ausencia de
raíces les confiere un aire particular, impreciso; por eso resultan incómodos
en todas partes y no se los invita a las fiestas ni a las casas, porque
resultan sospechosos. Es cierto que en apariencia realizan los mismos actos que
el resto de los seres humanos: comen, duermen, caminan y hasta mueren, pero
quizás el observador atento podría descubrir que en su manera de comer, de
dormir, caminar y morir, hay una leve y casi imperceptible diferencia. Comen
hamburguesas Mac Donalds o emparedados de pollo Pokins, ya sea en Berlín,
Barcelona o Montevideo. Y lo que es mucho peor todavía: encargan un menú
estrafalario, compuesto por gazpacho, puchero y crema inglesa. Duermen por la
noche, como todo el mundo, pero cuando despiertan en la oscuridad de una
miserable habitación de hotel tienen un momento de incertidumbre: no recuerdan
dónde están, ni qué día es, ni el nombre de la ciudad en que viven.
Carecer de
raíces otorga a sus miradas un rasgo característico: una tonalidad celeste y
acuosa, huidiza, la de alguien que en lugar de sustentarse firmemente en raíces
adheridas al pasado y al territorio, flota en un espacio vago e impreciso.
Aunque algunos
al nacer poseían unos filamentos nudosos que sin duda con el tiempo se
convertirían en sólidas raíces, por alguna razón u otra las perdieron, les
fueron sustraídas o amputadas, y este desgraciado hecho los convierte en una
especie de apestados. Pero en lugar de suscitar la conmiseración ajena, suelen
despertar animadversión: se sospecha que son culpables de alguna oscura falta,
el despojo (si lo hubo, porque podría tratarse de una carencia de nacimiento)
los vuelve culpables.
Una vez que se
han perdido, las raíces son irrecuperables. En vano el desarraigado permanece
varias horas parado en una esquina, junto a un árbol, contemplando de soslayo esos
largos apéndices que unen la planta con la tierra: las raíces no son
contagiosas ni se adhieren a un cuerpo extraño. Otros piensan que permaneciendo
mucho tiempo en la misma ciudad o país es posible que alguna vez le sean
concedidas unas raíces postizas, unas raíces de plástico, por ejemplo, pero
ninguna ciudad es tan generosa.
Sin embargo,
hay desarraigados optimistas. Son los que procuran ver el lado bueno de las
cosas y afirman que carecer de raíces proporciona gran libertad de movimientos,
evita las dependencias incómodas y favorece los desplazamientos. En medio de su
discurso, sopla un viento fuerte y desaparecen, tragados por el aire.
en La ciudad de Luzbel, 1992
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