Estaban tensos. También él tendría que jugar, estaba claro.
Iban de un lado a otro, recorriendo las habitaciones de su residencia en la
calle Vilma-Királynó de Budapest, el hombre (el jugador de hockey), la mujer y
el hermano de Viena. No tenían nada que hacer, nada que preparar. Ya habían
comido y ahora les esperaba una taza de café. Era un momento terrible. Todos
sentían el corazón oprimido, cada cual según su carácter, duro o blando, fuerte
o débil; en función de las circunstancias y de la cara que mostrasen, todos se
convertían en un modelo ejemplar o en un objeto de desprecio, a veces las dos
cosas a un tiempo. Ese día tenían una meta común y aprovechaban esta forma
ideal para meter en ella todo lo que sobraba, todo lo que podía escapar a su
control. Al final, había dejado de ser un objetivo más o menos apetecible y se
había convertido en una maleta demasiado llena, a punto de estallar. El sendero
que debían recorrer para alcanzar su propósito era estrecho, el cielo estaba
cubierto de nubes y el frío calaba hasta los huesos, pero ellos no estaban
dispuestos a permitir que estas circunstancias hiciesen mella en su ánimo, cada
vez que les entraban dudas, se aferraban con todas sus fuerzas al interés
deportivo del evento. Por otra parte, los tres tenían un ejemplo que seguir,
alguien que sólo mostraba una cara, que no fingía, al que no se le podía hacer
ningún reproche, no se le podía poner ningún reparo, que no se movía por
interés, que no calculaba lo que debía o le debían antes de abrir su corazón:
se trataba de Ernö, un jovencito verdaderamente guapo, que esperaba con sincera
ilusión el partido de hockey, simplemente porque iba a ser testigo de cómo su
padre luchaba a brazo partido por llevar al equipo a la victoria.
El rival es un equipo de Leipzig. Hoy, sábado por la tarde, se
juega un partido amistoso entre los reservas de ambos clubes; mañana, domingo,
el partido oficial. Ayer por la noche, los alemanes fueron recibidos por sus
colegas húngaros en la estación de ferrocarril de Keleti, la estación del Este.
La periferia de Budapest es la más espantosa que quepa
imaginar. Resulta de lo más inconveniente. En todas las grandes ciudades
europeas, la periferia tiene como referencia la urbe de la que depende y que,
en cierto modo, la respalda; su peso específico diluye los márgenes, que pasan
a verse como el poso que queda después de un proceso de decantación y, de este
modo, escapan a cualquier crítica. Aquí no es así. Al contrarío, el carácter de
esta nación contrasta dramáticamente con las casas que se han construido en los
suburbios, y la impresión cuando uno ve salir a la gente por las sucias puertas
de sus viviendas es doblemente desoladora. ¡Estamos ante un barrio de cartón
piedra! Si uno rascase esa capa artificial, volvería a encontrarse con la
estepa húngara en toda su pureza. Resulta terrible. Es una mentira que hiere la
sensibilidad por su sutileza, es como la imagen de una sala de reuniones en una
escuela a las dos de la mañana o como la chimenea de una fábrica en un pueblo
de los Alpes. A uno le cuesta entender este tipo de «realidades» de cartón
piedra. Nos resistimos a aceptarlas.
En cualquier caso, el color verde grisáceo del terreno de
juego, la tribuna, los vestuarios, la madera del complejo deportivo abrasada
por el sol, la escalerilla retorcida que da acceso a las gradas y los primeros
jugadores que saltan al campo con su colorido atuendo… forman una unidad,
levantan una barrera que contiene la mugre que se acumula alrededor. Nuestros
tres protagonistas también se sienten a gusto. Sus conocidos los saludan y les
muestran su apoyo. Han encontrado su lugar y ahora están más cerca de lograr su
propósito. Todo va mucho mejor de lo que cabía esperar. Por un momento les
embarga la misma sensación que tiene un hombre cuando, de repente, siente sus
bolsillos vacíos o más ligeros que antes y cree que ha perdido algo por el
camino… Eso es exactamente lo que sienten ellos: «Esto es demasiado bueno para
ser verdad».
Al fin comienza el partido, el silbato del árbitro desencadena
el movimiento en el centro del campo. De pronto, todo son piernas que corren.
Adelante. Atrás. Clac, clac… ¡Gooool! Una locomotora silba detrás de la valla,
mientras se desliza perezosamente sobre la vía de servicio. Los jugadores sacan
de nuevo desde el centro. Al otro lado del terreno de juego, justo enfrente de
la tribuna, se encuentran los jardines Schreber, pequeñas parcelas de tierra,
situadas en las afueras de la ciudad, pertenecientes a obreros que las
cultivan. Infinidad de casitas pegadas unas a otras, nubes de humo que
ascienden de sus chimeneas, el cerdo que gruñe. El público —muy poco numeroso,
un puñado de amigos y conocidos— se inquieta. Cunde el desánimo. Sus murmullos
suenan como el soplo del viento entre los arbustos. El marcador muestra un
contundente 10-0. Gana Leipzig. Aún estamos en la primera mitad y todavía
quedan diez minutos para el descanso. El árbitro vuelve a pitar. El partido se
detiene. Se llevan a un jugador alemán lesionado. Poco después, uno de los
húngaros se retuerce en el suelo. Gime de dolor. Todos lo miran. Huele a humo.
Es natural, al fin y al cabo el ferrocarril pasa por allí mismo; sin embargo,
alguien levanta la mirada…
Parte del tejado de la tribuna está ardiendo. Las llamas no son
muy altas y están localizadas en un punto, todavía no se han extendido por el
resto de la estructura. Los espectadores se ponen en pie. ¿Hay algún herido? El
equipo húngaro irrumpe en las gradas con cubos llenos de agua. ¡¿De dónde los
habrán sacado tan rápido?! Dirigidos por nuestro amigo, que muestra su cara más
heroica, sofocan el incendio. El pequeño Ernö está entusiasmado. Los rumores
sobre los heridos se mezclan con los que especulan sobre la causa del incendio.
¿Habrá sido por una chispa que ha venido volando desde alguna locomotora? La
intención de los equipos es retomar el juego cuanto antes. La incidencia se ha
resuelto satisfactoriamente. El pequeño Ernö exulta de alegría. Ha descubierto
que ahora en el tejado hay un pequeño agujero a través del cual se ve el cielo.
¡¿Ya anochece?! ¡No! Los jugadores vuelven por fin al campo y el partido
continúa. Pero ¿qué escándalo es ése? Nadie sabe de qué se trata… Bien sea por
el humo de los trenes que se extiende por el terreno de juego, bien sea porque
ya es de noche, el caso es que no se ve lo que está ocurriendo. ¡¿¿Qué es lo
que sucede ahora??! Se empiezan a oír gruñidos. Están asombrosamente cerca.
Parecen cerdos. De repente, se ve uno justo delante de la tribuna. Sale
corriendo y el equipo se precipita tras él. Sin que nadie lo haya previsto, el
campo se ha llenado de extraños que gritan, profieren terribles maldiciones y
van de un lado a otro persiguiendo a cinco cerdos, que al parecer se han
escapado de los jardines Schreber. Es una cacería implacable. Uno de los cerdos
debe de haber recibido una patada. ¡¿O se trata de uno de los dos lesionados de
antes, que vuelve a estar en el suelo, porque un cerdo ha arremetido contra
él?! Por lo que dicen, se ha visto a uno de los animales en el tejado. ¡No
puede ser! ¡Menudo disparate! ¡Qué escándalo! El partido se reanuda. Ya estamos
a mitad del segundo tiempo. Gana Leipzig 19-0, pero hay algo que oscurece este
dato abrumador. Todo está gris, no sólo el verde del terreno de juego.
A través de la nebulosa que cubre el complejo deportivo se
vislumbra el fuego de unos altos hornos que arde en el horizonte. Según dicen,
es así cada tarde.
El árbitro hace sonar el silbato. Los jugadores se reúnen en
grupos. Está refrescando. En la oscuridad todo parece más grande. Es como una
sala cuyas paredes se hubieran cambiado por puertas de batientes. Nuestros tres
protagonistas se encuentran por fin. El hermano lleva al muchacho de la mano.
Su figura se desdibuja, salen unos al encuentro de otros como si fueran nubes.
Se han acercado a la meta. Sus sonrisas son como una mutua enhorabuena que
queda flotando en el aire. En ese momento, alguien grita: «¡Mirad, la doncella
de la calle Vilma-Királynó ha venido con un telegrama urgente!». En una esquina
de la tribuna se enciende una bombilla eléctrica que rompe la oscuridad de la
noche. El hombre está leyendo el telegrama, su rostro se endurece, se vuelve
hacia su mujer y habla con ella en voz baja.
Es la noticia de una defunción, la de una persona muy cercana.
El suceso pesa gravemente en el alma de todos. Parece mentira. Es como cuando
una tabla lisa cae de golpe sobre la superficie del agua: al principio todo se
mantiene igual, parece que el equilibrio no se ha visto afectado, aunque en
realidad se ha perdido sin remedio y en un momento se precipita al fondo. El
hermano tiene los ojos fijos en su cuñado…
No ve a su hermana. Sabe de su existencia, pero no está allí.
No es que falte, no es que esté ausente en un sentido físico, no, lo que ocurre
es que no existe un espacio en el que la pueda ubicar. La sensación se vuelve
tan real que sus ojos contemplan con terror un gran agujero que se ha abierto
en el gris de la tarde, un agujero que permanece vacío.
Ha pasado a un palmo de ella sin verla. Sabe que no puede
culpar a la oscuridad del crepúsculo: ha pasado a su lado sin verla, y eso es
un hecho que no admite matices. Ahora que se acerca a él, distingue una figura
blanca con un vestido de verano. Su rostro está extremadamente pálido. Flota en
medio de la luz que rasga las tinieblas de las que parece surgir. Él se asusta,
pero no es el sobresalto que se experimenta ante algo inesperado, es mucho más
lento, no es como el espasmo de un músculo que se estremece (apenas un temblor
que sólo afecta a la superficie del cuerpo), es algo más profundo que lo
descoloca todo, un hondo vacío que, una vez que se ha abierto, tarda mucho en
cerrarse entre las dudas y el dolor.
La alegría de aquella tarde había expandido su espíritu y
contribuyó a retirar los escombros que entonces lo cubrían; así, cuando las
puertas de la sala se abrieron con la solemnidad que la ocasión requería,
estaban preparados para recibir el destino con lucidez y recogimiento, porque
ahora todo había cambiado por completo.
en
Relatos breves y microrrelatos, 1972
1 comentario:
Qué gran texto. Reediten a Heimito, por favor.
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