No es fácil la vida en la estepa;
cualquier sitio se encuentra a horas de distancia, y no hay otra cosa más para
ver que esta gran mata de arbustos secos. Nuestra casa está a varios kilómetros
del pueblo, pero está bien: es cómoda y tiene todo lo que necesitamos. Pol va
al pueblo tres veces por semana, envía a las revistas de agro sus notas sobre
insectos e insecticidas y hace las compras siguiendo las listas que preparo. En
esas horas en las que él no está, llevo adelante una serie de actividades que
prefiero hacer sola. Creo que a Pol no le gustaría saber sobre eso, pero cuando
uno está desesperado, cuando se ha llegado al límite, como nosotros, entonces
las soluciones más simples, como las velas, los inciensos y cualquier consejo
de revista parecen opciones razonables. Como hay muchas recetas para la
fertilidad, y no todas parecen fiables, yo apuesto por las más verosímiles y
sigo rigurosamente sus métodos. Anoto en el cuaderno cualquier detalle
pertinente, pequeños cambios en Pol o en mí. Oscurece tarde en la estepa, lo
que no nos deja demasiado tiempo. Hay que tener todo preparado: las linternas,
las redes. Pol limpia las cosas mientras espera a que se haga la hora. Eso de
sacarles el polvo para ensuciarlas un segundo después le da cierta ritualidad
al asunto, como si antes de empezar uno ya estuviera pensando en la forma de
hacerlo cada vez mejor, revisando atentamente la rutina de los últimos días
para encontrar cualquier detalle que pueda corregirse, que nos lleve a ellos, o
al menos a uno: el nuestro. Cuando estamos listos Pol me pasa la campera y la
bufanda, yo lo ayudo a ponerse los guantes y cada uno se cuelga su mochila al
hombro. Salimos por la puerta trasera y caminamos campo adentro. La noche es
fría, pero el viento se calma. Pol va adelante, ilumina el suelo con la
linterna. Más adentro el campo se hunde un poco en largas lomas; avanzamos
hacia ellas. En esa zona los arbustos son pequeños, apenas alcanzan a ocultar
nuestros cuerpos y Pol cree que esa es una de las razones por las que el plan
fracasa cada noche. Pero insistimos porque ya van varias veces que nos pareció
ver algunos, al amanecer, cuando ya estamos cansados. Para esas horas yo casi
siempre me escondo detrás de algún arbusto, aferrada a mi red, y cabeceo y
sueño con cosas que me parecen fértiles. Pol en cambio se convierte en una
especie de animal de caza. Lo veo alejarse, agazapado entre las plantas, y
puede permanecer de cuclillas, inmóvil, durante mucho tiempo. Siempre me
pregunté cómo serán realmente. Conversamos sobre esto varias veces. Creo que
son iguales a los de la ciudad, sólo que quizá más rústicos, más salvajes. Para
Pol, en cambio, son definitivamente diferentes, y aunque está tan entusiasmado
como yo, y no pasa una noche en la que el frío o el cansancio lo persuadan de
dejar la búsqueda para el día siguiente, cuando estamos entre los arbustos, él
se mueve con cierto recelo, como si de un momento a otro algún animal salvaje
pudiera atacarlo.
Ahora estoy sola, mirando la ruta
desde la cocina. Esta mañana, como siempre, nos levantamos tarde y almorzamos.
Después Pol fue al pueblo con la lista de las compras y los artículos para la
revista. Pero es tarde, hace tiempo que debió de haber vuelto, y todavía no
aparece. Entonces veo la camioneta. Ya llegando a la casa me hace señas por la
ventanilla para que salga. Lo ayudo con las cosas, él me saluda y dice: —No lo
vas a creer. —¿Qué? Sonríe y me indica que entremos. Cargamos las bolsas pero
no las llevamos hasta la cocina, no una vez que algo sucede, que al fin hay
algo para contar. Dejamos todo a la entrada y nos sentamos en los sillones.
—Bueno —dice Pol; se frota las manos—, conocí a una pareja; son geniales.
—¿Dónde? Pregunto sólo para que siga hablando y entonces dice algo maravilloso,
algo que nunca se me hubiera ocurrido y sin embargo entiendo que lo cambiará
todo. —Vinieron por lo mismo —dice. Le brillan los ojos y sabe que estoy
desesperada por que continúe— y tienen uno, desde hará un mes. —¿Tienen uno?
¡Tienen uno! No lo puedo creer... Pol no deja de asentir y frotarse las manos.
—Estamos invitados a cenar. Hoy mismo. Me alegra verlo feliz y yo también estoy
tan feliz que es como si nosotros también lo hubiéramos logrado. Nos abrazamos
y nos besamos, y enseguida empezamos a prepararnos. Cocino un postre y Pol
elige un vino y sus mejores puros. Mientras nos bañamos y nos vestimos me
cuenta todo lo que sabe. Arnol y Nabel viven a unos veinte kilómetros de acá,
en una casa muy parecida a la nuestra. Pol la vio porque regresaron juntos, en
caravana, hasta que Arnol tocó la bocina para avisar que doblaban y entonces
vio que Nabel le señalaba la casa. Son geniales, dice Pol a cada rato, y yo
siento cierta envidia de que ya sepa tanto sobre ellos. —¿Y cómo es? ¿Lo viste?
—Lo dejan en la casa. —¿Cómo que lo dejan en la casa? ¿Solo? Pol levanta los
hombros. Me extraña que el asunto no le llame la atención, pero le pido más
detalles mientras sigo adelante con los preparativos. Cerramos la casa como si
no fuéramos a volver durante un tiempo. Nos abrigamos y salimos. Durante el
viaje llevo el pastel de manzana sobre la falda, cuidando que no se incline, y
pienso en las cosas que voy a decir, en todo lo que quiero preguntarle a Nabel.
Puede que cuando Pol invite a Arnol con un puro nos dejen solas. Entonces quizá
pueda hablar con ella sobre cosas más privadas; quizá Nabel también haya usado
velas y soñado con cosas fértiles a cada rato y ahora que lo consiguieron
puedan decirnos exactamente qué hacer. Al llegar tocamos bocina y enseguida
salen a recibirnos. Arnol es un tipo grandote y lleva jeans y una camisa roja a
cuadros; saluda a Pol con un fuerte abrazo, como un viejo amigo al que no ve
hace tiempo. Nabel se asoma tras Arnol y me sonríe. Creo que vamos a llevarnos
bien. También es grandota, a la medida de Arnol aunque delgada, y viste casi
como él; me incomoda haber venido tan bien vestida. Por dentro la casa parece una
vieja hostería de montaña. Paredes y techo de madera, una gran chimenea en el
living y pieles sobre el piso y los sillones. Está bien iluminada y
calefaccionada. Realmente no es el modo en que decoraría mi casa, pero pienso
en que se está bien y le devuelvo a Nabel su sonrisa. Hay un exquisito olor a
salsa y carne asada. Parece que Arnol es el cocinero; se mueve por la cocina
acomodando algunas fuentes sucias y le dice a Nabel que nos invite al living.
Nos sentamos en el sillón. Ella sirve vino, trae una bandeja con una picada y
enseguida Arnol se suma. Yo quiero preguntar cosas, ya mismo: cómo lo
agarraron, cómo es, cómo se llama, si come bien, si ya lo vio un médico, si es
tan bonito como los de la ciudad. Pero la conversación se alarga en puntos
tontos. Arnol consulta a Pol sobre los insecticidas, Pol se interesa en los
negocios de Arnol, después hablan de las camionetas, los sitios donde hacen las
compras, descubren que discutieron con el mismo hombre, uno que atiende en la
estación de servicio, y coinciden en que es un pésimo tipo. Entonces Arnol se
disculpa porque debe revisar la comida, Pol se ofrece a ayudarlo y se alejan.
Me acomodo en el sillón frente a Nabel. Sé que debo decir algo amable antes de
preguntar lo que quiero. La felicito por la casa, y enseguida pregunto: —¿Es
lindo? Ella se sonroja y sonríe. Me mira como avergonzada y yo siento un nudo
en el estómago y me muero de la felicidad y pienso «lo tienen», «lo tienen y es
hermoso». —Quiero verlo —digo. «Quiero verlo ya», pienso, y me incorporo. Miro
hacia el pasillo esperando a que Nabel diga «por acá», al fin voy a poder
verlo, alzarlo. Entonces Arnol regresa con la comida y nos invita a la mesa.
—¿Es que duerme todo el día? —pregunto y me río, como si fuera un chiste. —Ana
está ansiosa por conocerlo —dice Pol, y me acaricia el pelo. Arnol se ríe, pero
en vez de contestar ubica la fuente en la mesa y pregunta a quién le gusta la
carne roja y a quién más cocida, y enseguida estamos comiendo. En la cena Nabel
es más comunicativa. Mientras ellos conversan nosotras descubrimos que tenemos
vidas similares. Nabel me pide consejos sobre las plantas y entonces yo me
animo y hablo de las recetas para la fertilidad. Lo traigo a cuenta como algo
gracioso, una ocurrencia, pero Nabel enseguida se interesa y descubro que ella
también las practicó. —¿Y las salidas? ¿Las cacerías nocturnas? —digo
riéndome—. ¿Los guantes, las mochilas? —Nabel se queda un segundo en silencio,
sorprendida, y después se echa a reír conmigo. —¡Y las linternas! —dice ella y
se agarra la panza— ¡esas malditas pilas que no duran nada! Y yo, casi
llorando: —¡Y las redes! ¡La red de Pol! —¡Y la de Arnol! —dice ella—. ¡No
puedo explicarte! Entonces ellos dejan de hablar. Arnol mira a Nabel, parece
sorprendido. Ella no se ha dado cuenta todavía: se dobla en un ataque de risa,
golpea la mesa dos veces con la palma de la mano; parece que trata de decir
algo más, pero apenas puede respirar. La miro divertida, lo miro a Pol, quiero
comprobar que también la está pasando bien, y entonces Nabel toma aire y
llorando de risa dice: —Y la escopeta. —Vuelve a golpear la mesa—. ¡Por Dios,
Arnol! ¡Si sólo dejaras de disparar! Lo hubiéramos encontrado mucho más
rápido... Arnol mira a Nabel como si quisiera matarla y al fin larga una risa
exagerada. Vuelvo a mirar a Pol, que ya no se ríe. Arnol levanta los hombros
resignado, buscando en Pol una mirada de complicidad. Después hace el gesto de
apuntar con una escopeta y dispara. Nabel lo imita. Lo hacen una vez más
apuntándose uno al otro, ya un poco más calmados, hasta que dejan de reír.
—Ay... Por favor... —dice Arnol, y acerca la fuente para ofrecer más carne—,
por fin gente con quien compartir toda esta cosa... ¿Alguien quiere más?
—Bueno, ¿y dónde está? Queremos verlo —dice al fin Pol. —Ya van a verlo —dice
Arnol. —Duerme muchísimo —dice Nabel. —Todo el día. —¡Entonces lo vemos
dormido! —dice Pol. —Ah, no, no —dice Arnol—, primero el postre que cocinó Ana,
después un buen café, y acá mi Nabel preparó algunos juegos de mesa. ¿Te gustan
los juegos de estrategia, Pol? —Pero nos encantaría verlo dormido. —No —dice
Arnol—. Digo, no tiene ningún sentido verlo así. Para eso pueden verlo
cualquier otro día. Pol me mira un segundo, después dice: —Bueno, el postre
entonces. Ayudo a Nabel a levantar las cosas. Saco el pastel que Arnol había
acomodado en la heladera, lo llevo a la mesa y lo preparo para servir.
Mientras, en la cocina, Nabel se ocupa del café. —¿El baño? —dice Pol. —Ah, el
baño... —dice Arnol y mira hacia la cocina, quizá buscando a Nabel—, es que no
funciona bien y... Pol hace un gesto para restarle importancia al asunto.
—¿Dónde está? Quizá sin quererlo, Arnol mira hacia el pasillo. Entonces Pol se
levanta y empieza a caminar, Arnol también se levanta. —Te acompaño. —Está
bien, no hace falta —dice Pol ya entrando al pasillo. Arnol lo sigue algunos
pasos. —A tu derecha —dice—, el baño es el de la derecha. Sigo a Pol con la
mirada hasta que finalmente entra al baño. Arnol se queda unos segundos de
espaldas a mí, mira hacia el pasillo. —Arnol —digo, es la primera vez que lo
llamo por su nombre—, ¿te sirvo? —Claro —dice él—, me mira y se da vuelta otra
vez hacia el pasillo. —Servido —digo, y empujo el primer plato hasta su sitio—;
no te preocupes, va a tardar. Sonrío para él, pero no responde. Regresa a la mesa.
Se sienta en su lugar, de espaldas al pasillo. Parece incómodo, pero al fin
corta con el tenedor una porción enorme de su postre y se la lleva a la boca.
Lo miro sorprendida y sigo sirviendo. Desde la cocina Nabel pregunta cómo nos
gusta el café. Estoy por contestar, pero veo a Pol salir silenciosamente del
baño y cruzarse a la otra habitación. Arnol me mira esperando una respuesta.
Digo que nos encanta el café, que nos gusta de cualquier forma. La luz del
cuarto se enciende y oigo un ruido sordo, como algo pesado sobre una alfombra.
Arnol va a volverse hacia el pasillo así que lo llamo: —Arnol. —Me mira, pero
empieza a incorporarse. Oigo otro ruido; enseguida Pol grita y algo cae al
piso, una silla quizá, un mueble pesado que se mueve y después cosas que se
rompen. Arnol corre hacia el pasillo y toma el rifle que está colgado en la
pared. Me levanto para correr tras él, Pol sale del cuarto de espaldas, sin
dejar de mirar hacia adentro. Arnol va directo hacia él pero Pol reacciona, lo
golpea para quitarle el rifle, lo empuja hacia un lado y corre hacia mí. No
alcanzo a entender qué pasa, pero dejo que me tome del brazo y salimos. Oigo la
puerta ir cerrándose lentamente detrás nuestro y después el golpe que vuelve a
abrirla. Nabel grita. Pol sube a la camioneta y la enciende, yo subo por mi
lado. Salimos marcha atrás y por unos segundos las luces iluminan a Arnol que
corre hacia nosotros. Ya en la ruta andamos un rato en silencio, tratando de
calmarnos. Pol tiene la camisa rota, casi perdió por completo la manga derecha
y en el brazo le sangran algunos rasguños profundos. Nos acercamos a nuestra
casa a toda velocidad y a toda velocidad nos alejamos. Lo miro para detenerlo
pero él respira agitado; las manos tensas aferradas al volante. Examina hacia
los lados el campo negro, y hacia atrás por el espejo retrovisor. Deberíamos
bajar la velocidad. Podríamos matarnos si un animal llegara a cruzarse.
Entonces pienso que también podría cruzarse uno de ellos: el nuestro. Pero Pol
acelera aún más, como si desde el terror de sus ojos perdidos contara con esa
posibilidad.
en Pájaros en
la boca, 2010
1 comentario:
Intrigante hasta el final.
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