Todo empezó cuando en el National
Geographic dieron un programa de ballenas, entre las diez y las once de la noche,
y la familia lo vio en el dormitorio: los padres y los dos chicos, un hombre y
una mujer de ocho y seis años. Acababan de salir de vacaciones por lo que no
les resultó difícil pedir permiso para mirar la televisión, aunque a eso de las
diez y media empezaron a cabecear y el padre tuvo que llevarlos a sus
dormitorios en brazos porque no dieron más. Los desnudó, los metió en la cama y
antes de salir puso un beso en la frente de cada uno. Pensó que el olor de sus
hijos era una mezcla de transpiración y talco, y se fue feliz dejándolos ahí a
oscuras, tapados hasta las orejas.
—¿Dijeron algo? —le preguntó la mujer
cuando él estuvo de regreso en el dormitorio—. ¿No se despertaron?
—No.
—No están acostumbrados a ver
televisión hasta tan tarde.
—Eso es.
Se miraron hasta que él comenzó a
desnudarse para meterse en la cama y seguir desde allí el programa de las
ballenas. La mujer fue al baño con la camisa de dormir en la mano y volvió con
ella puesta; en el espejo se cepilló el pelo un rato y luego se metió en la cama,
pero no se acurrucó al lado de él. Esperaron que el programa terminara para
hablar.
—¿Quieres ver algo más? —dijo la
mujer—. ¿O tienes sueño?
—No tengo sueño, pero no quiero ver
televisión.
—¿Quieres que apague la luz?
—Apágala.
El dormitorio quedó a oscuras y
mientras avanzaba la hora el silencio fue mayor; tanto que se oían los
movimientos de los pájaros entre los árboles del patio, el zumbido de los pocos
vehículos que circulaban por la avenida, a cuatro cuadras, y de repente una
sirena que atravesaba el cielo como un relámpago. Ambos oían eso porque estaban
despiertos, quietos en la cama, sin tocarse; en ocasiones uno sentía la
respiración del otro y sabía que continuaba allí, esperando la oportunidad.
En la mañana él se fue a trabajar sin
despedirse de ella. La mujer escuchó el sonido del todoterreno y se tapó la
boca con la sábana; luego, cuando el motor se perdió, invitó a los chicos a su
cama y pasaron la mitad de la mañana viendo dibujos animados y programas de
belleza. Más tarde jugaron con agua en el baño y luego prepararon sándwiches,
ya que él almorzaba en el casino de la empresa donde trabajaba.
El viernes se emitió el último
programa de ballenas, la familia se reunió como de costumbre en el dormitorio y
cuando el programa finalizaba una voz los invitó a proteger a las ballenas
azules. A continuación, la misma voz anunció que hacía aproximadamente un mes
estas ballenas habían iniciado su largo viaje hacia el lugar que escogían todos
los años para aparearse, una bahía al sur del mundo. Apenas aparecieron los
créditos, el chico dijo: Eso está a cuatrocientos kilómetros.
—¿Qué? —preguntó su madre.
—El lugar de apareamiento. —Miró a su
padre y le costó decir apareamiento—.
Está a cuatrocientos kilómetros.
—Lo sé —dijo él y una sonrisa iluminó
su rostro—. ¿Te gustaría ir? Dijeron que las ballenas llegarán la próxima
semana.
La mujer le puso la mano en el
antebrazo, hacía tiempo que no lo hacía y se sintió incómoda.
—¿Estás seguro? —le preguntó al mismo
tiempo.
—¡Claro! —exclamó él y miró a los chicos
tendidos a los pies de la cama.
—¡Queremos ver las ballenas!
—gritaron estos a coro y la cama se sacudió.
El diario del domingo decía que las
ballenas estaban a doscientos kilómetros y confirmaba lo que había anunciado la
televisión: estarían en la bahía el viernes por la noche, a más tardar el
sábado por la mañana. Lo malo del asunto es que según los pronósticos habría
lluvia. Eso fue lo que leyó él, con voz clara y sin mirar a su familia. La hija
miró a su madre como pidiéndole una explicación por lo de la lluvia, pero esta
no dijo nada.
—¡No quiero que llueva! —aulló la
chica.
—¿Vamos a ir igual si es que llueve?
—preguntó el hijo a su padre.
—Ya está decidido.
El hombre se levantó para ir a dormir
la siesta. La mujer permaneció en la terraza leyéndoles el diario a los chicos
y después jugaron a las cartas. Cuando oscurecía ella fue al dormitorio por si
él seguía durmiendo, pero no lo encontró. Se le ocurrió mirar en el baño y allí
estaba, lavándose la cara con agua fría; se acercó y lo abrazó por atrás sin
abrir la boca.
A partir del lunes, cuando el padre
llegaba de su trabajo, hablaban de las ballenas mientras cenaban. Los chicos,
aprovechando sus vacaciones, sintonizaban la radio o iban temprano a comprar el
diario para saber dónde estaban las ballenas azules y cuánto les faltaba para
llegar a la bahía donde se apareaban, y así poder comentarlo con su padre. Este
se mostraba muy interesado y a la vez les comentaba que ya había pedido permiso
en la empresa y que el viernes por la mañana llevaría el todoterreno al
mecánico para que lo revisara y se lo entregara a las dos de la tarde.
Cuatrocientos kilómetros se hacían en menos de cuatro horas, llegarían con un
poco de luz y tal vez alcanzarían a ver las ballenas.
—¿Y dónde vamos a dormir? —se le
ocurrió preguntar a la mujer.
—Reservé una cabaña. Me dijeron que
está frente a la playa y que tiene todas las comodidades.
Ella lo miró con cierto recelo.
—Podemos darnos ese gusto —dijo él—.
¿Hace cuánto que no tomamos vacaciones?
—Varios años.
—¡Yo nunca he salido de vacaciones!
—gritó la niña.
—No te acuerdas porque la última vez
que salimos contigo tenías un año.
—¡Eras de este porte! —dijo el chico,
señalando con ambas manos un espacio donde podía haber entrado un ratón.
El jueves por la noche el noticiero informó
que las ballenas estaban a las puertas de la bahía y que con toda seguridad el
viernes ingresarían a ella. Decía que muchas personas viajarían con tal de
presenciar el bello e inusual espectáculo, premunidas de cámaras fotográficas y
filmadoras.
—¿Por qué dicen que es un
espectáculo? —se preguntó a sí mismo con el control remoto en la mano—. El
apareamiento no es un espectáculo.
—¿Y qué es, papá? —dijo la chica.
—Es la forma natural en que las
ballenas se reproducen. Pero no es un espectáculo.
—¿Entonces no vamos a sacar fotos?
—dijo el chico.
—A tu papá no le gustan las fotos
—dijo la madre.
Comenzó a llover a media mañana del
viernes, una lluvia fina que por momentos parecía una gasa que se descolgaba
del cielo. Los chicos, que se habían levantado temprano para preparar las cosas
y porque el viaje los tenía nerviosos, vieron la lluvia desde la ventana del
dormitorio de sus padres. La vieron correr por los troncos de los árboles,
gotear por las ramas e ir formando pozas en la calle, donde los autos la
salpicaban al pasar. Su padre hizo lo mismo cuando llegó con el todoterreno. Lo
estacionó a la entrada, ayudó a subir las cosas y cuando estuvieron listos
entró en la casa para conectar la alarma. Entre él y su mujer no intercambiaron
palabras.
—Llegaremos después de las cinco —les
dijo a los chicos luego de mirar su reloj—. Pónganse los cinturones de
seguridad.
Se escuchó el clic de los cinturones
y enseguida partieron. La gente se protegía de la lluvia bajo los paraderos y
algunos caminaban orillando las casas o se quedaban al alero de una marquesina
esperando que escampara. Pero no escampó, menos en la carretera donde a ratos
era como un verdadero diluvio. Iban escuchando música, con el limpiaparabrisas
funcionando a toda velocidad. Para los chicos era una novedad ver los campos
lluviosos, las montañas desteñidas, los piños de animales bajo los árboles más
frondosos; para la mujer, en cambio, era una visión triste. No le gustaba la
lluvia y no hacía nada para disimularlo, recostada en el asiento. Él se preocupaba
nada más que de conducir, y a veces le daba por calcular el tiempo que había
pasado desde la última vez que salieron todos juntos.
Se detuvieron en un restaurante del
camino para comer algo, a pesar de que la mujer dijo que no tenía hambre, pero
los chicos bajaron corriendo y disfrutaron de la lluvia que salpicó sus
cabecitas.
—¡Quiero sándwiches! —exclamó la
chica al ingresar al restaurante.
—Sándwiches no —dijo el padre—.
Comida de verdad, la que te alimenta.
—¿Por qué los sándwiches no alimentan?
—preguntó el niño.
—Alimentan, pero no lo suficiente, al
poco rato vuelves a tener hambre.
Eran los únicos clientes del
restaurante y eso tenía su encanto. Era agradable saber que estaban preparando
comida solo para ellos y que a pocos metros estaba la carretera brillante por
donde corrían los vehículos. Se sentían como si fueran viajeros perpetuos y
perdidos, por lo mismo inyectados con una inédita libertad, semejante a la de
las ballenas que todos los años viajaban miles de kilómetros para aparearse.
La mujer dijo que le dolía la cabeza
y fue a preguntarle a la cajera si tenía analgésicos. Él la miró hablar con la
cajera y le pareció una extraña; o una mujer conocida pero que estaba a mucha
distancia.
Comieron mientras el día se oscurecía
temprano. Hasta los pájaros mojados desaparecieron, las vacas se retiraron a
los establos y los autos eran cada vez menos. Antes de volver al todoterreno
hablaron otra vez de las ballenas, el padre, los hijos, y hasta la madre, que
se había animado, deseó que ya hubieran llegado y que estuvieran esperándolos
en la bahía.
—En una hora y media —dijo él,
cerrando la puerta del vehículo.
—¿Eso falta? —preguntó ella.
—Más o menos. —Miró por el
retrovisor—. Los cinturones, chicos.
Reanudaron viaje y adelantaron a dos
camionetas que llevaban carteles que decían protejamos a las ballenas. Los
chicos les hicieron señas y los conductores les contestaron con bocinazos. De
pronto la carretera se inundó de vehículos por la pista contraria, dirigidos
por los que terminaron de trabajar y aprovechaban de regresar temprano a sus
casas para el fin de semana. Él adivinó que al llegar sus mujeres les tenían
tragos preparados y una comida en el horno; la casa estaría tibia y habría un
buen tema de conversación sobre la mesa. Horas después harían el amor mientras
la lluvia rebotaba en el techo, mientras las ballenas azules hacían lo mismo en
la bahía.
Era casi de noche cuando llegaron a
la pequeña caleta. Si no hubiera sido invierno aún estaría claro, pero la
lluvia había ennegrecido el cielo y unas pobres luces alumbraban apenas la
calle por donde pasaron salpicando agua, flanqueados de casas de un piso apenas
visibles por culpa del aguacero. Al final descendieron por una pendiente y
divisaron una figura abajo que les hacía señas con la mano en alto. Estaba
envuelta en un impermeable y abrió el portón para que entrara el todoterreno;
el bramido del océano se coló al vehículo.
—El mar está ahí abajo —dijo el tipo
que los recibió, un rostro huesudo y moreno—, pero no se ve por la lluvia y la
oscuridad.
—Pero se siente. —Él miró a sus
hijos, que escuchaban el mar extasiados.
—¿Y las ballenas? —preguntó la
mujer—. ¿Llegaron?
—Unos pesqueros las divisaron en la
mañana, están cerca, pero no se han oído.
Los chicos se rieron porque no sabían
cómo se oían las ballenas.
—Les hice fuego en la chimenea —dijo
el tipo—. Adelante, pasen.
—Gracias —dijo la mujer y paseó los
ojos por la habitación principal de la casa, en verdad una rústica cabaña de
troncos que olía a algas, con muebles sencillos—. ¡Qué bonito es esto!
—Desde allí podrán ver las ballenas.
—El tipo señaló una puerta corrediza que se abría a un balcón.
—Mañana —dijo él, al tiempo que los
chicos recorrían la cabaña, se los escuchaba hablar en las otras piezas.
—Mañana por la mañana ya estarán
aquí. Claro.
Se acostaron de inmediato, cada uno
con un hijo, en piezas separadas. La lluvia cayó durante toda la noche y él
apenas durmió. La mujer escuchó respirar a su hija, sintió su calor y fue
adormeciéndose lentamente, porque pensó que no había nada comparable a dormir
al lado del mar. Aunque los rugidos monocordes la despertaban de tanto en
tanto, como si el océano estuviese junto a su cama.
—Ya no llueve, papá —dijo el chico
apenas aclaró; se levantó y fue a la pieza donde estaban su madre y su hermana.
Las despertó a ambas y con su hermana
se acercó a la ventana para mirar a las ballenas. Pero no había ballenas por
ningún lado, solo una neblina espesa que cubría el mar, inmóvil.
—No hay ballenas… —dijo la niña, con
un pijama con ositos estampados que le quedaba grande.
—Lo siento —dijo la madre—. Ya
vendrán.
Las algas perfumaban la cabaña y ni
el olor del pan tostado arrinconó su aroma. Desayunaron los cuatro pensando que
la neblina no iba a moverse jamás, y eso los frustró; es más, faltó poco para
que los chicos se pusieran a llorar.
—No nos amarguemos —dijo el padre—.
Si no hay ballenas qué le vamos a hacer, disfrutaremos igual del paseo.
Luego de lavar la loza salieron a
caminar por la playa. Había otras cabañas y en todas se divisaban personas
preocupadas por la neblina, algunos hasta la examinaban con binoculares. Y unos
locos, una pandilla de hombres y mujeres jóvenes y alegres, habían salido al
balcón y soplaban para que la neblina se fuera. La mujer se rio y miró a su
esposo, pero este tenía la vista en un hombre que a la orilla del agua, donde
las olas dejaban una espuma azafranada, se dedicaba a levantar pesas. Estaba
tendido en la arena mojada, vestido con una ajustada polera y un pantalón
corto, y tenía una pesa en cada mano, los ojos perdidos arriba. Un dos, un dos,
parecía decir el hombre a cada levantada, ignorante de lo que sucedía a su
alrededor. Siguieron paralelos al océano, que rugía invisible, y más allá se
encontraron con una pareja joven detrás de un perro y un gato, ambos blancos y
amarrados con una correa en forma de Y. Era raro ver a un gato con correa y a
un perro al lado de un gato.
Caminaron hasta el final de la playa
sintiendo el frío que venía del mar, y enseguida se regresaron pisando las
mismas huellas de la ida. La pareja joven con el perro y el gato se había
sentado en unas rocas, el levantador de pesas seguía con su un dos, un dos y la
pandilla de locos continuaba soplando la neblina, ayudados por varias cervezas
grandes que corrían de boca en boca.
—¿Hiciste eso alguna vez? —le
preguntó la mujer a él.
—¿Soplar la neblina?
—Pasar la cerveza de una boca a otra.
—Hace mucho tiempo.
—Pero lo hiciste, no importa que haya
sido hace mucho tiempo.
Antes del mediodía los esfuerzos de
la pandilla de locos tuvieron su recompensa: la neblina comenzó a disiparse y
por encima de sus cabezas asomó una lonja de cielo azul. Era el indicio de
algo, y los chicos abrieron la puerta del balcón y se instalaron allí. Vieron
la humedad que ascendía de los techos de las cabañas vecinas y el sol que por momentos
enseñaba la cara por entre las nubes blancas. Al poco rato una caravana de
jeeps descendió por la pendiente con decenas de personas; llegaron hasta la
playa y se instalaron allí con canastos de comida, trípodes con filmadores y
cámaras fotográficas. Parecían exploradores con camisas color caqui, pañuelos
anudados al cuello, pantalones con muchos bolsillos y botines. Se levantaron
algunas pancartas que decían bienvenidas ballenas azules; los chicos las
descifraron leyéndolas al revés y les dijeron a sus padres que habían salido al
balcón a dejarles el almuerzo. Un almuerzo sencillo con jamón, palta, huevos
duros y algunas rebanadas de pan centeno con mantequilla. Sus padres, tras la
puerta corrediza, estaban sentados en la misma posición que en el desayuno;
ella con la cara apoyada en la barbilla, él con ambos codos sobre la mesa,
mirando las cabezas de sus hijos y más abajo los exploradores con sus cámaras,
los jóvenes en las rocas con el perro y el gato, y el fisicoculturista que
continuaba ejercitándose con las pesas a la orilla del agua.
La espera se había iniciado. Ninguno
de los dos dijo nada, no escucharon hablar a sus hijos ni gritos en la playa.
Todo era tensión, expectación y suspenso. En un momento el fisicoculturista
detuvo su un dos, se sentó en la arena y miró en dirección al mar. La neblina
se había despejado completamente, aunque el sol no alumbraba, pero daba la
impresión de que no llovería durante un rato largo. De pronto sonó algo que
parecía una corneta con sordina, semejante al rebuzno de un burro, y en la
playa los brazos de los exploradores se alzaron. Tal vez eran biólogos marinos
y conocían los sonidos de los cetáceos, o ecologistas de Greenpeace que andaban
protegiendo a las ballenas azules, el asunto es que de un momento a otro los
mamíferos asomaron en la bahía, enormes y bellos, sus lomos plateados saliendo
del agua, las colas como abanicos. Los locos que soplaban, ya bastante
borrachos, soltaron aplausos. Los jóvenes con el perro y el gato se pusieron de
pie en las rocas. El fisicoculturista dejó las pesas y se puso a observar con
las manos en las caderas, su torso una V perfecta. Los exploradores prepararon
las cámaras y alzaron las pancartas. Sus hijos se acercaron al borde del
balcón, mientras la mujer le decía a él: ¿Tomaste una decisión?
—Sí. —Dejó una pausa y agregó—: No
hay perdón.
—¿No?
—No hay perdón —repitió mirando a un
pesquero que estaba peligrosamente cerca de una de las ballenas, la que más se
había acercado a la orilla—. Yo no te he hecho nada parecido.
—¿Entonces? —Ella se echó el pelo
hacia atrás con ambas manos.
—Tampoco me voy a ir de la casa. Si
alguien tiene que irse eres tú.
—¿Y adónde quieres que vaya? —Lo
miró, él parecía demasiado tranquilo. Desvió sus ojos hacia los exploradores
que no dejaban de filmar y tomar fotos—. No tengo a donde ir, mis padres no…
—Cuéntaselo a tus padres, diles que
eres una…
—¡No puedo! —exclamó la mujer
mientras sus hijos se reían o juntaban las manos pero no aplaudían, nerviosos
por lo que se desarrollaba en la bahía, por el espectáculo que según su padre
no era un espectáculo. —Sabes que no puedo, Fredi… Él se llamaba Friedrich,
pero le decían Fredi.
—No sabía que conocías el pudor.
—Por favor, sin ironías.
Se miraron, al tiempo que los locos
saltaban a la playa y brindaban por las ballenas azules, que seguían hablando
como burros. Varios estaban en calzoncillos y muy borrachos.
—Sin ironías, perfecto —dijo Fredi
levantando la mano como si fuera a prestar un juramento. El fisicoculturista
continuaba con las manos en las caderas y los jóvenes con el perro y el gato
habían vuelto a sentarse en las rocas—. Nos tendremos que aguantar.
—Por ellos —dijo la mujer mirando las
espaldas de los chicos—. En paz.
—No —dijo Fredi—. En guerra.
—¿Ah? —A la mujer se le trizó la
cara.
—Desde este momento te declaro la
guerra total. La casa será el campo de batalla y tú y yo los guerreros.
No dijo más, miró las ballenas y
trató de recordar cómo se apareaban.
en De vez en
cuando, como todo el mundo (Antología), 2017
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