lunes, julio 03, 2017

“El partido de hockey”, de Heimito von Doderer






Estaban tensos. También él tendría que jugar, estaba claro. Iban de un lado a otro, recorriendo las habitaciones de su residencia en la calle Vilma-Királynó de Budapest, el hombre (el jugador de hockey), la mujer y el hermano de Viena. No tenían nada que hacer, nada que preparar. Ya habían comido y ahora les esperaba una taza de café. Era un momento terrible. Todos sentían el corazón oprimido, cada cual según su carácter, duro o blando, fuerte o débil; en función de las circunstancias y de la cara que mostrasen, todos se convertían en un modelo ejemplar o en un objeto de desprecio, a veces las dos cosas a un tiempo. Ese día tenían una meta común y aprovechaban esta forma ideal para meter en ella todo lo que sobraba, todo lo que podía escapar a su control. Al final, había dejado de ser un objetivo más o menos apetecible y se había convertido en una maleta demasiado llena, a punto de estallar. El sendero que debían recorrer para alcanzar su propósito era estrecho, el cielo estaba cubierto de nubes y el frío calaba hasta los huesos, pero ellos no estaban dispuestos a permitir que estas circunstancias hiciesen mella en su ánimo, cada vez que les entraban dudas, se aferraban con todas sus fuerzas al interés deportivo del evento. Por otra parte, los tres tenían un ejemplo que seguir, alguien que sólo mostraba una cara, que no fingía, al que no se le podía hacer ningún reproche, no se le podía poner ningún reparo, que no se movía por interés, que no calculaba lo que debía o le debían antes de abrir su corazón: se trataba de Ernö, un jovencito verdaderamente guapo, que esperaba con sincera ilusión el partido de hockey, simplemente porque iba a ser testigo de cómo su padre luchaba a brazo partido por llevar al equipo a la victoria.

El rival es un equipo de Leipzig. Hoy, sábado por la tarde, se juega un partido amistoso entre los reservas de ambos clubes; mañana, domingo, el partido oficial. Ayer por la noche, los alemanes fueron recibidos por sus colegas húngaros en la estación de ferrocarril de Keleti, la estación del Este.

La periferia de Budapest es la más espantosa que quepa imaginar. Resulta de lo más inconveniente. En todas las grandes ciudades europeas, la periferia tiene como referencia la urbe de la que depende y que, en cierto modo, la respalda; su peso específico diluye los márgenes, que pasan a verse como el poso que queda después de un proceso de decantación y, de este modo, escapan a cualquier crítica. Aquí no es así. Al contrarío, el carácter de esta nación contrasta dramáticamente con las casas que se han construido en los suburbios, y la impresión cuando uno ve salir a la gente por las sucias puertas de sus viviendas es doblemente desoladora. ¡Estamos ante un barrio de cartón piedra! Si uno rascase esa capa artificial, volvería a encontrarse con la estepa húngara en toda su pureza. Resulta terrible. Es una mentira que hiere la sensibilidad por su sutileza, es como la imagen de una sala de reuniones en una escuela a las dos de la mañana o como la chimenea de una fábrica en un pueblo de los Alpes. A uno le cuesta entender este tipo de «realidades» de cartón piedra. Nos resistimos a aceptarlas.

En cualquier caso, el color verde grisáceo del terreno de juego, la tribuna, los vestuarios, la madera del complejo deportivo abrasada por el sol, la escalerilla retorcida que da acceso a las gradas y los primeros jugadores que saltan al campo con su colorido atuendo… forman una unidad, levantan una barrera que contiene la mugre que se acumula alrededor. Nuestros tres protagonistas también se sienten a gusto. Sus conocidos los saludan y les muestran su apoyo. Han encontrado su lugar y ahora están más cerca de lograr su propósito. Todo va mucho mejor de lo que cabía esperar. Por un momento les embarga la misma sensación que tiene un hombre cuando, de repente, siente sus bolsillos vacíos o más ligeros que antes y cree que ha perdido algo por el camino… Eso es exactamente lo que sienten ellos: «Esto es demasiado bueno para ser verdad».

Al fin comienza el partido, el silbato del árbitro desencadena el movimiento en el centro del campo. De pronto, todo son piernas que corren. Adelante. Atrás. Clac, clac… ¡Gooool! Una locomotora silba detrás de la valla, mientras se desliza perezosamente sobre la vía de servicio. Los jugadores sacan de nuevo desde el centro. Al otro lado del terreno de juego, justo enfrente de la tribuna, se encuentran los jardines Schreber, pequeñas parcelas de tierra, situadas en las afueras de la ciudad, pertenecientes a obreros que las cultivan. Infinidad de casitas pegadas unas a otras, nubes de humo que ascienden de sus chimeneas, el cerdo que gruñe. El público —muy poco numeroso, un puñado de amigos y conocidos— se inquieta. Cunde el desánimo. Sus murmullos suenan como el soplo del viento entre los arbustos. El marcador muestra un contundente 10-0. Gana Leipzig. Aún estamos en la primera mitad y todavía quedan diez minutos para el descanso. El árbitro vuelve a pitar. El partido se detiene. Se llevan a un jugador alemán lesionado. Poco después, uno de los húngaros se retuerce en el suelo. Gime de dolor. Todos lo miran. Huele a humo. Es natural, al fin y al cabo el ferrocarril pasa por allí mismo; sin embargo, alguien levanta la mirada…

Parte del tejado de la tribuna está ardiendo. Las llamas no son muy altas y están localizadas en un punto, todavía no se han extendido por el resto de la estructura. Los espectadores se ponen en pie. ¿Hay algún herido? El equipo húngaro irrumpe en las gradas con cubos llenos de agua. ¡¿De dónde los habrán sacado tan rápido?! Dirigidos por nuestro amigo, que muestra su cara más heroica, sofocan el incendio. El pequeño Ernö está entusiasmado. Los rumores sobre los heridos se mezclan con los que especulan sobre la causa del incendio. ¿Habrá sido por una chispa que ha venido volando desde alguna locomotora? La intención de los equipos es retomar el juego cuanto antes. La incidencia se ha resuelto satisfactoriamente. El pequeño Ernö exulta de alegría. Ha descubierto que ahora en el tejado hay un pequeño agujero a través del cual se ve el cielo. ¡¿Ya anochece?! ¡No! Los jugadores vuelven por fin al campo y el partido continúa. Pero ¿qué escándalo es ése? Nadie sabe de qué se trata… Bien sea por el humo de los trenes que se extiende por el terreno de juego, bien sea porque ya es de noche, el caso es que no se ve lo que está ocurriendo. ¡¿¿Qué es lo que sucede ahora??! Se empiezan a oír gruñidos. Están asombrosamente cerca. Parecen cerdos. De repente, se ve uno justo delante de la tribuna. Sale corriendo y el equipo se precipita tras él. Sin que nadie lo haya previsto, el campo se ha llenado de extraños que gritan, profieren terribles maldiciones y van de un lado a otro persiguiendo a cinco cerdos, que al parecer se han escapado de los jardines Schreber. Es una cacería implacable. Uno de los cerdos debe de haber recibido una patada. ¡¿O se trata de uno de los dos lesionados de antes, que vuelve a estar en el suelo, porque un cerdo ha arremetido contra él?! Por lo que dicen, se ha visto a uno de los animales en el tejado. ¡No puede ser! ¡Menudo disparate! ¡Qué escándalo! El partido se reanuda. Ya estamos a mitad del segundo tiempo. Gana Leipzig 19-0, pero hay algo que oscurece este dato abrumador. Todo está gris, no sólo el verde del terreno de juego.

A través de la nebulosa que cubre el complejo deportivo se vislumbra el fuego de unos altos hornos que arde en el horizonte. Según dicen, es así cada tarde.

El árbitro hace sonar el silbato. Los jugadores se reúnen en grupos. Está refrescando. En la oscuridad todo parece más grande. Es como una sala cuyas paredes se hubieran cambiado por puertas de batientes. Nuestros tres protagonistas se encuentran por fin. El hermano lleva al muchacho de la mano. Su figura se desdibuja, salen unos al encuentro de otros como si fueran nubes. Se han acercado a la meta. Sus sonrisas son como una mutua enhorabuena que queda flotando en el aire. En ese momento, alguien grita: «¡Mirad, la doncella de la calle Vilma-Királynó ha venido con un telegrama urgente!». En una esquina de la tribuna se enciende una bombilla eléctrica que rompe la oscuridad de la noche. El hombre está leyendo el telegrama, su rostro se endurece, se vuelve hacia su mujer y habla con ella en voz baja.

Es la noticia de una defunción, la de una persona muy cercana. El suceso pesa gravemente en el alma de todos. Parece mentira. Es como cuando una tabla lisa cae de golpe sobre la superficie del agua: al principio todo se mantiene igual, parece que el equilibrio no se ha visto afectado, aunque en realidad se ha perdido sin remedio y en un momento se precipita al fondo. El hermano tiene los ojos fijos en su cuñado…

No ve a su hermana. Sabe de su existencia, pero no está allí. No es que falte, no es que esté ausente en un sentido físico, no, lo que ocurre es que no existe un espacio en el que la pueda ubicar. La sensación se vuelve tan real que sus ojos contemplan con terror un gran agujero que se ha abierto en el gris de la tarde, un agujero que permanece vacío.

Ha pasado a un palmo de ella sin verla. Sabe que no puede culpar a la oscuridad del crepúsculo: ha pasado a su lado sin verla, y eso es un hecho que no admite matices. Ahora que se acerca a él, distingue una figura blanca con un vestido de verano. Su rostro está extremadamente pálido. Flota en medio de la luz que rasga las tinieblas de las que parece surgir. Él se asusta, pero no es el sobresalto que se experimenta ante algo inesperado, es mucho más lento, no es como el espasmo de un músculo que se estremece (apenas un temblor que sólo afecta a la superficie del cuerpo), es algo más profundo que lo descoloca todo, un hondo vacío que, una vez que se ha abierto, tarda mucho en cerrarse entre las dudas y el dolor.

La alegría de aquella tarde había expandido su espíritu y contribuyó a retirar los escombros que entonces lo cubrían; así, cuando las puertas de la sala se abrieron con la solemnidad que la ocasión requería, estaban preparados para recibir el destino con lucidez y recogimiento, porque ahora todo había cambiado por completo.



en Relatos breves y microrrelatos, 1972






1 comentario:

Ediciones Lastarria dijo...

Qué gran texto. Reediten a Heimito, por favor.