miércoles, marzo 27, 2019

“Volveres prestados”, de Lina Meruane





Regresar. Ese es el verbo que me asalta cada vez que pienso en la posibilidad de Palestina. Me digo: no sería un volver sino apenas un visitar una tierra en la que nunca estuve, de la que no tengo ni una sola imagen propia. Lo palestino ha sido siempre para mí un rumor de fondo, un relato al que se acude para salvar un origen compartido de la extinción. No sería un regreso mío, repito. Sería un regreso prestado, en el lugar de otro. De mi abuelo, acaso. De mi padre. Pero mi padre no ha querido poner pie en esas tierras ocupadas. Una vez estuvo en Egipto. Desde El Cairo dirigió sus ojos ya viejos hacia el este y los sostuvo un momento en el punto lejano donde podría ubicarse Palestina. Soplaba el viento, se levantaba un arenal de película, y pasaban junto a él centenares de bulliciosos turistas de zapatillas y pantalones cortos, turistas llenos de paquetes, rodeados de guías y de intérpretes. Esa Gaza pegada a Egipto se sentía distante y distinta de Beit Jala. Cercada. Acosada. Musulmana y algo ajena. Estuvo, otra vez, mi padre, en el borde de Jordania; su mirada pudo abarcar el desierto que atravesaba la frontera. Era cosa de acercarse al cruce y entrar en Cisjordania, pero sus grandes pies permanecieron hundidos ahí. En la arena escurridiza de la indecisión. Viendo una oportunidad en la duda, mi madre señaló a lo lejos, su pequeño índice estirado y tieso, el extenso valle del río Jordán, las aguas que la religión cristiana da por benditas, e insistió en pasar a Cisjordania. Tenemos que ir, le dijo, como si fuera ella la palestina. Después de tantos años juntos así había llegado a sentirse, parte de ese clan rumoroso. Pero mi padre se dio la vuelta y caminó en dirección opuesta. No iba a someterse al interrogatorio de la frontera israelí o a sus frecuentes puestos de control. No iba a exponerse a ser tratado con sospecha. A ser llamado extranjero en una tierra que considera suya, porque ahí sigue, todavía invicta, la casa de su padre; ahí, del otro lado, se encuentra esa herencia de la que nadie nunca hizo posesión efectiva. Quizás le espante la posibilidad de llegar a esa casa sin tener la llave, tocar la puerta de ese hogar vaciado de lo propio y lleno de desconocidos. Espantarle, pienso, recorrer las calles que pudieron ser, si sólo las cosas hubieran sido de otro modo, su patio de juegos. El martirio de encontrar en el horizonte antes despejado de esas callejuelas las pareadas viviendas de los colonos. Los asentamientos y sus cámaras de vigilancia. Los militares enfundados en sus botas milicas y sus trajes verdes, sus largos rifles. Los alambres de púa y los escombros. Troncos de añosos olivos rebanados a ras de suelo o convertidos en muñones. O quizás es que cruzar la frontera significaría para él traicionar a su padre, que sí intentó volver. Volver una vez, en vano. La Guerra de los Seis Días le impidió ese viaje. Se quedó con los pasajes comprados, con la maleta llena de regalos y la amargura de la desastrosa derrota que significó la anexión de los territorios palestinos. Esa guerra duró apenas una semana pero el conflicto seguía su curso infatigable cuando murió mi abuela: la única compañera posible de su retorno. Esa pérdida lo lanzó a una vejez repentina e irreparable. Sin vuelta atrás. Como la vida de tantos palestinos que ya no pudieron o no quisieron regresar, que olvidaron incluso la palabra del regreso, que llegaron a sentirse (al igual que mis abuelos, dice mi padre) chilenos comunes y corrientes. Los cuerpos de ambos están ahora en un mausoleo santiaguino al que yo no he vuelto desde el último entierro. Me pregunto si alguien habrá ido a visitarlos en estos últimos treinta años. Sospecho que no. Sospecho incluso, pero no pregunto, que nadie sabría decirme en qué lugar del cementerio están las lápidas de mis abuelos.



en Voverse palestina, 2013











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