Regresar. Ese es el verbo que me asalta cada vez que pienso en
la posibilidad de Palestina. Me digo: no sería un volver sino apenas un visitar
una tierra en la que nunca estuve, de la que no tengo ni una sola imagen
propia. Lo palestino ha sido siempre para mí un rumor de fondo, un relato al
que se acude para salvar un origen compartido de la extinción. No sería un
regreso mío, repito. Sería un regreso prestado, en el lugar de otro. De mi
abuelo, acaso. De mi padre. Pero mi padre no ha querido poner pie en esas
tierras ocupadas. Una vez estuvo en Egipto. Desde El Cairo dirigió sus ojos ya
viejos hacia el este y los sostuvo un momento en el punto lejano donde podría
ubicarse Palestina. Soplaba el viento, se levantaba un arenal de película, y
pasaban junto a él centenares de bulliciosos turistas de zapatillas y
pantalones cortos, turistas llenos de paquetes, rodeados de guías y de
intérpretes. Esa Gaza pegada a Egipto se sentía distante y distinta de Beit
Jala. Cercada. Acosada. Musulmana y algo ajena. Estuvo, otra vez, mi padre, en
el borde de Jordania; su mirada pudo abarcar el desierto que atravesaba la
frontera. Era cosa de acercarse al cruce y entrar en Cisjordania, pero sus
grandes pies permanecieron hundidos ahí. En la arena escurridiza de la
indecisión. Viendo una oportunidad en la duda, mi madre señaló a lo lejos, su
pequeño índice estirado y tieso, el extenso valle del río Jordán, las aguas que
la religión cristiana da por benditas, e insistió en pasar a Cisjordania.
Tenemos que ir, le dijo, como si fuera ella la palestina. Después de tantos
años juntos así había llegado a sentirse, parte de ese clan rumoroso. Pero mi
padre se dio la vuelta y caminó en dirección opuesta. No iba a someterse al
interrogatorio de la frontera israelí o a sus frecuentes puestos de control. No
iba a exponerse a ser tratado con sospecha. A ser llamado extranjero en una
tierra que considera suya, porque ahí sigue, todavía invicta, la casa de su
padre; ahí, del otro lado, se encuentra esa herencia de la que nadie nunca hizo
posesión efectiva. Quizás le espante la posibilidad de llegar a esa casa sin
tener la llave, tocar la puerta de ese hogar vaciado de lo propio y lleno de
desconocidos. Espantarle, pienso, recorrer las calles que pudieron ser, si sólo
las cosas hubieran sido de otro modo, su patio de juegos. El martirio de encontrar
en el horizonte antes despejado de esas callejuelas las pareadas viviendas de
los colonos. Los asentamientos y sus cámaras de vigilancia. Los militares
enfundados en sus botas milicas y sus trajes verdes, sus largos rifles. Los
alambres de púa y los escombros. Troncos de añosos olivos rebanados a ras de
suelo o convertidos en muñones. O quizás es que cruzar la frontera significaría
para él traicionar a su padre, que sí intentó volver. Volver una vez, en vano.
La Guerra de los Seis Días le impidió ese viaje. Se quedó con los pasajes
comprados, con la maleta llena de regalos y la amargura de la desastrosa
derrota que significó la anexión de los territorios palestinos. Esa guerra duró
apenas una semana pero el conflicto seguía su curso infatigable cuando murió mi
abuela: la única compañera posible de su retorno. Esa pérdida lo lanzó a una
vejez repentina e irreparable. Sin vuelta atrás. Como la vida de tantos
palestinos que ya no pudieron o no quisieron regresar, que olvidaron incluso la
palabra del regreso, que llegaron a sentirse (al igual que mis abuelos, dice mi
padre) chilenos comunes y corrientes. Los cuerpos de ambos están ahora en un
mausoleo santiaguino al que yo no he vuelto desde el último entierro. Me
pregunto si alguien habrá ido a visitarlos en estos últimos treinta años.
Sospecho que no. Sospecho incluso, pero no pregunto, que nadie sabría decirme
en qué lugar del cementerio están las lápidas de mis abuelos.
en
Voverse palestina, 2013
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