miércoles, julio 26, 2017

«El borde peligroso de las cosas», de Juan Forn







Había sido el año en que el país estuvo a punto de volar en mil pedazos (si es que no había volado ya, sin que nos diésemos cuenta), el año en que se pulverizaron todas las expectativas individuales a corto y a mediano plazo, y con ellas todos los futuros posibles menos aquel que nos resistíamos a imaginar. En los últimos catorce meses habíamos vivido sin saber a qué equivalía exactamente la plata que llevábamos en el bolsillo, si no daba siquiera para pagar una cerveza o sería suficiente para rajarse un fin de semana a la costa, casino incluido. Seguramente había muchos que estaban peor, de ánimo y de plata, muchísimos; pero también había unos cuantos que estaban mejor, que conseguían llegar al final del día sin pensar en todo esto, o que no se sentían llamados a grandes cosas y a merecer algo más que lo que ofrecía este puto país. Javier Messen no. Quiero decir: Javier Messen no pensaba en ninguna de estas cosas, al menos voluntariamente, al menos cuando empezó esta historia.

            Lo que sí hacía era mirar a su mujer a veces, con esa cara un poco idiota que delata enseguida que uno está de nuevo pensando algo que no sabe o no puede o no vale la pena contar al otro. Lo suyo no era en absoluto el esfuerzo nuestro cotidiano, de reprimir la pregunta que aquel año no conseguíamos ahuyentar de nuestras cabezas. La pregunta del millón: «¿Por qué, por qué nos tuvo que tocar justo a nosotros este lugar y esta época de mierda para ser jóvenes?». No, no, no. La primera y única vez que Javier Messen pensó esa pregunta no fue del todo para sí mismo, o al menos no hizo lo que todos nosotros, tragársela y de esa manera inaugurar el torturante rito de reprimirla y tener que disimularla después cada vez que volviera empecinadamente. Él la pronunció al mismo tiempo que la pensaba, más perplejo que indignado o harto, y su linda mujercita le dijo: «Javier, tengo náuseas».

            Claro que eso había sido siete meses antes, cuando ella se acababa de enterar del resultado de los análisis y todo le daba leves náuseas. Nunca antojos; eso era notable: en casi nueve meses no había tenido un solo antojo. Ni dolores tampoco; solamente leves náuseas de tanto en tanto y esa cara de satisfecha y sonriente resignación a toda hora. ¿Eran para alegrarse, aquellos síntomas, o había que tomarlos como un signo preocu-pante más? De esa clase eran los dilemas de Javier Messen. Y ahora, en el calor agobiante de enero, ella estaba a punto de parir. Cosa que a él le parecía natural, y hasta lo habría hecho muy feliz si, en las últimas semanas, no hubieran empezado a inquietarlo un poco ciertas cosas. Como el momento en que se miraba en el espejo cada mañana al afeitarse y se sentía pensar: ¿Cuánto envejecí desde ayer? ¿Hay alguien llevando la cuenta de esas cosas?

            Y también aquella otra forma de inquietud que sólo aparecía en su oficina del Banco, el lugar donde hasta entonces sólo pensaba positiva-mente: esas horas cada vez más largas en que no podía hacer otra cosa que mirar el techo preguntándose de qué dependían ciertas decisiones, como la de abandonar todo y empezar de nuevo, en limpio. ¿De la desesperación, del hartazgo, del afán de aventuras, de la plata que tenía uno ahorrada en el banco o en el cajón de la mesa de luz? ¿Y después qué? No después que se acabara la plata sino después que uno consiguiese más, lavando platos o fabricando artesanías o trabajando en una estación de servicio. ¿Volver arrepentido pero satisfecho? ¿Alejarse un poco más? ¿Ir consiguiendo trabajos mejores en el mismo lugar hasta llegar a la misma situación de la que había escapado?

            Javier Messen tenía solamente dos cosas en claro, en esos momen-tos: los reputísimos veintinueve (no dólares, ni yens, ni krugerrands; los reputísimos no más veintisiete ni veintiocho años), y aquello que latía y pateaba a cincuenta cuadras de distancia del Banco, en la barriga de su mujer, aquello que súbitamente parecía haberse convertido no en la felicidad que él esperaba, sino en el detonante de esa letanía que rever-beraba en su cabeza (veintinueve, veintinueve). Porque aquel volumen redondeado invariablemente cobraba vida un segundo antes de que empezara la letanía en su cabeza, cuando él estaba mirando televisión por ejemplo, y apoyaba la mano en la barriga de su mujer («Mirá, se mueven todo el tiempo, en eso al menos no van a salir a vos», decía ella).

            Y entonces llegó Manú. Sin avisar, por supuesto. Simplemente se le apareció una tarde en su oficina del Banco (su cubículo, para ser más fieles a la verdad), con su media sonrisa de siempre, el pelo de un color y un corte indefinibles (mechones rojizos, amarillentos y negros, tan desparejos que no podía ser algo meramente accidental), babuchas, zapatillas chinas y una camisa púrpura con por lo menos cuarenta y dos botones micros-cópicos, cerrada hasta arriba.

            —Hola, compadre —dijo—. Ando buscando a un amigo, Javier Me-ssen, que es increíblemente parecido a vos. Un poquito más joven y menos trajeado, pero igualito.

            Se miraron sin moverse, Javier sentado frente a su teclado y panta-lla, Manú apoyado contra la puerta. El Banco seguía en su ritmo frenético de las dos y media de la tarde: teléfonos sonando sin parar, gente yendo y viniendo con papeles en la mano, computadoras imprimiendo cantidades industriales y perfectamente inútiles de cifras y resúmenes de cuenta. Manú levantó las cejas, sin mover el peso de su cuerpo de la puerta. Javier sacudió la cabeza y dijo:

            —Muy gracioso. Muy gracioso.

            Y se abrazaron, larga y torpemente. Manú seguía siendo más gran-dote, y fue el primero en separarse del abrazo. Cuando sonó el teléfono en el cubículo, sin embargo, sostuvo a Javier de la corbata y le dijo en voz exageradamente baja:

            —Hacé saltar la banca, compadre. Después yo te ayudo a gastar la plata.

            Por esa clase de cosas Manú había sido su mejor amigo durante tan-to tiempo, hasta que Javier prefirió no acompañarlo a Europa sino terminar la Facultad. Por esa clase de cosas Manú podía volver de repente, después de seis años sin dar casi señales de vida (una vez había llamado por teléfono en medio de la noche desde algún lugar de Italia, cobro revertido, para contarle que iba a trabajar en la vendimia y pagarse así el pasaje de vuelta; eso había sido cuatro años antes, y los cincuenta minutos de comunicación le consumieron un tercio del sueldo a Javier); por esa clase de cosas Manú podía volver de repente y conseguir que se generara en el acto la misma estrecha complicidad entre los dos. Aunque en ese tiempo se hubiesen convertido en otras personas. Aunque el aspecto actual de cada uno expresara mucho más categóricamente las diferencias que parecían separarlos que las afinidades que los habían unido contra el resto del mundo hasta seis años antes.

            Javier atendió el teléfono, tecleó algo en la computadora y dictó cifras y explicaciones sobre futuros movimientos del dólar y las commo-dities en el mercado local. Cuando cortó, miró a Manú con una sonrisa culpable y se desajustó un poco la corbata.

            —Nadie puede hacer saltar la banca. Desde este lugar, al menos.

            —Me lo sospechaba, Javi. No importa; otra vez será. Además, hubie-ra sido un trastorno tener tanta plata, ¿no?

            —Un verdadero trastorno.

            —En serio. Pensalo: abogados, contadores, reuniones de accionistas, sobornos a políticos… ¿Qué más, me olvido de algo?

            —No sé. Nunca fui millonario.

            —No importa; yo te quiero igual. Aunque un par de millones… Por ahí te hacían más querible, quién te dice. Ahora me tendrías que preguntar cuándo llegué y en dónde estoy parando, ¿no? Si seguís siendo el mismo de siempre.

            —Por tu palidez supongo que acabás de llegar del invierno. Y supon-go que sigo siendo el mismo, porque ya me imagino en dónde pensás vivir.

            Manú se rió y salió del cubículo. Volvió enseguida, con un bolso de proporciones alarmantes al hombro, que dejó caer a su lado, y dijo: «Ya estoy listo para salir. Cuando quieras».
Javier cerró teatralmente los ojos.

            —Esto no está pasando. Son las dos y media de la tarde y estoy su-friendo los efectos de las cervezas del almuerzo. Manú, oíme bien y después no digas que no te avisé. Algunas cosas cambiaron, o están a punto de…

            —¿Por Daniela, decís? Hablé con ella desde Ezeiza. En realidad, fue idea suya que viniera directo para acá. Pensamos que te iba a encantar la sorpresa.

            —Me encantó. ¿No se nota? Y supongo que también te dijo que hay lugar de sobra en casa.

            —Vos la conocés mejor que yo, compadre.

            —Pero no te dijo nada más.

            —No. ¿Por?

            —Ya me parecía. Dame veinte minutos para terminar un par de co-sas y salimos.

            —¿Espero acá?

            —Ni se te ocurra. Tengo que trabajar.

            —Tus deseos son órdenes. ¿Veinte minutos? —Y antes de salir agre-gó—: Estás hecho un auténtico yuppie, compadre.

            Daniela fue más expresiva con Manú. Claro que ella era siempre más expresiva, o por lo menos eso es lo que los críticos dijeron de ella mientras duró su brevísima carrera cinematográfica. Además, su inmenso aspecto redondeado despertaba una especie de incredulidad infantil en casi todos aquellos que la habían conocido, flaca y lánguida, antes del embarazo.

            —¿Pero mellizos? ¿Ustedes tienen idea de lo que va a ser? Es… es demasiado —dijo Manú mirando alternativamente a Javier y a Daniela.

            —No planeamos tener dos de un saque. Son cosas que pasan.

            —Y te juro que no hay ninguna diferencia; es igual a un embarazo común. Me siento bárbara. En serio.

            —Me podrías haber avisado, al menos.

            —Me dio no sé qué privarte de este momento, compadre.

            —¿Y acaso vas a decir que no es maravilloso?

            —O sea que hay dos, ahí adentro —dijo Manú, señalando con el mentón la barriga de Daniela—. Qué desastre. Tengo que buscarme un hotel, o algo.

            —No, señor. Usted se queda con nosotros.

            —A mí no me parece tan mala idea, lo del hotel. Si conseguís con-vencerla a ella, por supuesto.

            —¡Javier! Es tu amigo. Cómo va a ir a un hotel.

            —Yo lo llevo. Yo le consigo el cuarto, incluso.

            —Eso. Javier me paga el cuarto.

            —¿Quién dijo pagar?

            —No me dejás alternativa, entonces, compadre.

            —Perfecto —dijo Daniela, y Javier pensó que quizás ella tuviera ra-zón, después de todo.

            Manú no pareció particularmente molesto de dormir en un cuarto con dos cunas y un arsenal de sonajeras y muñecos de felpa sin estrenar. Vació su bolso en un ropero sin ayuda de nadie, se tendió él mismo la cama, salía y entraba sin avisar, de día o de noche, pero casi siempre dormía ahí. Veía videos sin descanso, a veces solo, a veces con ellos, y aceptaba con relativa resignación ir al supermercado cada vez que Daniela le ponía la lista de compras frente a las narices. Javier se sintió casi mejor esos primeros días, o en todo caso pensó que no sólo no debía hacerse cargo de Manú sino que, de alguna manera, hasta empezaba a liberarse de cierta responsabilidad doméstica, intangible pero abrumadora. Pero también, por supuesto, pasó lo que tenía que pasar: que Manú empezara a contar cosas de sus viajes, y las adornase un poco al contarlas, para estar a la altura de las expectativas de su auditorio (a veces sólo Daniela y Javier, a veces invitados también). Por supuesto que no hablaba nunca de esa infinidad de horas muertas en que hubiera dado lo mismo estar en Buenos Aires que en donde estaba. O quizá las mencionó pero su auditorio prefirió no prestar atención a esos detalles aburridos. En cambio, lo escuchaban embobados cuando hablaba de:

            el contrabando de thai-sticks de Hong Kong a Ámsterdam (dos no-ches en un hotel cinco estrellas, un cambio completo en su vestuario y corte de pelo, todo pagado por el impenetrable y anónimo oriental que nunca parecía del todo conforme con el aspecto de Manú llevando esa valija Samsonite de doble fondo);

            el accidentado viaje a Creta trabajando en un pesquero (y el inglés que cayó de pronto al mar en plena noche, y las dos horas de enervante búsqueda en la oscuridad);

            los deprimentes meses trabajando en Estocolmo para el Servicio de Salud (recogiendo borrachos inconscientes de los bancos de las plazas, antes de que murieran de frío);

            la hepatitis que se agarró en Bombay (y la chica alemana que estaba con él y lo abandonó por temor al contagio, o por simple y práctico temperamento germano);

            el verano entero que pasó en una comunidad anarconaturista de El Líbano (todos desnudos día y noche en unas cuevas frente a una cascada, a dos mil metros de altura, comiendo frutas y bayas silvestres hasta el hartazgo total).

            Así había sido la vida de Manú, según Manú. A su favor debe decirse que los cuentos nunca empezaban por iniciativa propia, que no abrumaba ni se excedía, que siempre minimizaba el fundamental hecho de su presencia en aquellos lugares, y lo describía todo de manera que él quedara en un opaco y a veces hasta ridículo segundo plano y se potenciara la intensidad casi inverosímil de aquellos lugares y personajes ignotos. Todos los que pisaron en esos días la casa de Javier y Daniela adoraron a Manú, por supuesto. Incluso aquellos que lo veían irritantemente inútil y carente de objetivos. Era, en el mejor de los casos, un tipo lleno de experiencias. Y, en el peor de los casos, un inofensivo amenizador de sobremesa.

            Lo que ninguno de los presentes notó fue que esas aventuras, y la mera presencia de Manú en la casa, se habían convertido en una cosa para Javier y para ellos y en otra cosa muy diferente para Daniela. Porque ella empezó a sentir, consciente o inconscientemente, no al principio pero sí de a poco y cada vez con mayor frecuencia, que, en fin, quizá se había casado con la persona equivocada.

            ¿Suena demasiado previsible, demasiado obvio? Es algo que no tie-ne remedio. No fue, sin embargo, que se enamorara de Manú; ni siquiera que empezara a gustarle ni una pizca más. Digámoslo así: una parte de Daniela buscó y buscó, y no encontró, el más mínimo detalle de intensidad o aventura o mera inconsciencia en la vida de Javier. O, al menos, en lo que sabía de la vida de Javier, con ella y antes de ella.

            Al quinto o sexto día de la llegada de Manú empezó a experimentar pequeñísimos gestos hostiles, primero sin destinatario aparente, después hacia su marido y todo aquello relacionado con él, y esos gestos desequilibraron su placidez de embarazada y el acuerdo al que había llegado con sus propias emociones y expectativas para el momento de ser madre. Sintió en todos los que la rodeaban una especie de conspiración de paciencia y gentileza, destinada a ignorar cada uno de sus gestos de fastidio, y empezó a aborrecer ese estado de cosas cada día más. Cada hora más. A pesar de su sonrisa perpetua.

            Javier, en cambio, no sintió el menor cuestionamiento hacia su pro-pia vida al oírle contar a Manú sus inverosímiles peripecias euroasiáticas. Ni siquiera se le ocurrió pensar que la impaciencia y brusquedad de Daniela tenían algo que ver con la comparación entre Manú y él, por la sencilla razón de que las cosas entre Manú y él habían sido así siempre, y ella lo sabía (ella quizás había sido la primera en descubrirlo). Es decir: que no eran amigos por ese supuesto parecido debajo de las apariencias (del que los dos tenían cierta idea pero jamás hacían manifiesto), sino precisamente por esas disímiles apariencias que los hacían parecer tan incompatibles. Eran amigos, en suma, porque sabían algo que nadie más sabía de ellos, y también porque no necesitaban ni querían saber nada más sobre el tema.

            Javier no sólo no se preocupó sino que tampoco le habría confesado a Manú esos dilemas que trataba inútilmente de descifrar mirando el techo de su oficina y mirando su cara en el espejo al afeitarse, si no hubiera pasado lo que pasó dos semanas después, mientras estaban comiendo una noche los tres en la cocina y Manú dijo de pronto que había visto Atormentado en el Festival de Biarritz, el día en que le dieron el premio.

            —No tenía la más remota idea de que actuabas vos. Entré de casua-lidad, porque estaba por ahí y al ver los carteles me agarró la nostalgia. Cuando apareciste en la pantalla no lo podía creer; me quedé duro.

            Daniela había tenido un solo papel en el cine: en Atormentado, quizá la única película argentina tolerable de los últimos años. No había sido un protagónico ni mucho menos, le tocó un papel bastante corto y casi sin letra, pero cada vez que entraba en pantalla recibía unos cuantos segundos de casi impúdica exposición, que le habían sacado el jugo al máximo como actriz. En realidad, había actuado de ella misma, pero el director consiguió llevar su manera de ser al paroxismo en los breves minutos que tenía ella en la película. Después de eso le ofrecieron tres o cuatro comerciales (que ella no quiso hacer) y un papel en una telenovela (que le dio más vergüenza que los comerciales) y no la llamaron nunca más. Atormentado se filmó casi sin presupuesto y ella usó su propia ropa en las cinco escenas que le tocaron; quizá por eso a Javier no le impresionó mucho verla en el cine. La misma Daniela sólo cobró conciencia de lo que había hecho cuando se estrenó la película y la gente empezó a mirarla por la calle.

            —Y esperen, que ahora viene lo mejor. Cuando salía de la sala me di cuenta de que tenía delante a Buñuel, el auténtico, y le pregunté qué le habías parecido. ¿Y sabés qué me contestó el viejo?

            —No —dijo Daniela, toda ella pendiente de las palabras de Manú.

            —«Cojonuda, esa chavala. Llegará hasta donde se proponga llegar».

            —¿Dijo eso?

            —Textual.

            —¿Y por qué no llamaste o escribiste para contármelo?

            —No sé. Tenés razón; estuve flojo, ¿no?

            Ella no contestó nada y la conversación fue languideciendo sin re-medio. Dos horas después, cuando Javier entró en su dormitorio, encontró a Daniela sentada en la cama, al lado de una valija abierta llena de ropa. Se cubría la cara con las manos y parecía estar llorando en silencio.

            Esta vez él sí supo qué estaba pasando, pero ya era demasiado tarde. Desde que comentó, mientras tomaban el café, que Buñuel siempre le había parecido sobrevalorado, ella no le dirigió más la palabra. Ahora, y después de insistir cinco o seis veces, consiguió hacerla hablar. Sin embargo, ella no dijo nada sobre las verdaderas causas de su llanto. Esas cosas pasan siempre, con una mujer llorando. En realidad, en esos momentos consiguen ser tan expresivas, tan elocuentes, que incluso si hablan nadie escucha tanto lo que están diciendo como aquello que no dicen y es la evidente clave del asunto. Porque se nota. Y lo que se nota es, en estos casos: el otro tiene la culpa; el otro (marido, novio, amante, amigo o demás variantes) siempre tiene la culpa de lo que les pasa a ellas.

            Javier, como todos los que pasaron alguna vez por una situación así, sintió en aquel momento que de golpe entendía esas ínfimas incongruencias en el comportamiento de ella en los últimos tiempos, y sintió también que ella lo hacía único culpable de cada una de esas situaciones. Sintió, además, que ya era demasiado tarde para intentar nada, al menos en opinión de ella. Y hubo otra cosa que sintió: que en todos esos días, mientras él pensaba en una dirección y no decidía nada, ella pensaba en otra, diametralmente opuesta, y terminaba haciendo esa valija absurda entre hipos y sollozos. Estamos hablando de breves segundos, de breves y silenciosos segundos que después se hacen interminables y atronadores y patéticos y cómicos, en el recuerdo del que debió sufrirlos. Pero así es la vida, ¿no?

            Volviendo a aquel momento, lo único que dijo Daniela fue: «Ya que no te vas vos, me voy yo. Por favor no digas nada, porque ya no tengo fuerzas para discutir. Esto es algo que tendríamos que haber hecho hace tiempo».

            Manú no estaba en el departamento, para alivio de los tres. Javier la miró atónito cerrar la valija y avanzar con la barriga más grande que nunca hasta la puerta de calle. Ahí, Daniela lo frenó con la mano y dijo sus últimas palabras antes de abandonarlo para siempre (realmente parecían querer ser eso, a pesar del estrangulado tono de voz que le salió): «¿Me vas a seguir como un perro hasta lo de mamá?». Y, después de secarse las lágrimas como pudo, le cerró la puerta en la cara.

            Manú encontró a Javier al mediodía siguiente, cuando se levantó. Había vuelto a las siete de la mañana, en un estado tal que ni se tomó el trabajo de apagar la luz que vio en la cocina. Javier pasó la noche entera ahí, con la puerta de la heladera abierta, desvariando y compadeciéndose intermitentemente hasta que se quedó dormido. Se había despertado a la madrugada, dolorido y perplejo, pero no tuvo fuerzas para ir a la cama. A las nueve y media llamó al Banco para avisar que estaba enfermo. En realidad, estaba enfermo: a las diez vomitó el pantagruélico desayuno que se había preparado después de llegar a la conclusión de que sólo le quedaba seguir comiendo y sufriendo sin pensar. No se afeitó ni se bañó; al ver a Manú seguía con el gusto acre del vómito en la boca y con la misma ropa de la noche anterior.

            —Parecés un cadáver, Javi. Qué pasó: ¿fundiste el Banco, al final, y te descubrieron?

            —No queda nada comestible; no te gastes. Daniela me dejó. Supon-go que estoy hecho pedazos.

            Manú cerró la puerta de la heladera y se sentó frente a Javier como si la mesa y las sillas fueran de un material sumamente quebradizo. No hizo falta que dijera ni hiciera nada; durante los cuarenta minutos siguientes Javier habló sin parar, como un zombie, de los mellizos y de lo que creía ver cuando miraba el techo de su oficina, de sus reputísimos veintinueve años y de la placidez de Daniela durante todo el embarazo, de las absurdas anécdotas de Manú y de su propia incapacidad (ya no abstención sino incapacidad) para convertir episodios personales en historias más o menos electrizantes. Porque también su vida tenía episodios dignos de mención, ahora que lo pensaba. Sólo que nunca se le ocurrió que valiese la pena contarlos, que uno terminara de vivirlos cuando los contaba, o algo así. Y después de decir todo esto se abalanzó a la pileta de la cocina y vomitó el té que le había preparado Manú mientras hablaba.

            —Haceme un favor, compadre: date una ducha y dormí un par de horas. Si no querés estar en el dormitorio, tirate en el sofá del living, o en mi cama. Pero tratá de descansar un poco. Yo salgo a comprar algo para comer y vuelvo.

            Javier durmió hasta las siete de la tarde y se despertó en un estado bastante menos comatoso. Se le habían pasado las náuseas y pudo comer un par de sándwiches de miga que le ofreció Manú mientras miraban televisión. A las diez de la noche dijo que necesitaba salir a algún lado o se iba a volver loco. Manú tenía algunos planes para esa noche que no incluían precisamente a Javier. Aunque, pensándolo bien, quizá fuese mejor llevarlo que dejarlo ahí, solo y en ese estado, especialmente porque Manú no tenía la menor idea de cuándo iba a volver.

            Así que media hora después subían por el ascensor de un viejísimo departamento de la calle Reconquista. Javier se dejó llevar como un sonámbulo, sin preguntar nada (el efecto residual de los lexotanil que le había dado Manú para que se durmiera) y, mientras esperaban que les abriesen, Manú se preguntó si realmente valía la pena explicarle adónde estaban yendo. Pónganse en su lugar; miren a Javier: todavía sin afeitar, vestido de una manera que evidencia un desconocimiento pasajero o permanente de su identidad, con la mirada vacía del animal doméstico al sol de la media tarde y la pasiva sordera de aquel que tiene una república de voces aullantes en su interior. ¿Valía la pena explicarle algo? ¿Haría alguna diferencia?

            Dos días después, si les interesa saberlo ahora, dos días después Javier Messen iba a cruzar esa puerta en sentido inverso, es decir en franca y evidente retirada, no tanto porque él estuviese del todo convencido de irse como por los indisimulados empujones de Manú, que veía ciertas cosas con más claridad y pensaba que había llegado el momento de que su amigo retornara a su propia vida, o a lo poco que le quedaba sano de aquella vida que había interrumpido dos largos días antes. Pero eso todavía no importa. O no importa tanto por el momento, aunque no viene nada mal que se sepa por anticipado que Javier entraba ahora en un mundo bizarro, del que nunca había sido ciudadano registrado ni volvería a serlo, con un poco de suerte.

            Cuando se abrió la puerta, Manú lo hizo pasar a un living enorme y con pocos muebles, modernos y metálicos, donde había varias personas que hablaban intensamente y no les dedicaron la menor atención. La chica que les abrió estaba conversando con Manú; tendría no más de catorce años a pesar del tamaño monumental de sus tetas y la cantidad de maquillaje que le empastaba la cara. Era simpática, era de no dejar las manos quietas: mientras conversaba con Manú le acomodó una vez el pelo y le tocaba el brazo o los botones de la camisa sin que ninguno de los dos pareciera consciente de ello.

            La chica señaló de pronto el final del pasillo y Javier siguió a Manú hasta otro cuarto enorme, un dormitorio en desniveles donde la cama doble estaba en una especie de zona encajonada y el resto del piso alfombrado la rodeaba en forma de gradas ascendentes y un poco absurdas. En la cama había una mujer pelirroja de unos cuarenta años, sentada con las piernas recogidas, y un chico de pelo negro larguísimo y una palidez de ascensor a la madrugada. La pelirroja dijo: «Manú, mi amor, trajiste un amigo», y el chico de pelo negro siguió picando una montaña de polvo blanco que tenía en un espejo sobre las piernas. «Pero vengan; sírvanse», dijo la pelirroja.

            La chica había desaparecido en silencio. Manú se sentó a los pies de la cama y aspiró dos líneas y Javier hizo lo mismo, con el angosto tubo metálico que le tendió su amigo y que sintió evaporarse de su mano y hundírsele junto con la cocaína allá arriba, atrás de las cejas. Sintió una náusea muy breve, y después sed, y después nada malo más.

            —Mi amigo se llama Javier. ¿Se puede quedar también?

            —Por supuesto, querido. Tus amigos son mis amigos. Acomódense donde quieran. Acá están tus cosas —dijo la pelirroja y le pasó una bolsita de plástico que tintineaba.

            Manú se levantó y llevó del brazo a Javier al living. Esta vez se sen-taron en un sofá, cerca de los que conversaban. Manú abrió la bolsa, sacó un papel doblado y esparció la cocaína sobre la tapa de un libro que había sobre la mesa. Le pidió a Javier una tarjeta de crédito, armó seis líneas y le cedió las primeras. Javier aspiró dos y Manú le hizo señas con la cabeza, así que aspiró dos más.

            —¿Primera vez?

            Javier asintió mientras se frotaba la nariz. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

            —Arde un poco —dijo.

            —Hace bien. Es mucho más simpática que un médico o un psico-analista y te saca todos los dolores y problemas que ellos no te saben sacar.

            Javier se rió y dijo: «Justo lo que necesito, ¿no? Y, si vos estás así gracias a esto, tan mal no debe hacer. No se te ve nada mal. No parecés un drogadicto, quiero decir». Manú no dijo nada. Javier creyó que ésa era la primera frase inteligente que decía en mucho tiempo, que todo era cuestión de permitirse decir ciertas cosas para sentirse mejor. Y entonces dijo:

            —¿Sabés qué estaba pensando? Que hay solamente dos clases de mujeres: las que te odian y las que te aman. No, no, ésas son de una misma clase. En realidad, están las que nos vuelven locos y las que nos importan un carajo. Pero las que nos importan un carajo terminan por no existir, ¿no? Están ahí, a lo mejor delante de nuestras narices incluso, pero es lo mismo que si no estuvieran. Y las otras… Bueno, con las otras uno nunca sabe si las ama o las odia.

            —No está nada mal esa teoría —dijo Manú—. ¿Y Daniela? Dónde po-nés a Daniela.

            Javier se quedó mirándolo un rato largo.

            —No estaba hablando de Daniela.

            —No me digas.

            —Quién es Daniela —preguntó una mujer que estaba sentada cerca. Javier la miró y creyó reconocerla de algún lado. Era una cara de la televisión, era una típica cara de televisión. ¿Pero de algún aviso, de un programa, del noticiero?

            —Vos sos de la tele.

            —Ése no es problema tuyo, querido. Tu problema es Daniela.

            Manú separó cuatro líneas más, aspiró dos y le pasó el libro a Javier.

            —Voy a buscar algo de tomar. ¿Qué te traigo?

            —Lo que tomes vos —dijo Javier. Y siguió mirando a la mujer de la tele, que no le sacaba los ojos de encima.

            —También podés tomar lo que tomo yo —dijo ella y le alcanzó su vaso.

            Vodka sin hielo, puro. Nada al tragarlo y, al instante, una cascada invertida de fuego blanco del estómago a la garganta. La mujer se sentó al lado de Javier y le limpió con la lengua una lágrima que le colgaba del pómulo. «Decime Charito, ¿sí? Nadie me dice Charito», dijo. Él parpadeó un par de veces y miró alrededor; ninguno de los presentes prestaba la menor atención al sofá donde estaban ellos. Acarició el dorso de la mano de ella con un dedo, muy suavemente, y sintió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Ella no se inmutó, pero las aletas de su nariz se le dilataban al respirar como las branquias de un pez en el agua.

            —Charito, el corazón me late muy fuerte.

            —No es el corazón, querido. Vení a pasear un poco conmigo.

            Salieron del living de la mano, cruzaron otro pasillo y la cocina y un patio descubierto, con plantas marchitas y sillas blancas de jardín muy sucias, y entraron en un cuartito en donde había un lavarropas y una mesa grande tapada con una sábana. Charito se sentó sobre la mesa y atrajo a Javier con las piernas. Él le sacó el vaso de la mano, le dio un trago a ella y tomó un trago él. Ella sacudió su melena y lo miró con los ojos entornados.

            —¿Sabés qué? No hay dos clases de mujeres, querido. Por lo menos, para los tipos como vos. Hay solamente mujeres que hacen con vos lo que se les antoja. ¿Te vas dando cuenta, ahora? —Y le sonreía, con el mentón apuntándole al pecho—. Contestale a Charito. ¿Sí o no?

            Sin decir una palabra Javier la besó, le mordió los labios, volvió a besarla buscándole más la lengua, sintió que la boca de ella estaba más seca todavía que la de él, tomó otro trago de vodka y le pasó el vaso por encima de la blusa, hasta que se transparentaron los pezones. Ella le clavaba los tacos en la parte de atrás de las rodillas cada vez que él se alejaba, pero seguía con su semisonrisa y las manos apoyadas sobre la mesa. Dejó que él le desprendiese los aros con los dientes y que sumergiera la lengua en el hueco de su cuello y detrás de la oreja, pero cuando Javier atacó el primer botón de su blusa le clavó las uñas en el cuello y dijo:

            —No me contestaste.

            Javier oyó reverberar contra los dedos de ella la risa que le subió por la garganta. Se zafó y le pasó el mentón barbudo por toda la cara. Ella no se apartó ni se quejó.

            —Es que siguen habiendo dos clases de mujeres.

            —¿Sí? No me digas. ¿Cuáles?

            —Las demás y Charito. La puta de Charito. Que hace lo que a mí se me antoja.

            Y se le apoyó encima con todo el peso del cuerpo, hasta acostarla contra la mesa. Al enderezarse, le descalzó un pie sin dejar de mirarla, y ella dejó caer el otro zapato y le recorrió la espalda con ese pie mientras se abría la blusa botón por botón.

            —No dejes de hablar. Haceme lo que quieras pero seguí hablando —dijo.

            Mientras lo decía se sacó ella misma la bombacha y buscó la brague-ta de él, todo en un mismo y acrobático movimiento. Cuando se volvió a dejar caer, él la agarró de la blusa y la atrajo con violencia, y en cuanto la penetró supo que iba a acabar enseguida, pero siguió moviéndose como un émbolo. Era ella la que hablaba sin parar, cada vez más excitada con sus propias palabras. Era ella la que pedía que la agarrase del pelo y le pellizcase más fuerte los pezones y sacudía la cabeza espasmódicamente al ritmo de las arremetidas de él, mientras le apretaba los riñones con las piernas y acariciaba a ciegas la sábana que cubría la mesa.

            Dame más, dame toda tu leche, decía, y Javier se movía más rápido y empujaba más hondo y le tiraba más fuerte del pelo y mordía un pezón y otro, hasta que sintió que se internaba en una cascada líquida y caliente y supo que ella estaba acabando y que él estaba acabando por segunda vez. Entonces se arqueó hacia atrás, la incorporó de los codos en cámara lenta y le dio un beso muy suave y muy largo. Después retrocedió unos pasos hasta topar con algo sólido, se deslizó de espaldas y quedó sentado contra la pared, con la bragueta abierta, y las piernas entumecidas.

            Ella se pasó las manos por el pelo varias veces, vació de un trago el vodka del vaso y lo miró mientras se prendía la blusa con cierto esfuerzo.

            —Si creés que vas a poder quedarte dormido así de fácil estás muy confundido, pichón. Oíme: tu nochecita no termina todavía; más bien acaba de empezar. Y las noches acá duran como cincuenta horas. Así que andá haciéndote a la idea, y no digas después que Charito no te avisó. ¿Entendiste?

            Él cerró los ojos, sonrió con lo que supuso era la misma asquerosa semisonrisa de ella y dijo:

            —Charito querida, andate a la puta madre que te parió.

            Y decidió olvidarse olímpicamente de lo que había afuera, detrás del telón de sus párpados cerrados.

            Pero era cierto; el sueño no llegaba. No sólo había rincones de su cuerpo que manifestaban fugaces reacciones autónomas —sacudidas, espasmos, cosquilleos—, sino que también siguió en marcha la maquinaria enrarecida de su mente, en dos y hasta tres planos simultáneos. Y no todos surgían del mismo lugar, curiosamente.

            En alguna zona entre la sien y el nacimiento de la mandíbula, una voz monocorde decía: Estoy dormido y no me doy cuenta; después de fifar yo siempre entro en inmediato sopor, y acabo de echarme dos fierros considerables. Al mismo tiempo, arriba de las encías y detrás del tabique nasal una voz menos ansiosa canturreaba: Nada mal para ser la primera performance, incluso si aceptamos el primero o el segundo polvo como una mera ilusión. Y, en el centro justo de la cabeza, la voz familiar de siempre, diciendo esta vez: Qué queda de mí en casa o en el Banco cuando no estoy ahí; qué dejo de mí y no puedo llevar conmigo cuando estoy en un lugar como éste, donde podría perfectamente no estar sin que variase nada.

            Al rato descubrió que su boca estaba pronunciando sin sonido al-gunas de las palabras que iban y venían por su cabeza. Y que uno de aquellos registros mentales, oh sorpresa, se estaba convirtiendo en un monólogo un poco incoherente dedicado a Daniela. Así que se concentró muy intensamente para bajar el cacofónico volumen interior y remitirse al acto concreto, mecánico y casi heroico de levantarse. Y comprobó, paso por paso, que sus órdenes eran obedecidas con relativa eficiencia por el conglomerado de miembros laxos e indolentes que conformaban su cuerpo. Charito y sus zapatos, claro, brillaban por su ausencia cuando abrió los ojos, todavía sin despegar las manos de la pared, y sintió que su vejiga pedía alivio inmediato.

            En vez de buscar un baño, sin embargo, se trepó al lavarropas, abrió la ventana y meó alegremente hacia abajo. Había pocas estrellas, el cielo estaba turbio y lechoso, y Javier meó hasta vaciarse de cansancio, de memoria y de escalofríos, una mano apoyada en el marco de la ventana y la otra dibujando arabescos con el chorro interminable que regaba el mundo a sus pies.

            Agua; ahora necesitaba un par de litros de agua para compensar los líquidos perdidos. Aunque eso significara volver a enfrentar la demente civilización que entraba y salía (si es que salía alguien alguna vez) de aquel departamento. Entró en la cocina y enfiló directamente al doble piletón lleno de platos y vasos sucios, ignorando el grupito que conversaba al lado de la heladera. Pero ellos no lo ignoraron a él.

            —¿Y vos de dónde venís?

            —Del infierno; ¿no ves la sed que tiene?

            —Yo digo que es el que desapareció con Norma hace un rato, o no se dieron cuenta.

            Javier terminó su tercer vaso de agua, giró y apoyó la cadera contra el mueble de la cocina.

            —Charito —dijo—. Dice que nadie le dice Charito.

            Hubo una carcajada general, y él también se rió. Últimamente se ha-bía convertido en un tipo muy gracioso, hasta para sí mismo. Últimamente estaba hecho una fiera.

            —¿Estamos hablando de la misma persona?

            —Yo te juro que lo vi salir con Norma hace una hora.

            —¿Una hora?

            —¿Quién es Norma, me quieren decir?

            —Norma es el Infierno, y éste viene de ahí.

            —Por qué no se callan y lo dejan contar su episodio con ¿Charito, dijiste? Eso sí: no nos ahorres ningún detalle, por favor. ¿Puede ser? ¿Pedimos demasiado?

            El último en hablar era un flaco de anteojos redondos y poquísimo pelo. Había dos tipos más, uno enano y otro muy gay, y una rubia con dientes de caballo y pómulos auténticos. Los cuatro estaban tomando vino blanco, y parecían habitués de la casa. Javier recuperó su vaso del piletón y lo tendió para que se lo llenaran sin decir una palabra.

            —Quiere beber; el cuento va a ser larguísimo.

            —Si es larguísimo, mejor. Me encantan los cuentos interminables. Servile, dale.

            —¿Se quieren callar?

            Silencio. Expectativa. Todos mirando a Javier.

            —Había una vez una chica en un living que se puso cachonda y se salió con la suya. Sobre una mesa del lavadero del fondo —dijo él, con una sonrisa angelical—. Fin de la historia.

            —Más. Queremos saber más.

            —Sí, sí, sí.

            —¿Sobre una mesa?

            —No. No queremos. Yo, al menos. Sería más de lo mismo. Y, decidi-damente, este caballero no tiene el don de fascinar a través de la palabra.

            —Fascinalo vos, entonces, con alguna de tus historias.

            —¿Más vino?

            —Esta cocina es horrorosa. ¿No podríamos instalamos en algún lu-gar más…?

            —Rico, sos un rico; aunque tu cuento haya sido un bluff. Pero dejá un poco de vino para los demás.

            —¡Manú! Vení, acércate.

            —No nos movemos de acá, les aviso.

            Manú era Manú, y se acercó mirando solamente a Javier, con una media sonrisa cuya otra mitad era falsa sorpresa. Había algo en él que lo diferenciaba del resto, una especie de parsimonia más bien infrecuente en ese lugar, como si se moviera bajo el agua mientras los demás estaban sometidos a los efectos del Parkinson.

            —¿Todo en orden, compadre?

            —Absolutamente.

            —Para nada. Es incapaz de contar decentemente lo que hizo con Norma.

            —Sobre una mesa.

            —Nena, no te pongas cargosa. Cualquiera diría que andás buscando lo mismo.

            —Imbécil.

            —Arpía.

            —¿Alguien puede cortar algunas líneas y dejarse de joder, por favor?

            —Mmm, cocaína, que buena idea.

            —Se te ve un poco rígido —dijo Manú.

            —No soy yo. Es esta gente.

            —No tenés por qué quedarte si no te gustamos, rico.

            —¿Y quién dijo que vos nos gustás a nosotros?

            —A mí me gusta, qué querés que le haga. Es como un cachorrito.

            —Vení —dijo Manú, y le pasó el brazo por los hombros—. Te quiero presentar a alguien.

            Javier se frenó antes de salir de la cocina, torció el cuello hasta sol-tarse del abrazo y giró como un muñeco a control remoto.

            —Le gusta que le tiren del pelo y la muerdan y le digan porquerías. Pero ella dice las peores. Gracias por el vino.

            Los cuatro personajes de la cocina tardaron en reaccionar. Pero una vez que empezaron a reírse pareció que no iban a parar nunca. La rubia con dientes de caballo le tiró un beso sin mucha dirección y el gay dijo: «¿Ven por qué me gustaba?». Ahora fue Javier el que pasó el brazo por sobre los hombros de Manú, y así salieron de la cocina. Verdaderos amigos, compadres para bien y para mal, únicos habitantes de una zona inaccesible al resto de los mortales.

            —Son actores. ¿Hace falta que agregue algo? —dijo Manú cuando iban por el pasillo—. Ya sabés cómo es esa fauna.

            Javier dejó de caminar y dijo:

            —No empecemos a hablar de nuevo de Daniela, por favor.

            —¿Quién estaba hablando de Daniela? Acá, vení. Entra acá.

            Y se metieron en un baño. Enorme y viejo como son y serán siempre los baños en donde transcurrían los momentos más importantes de la vida de nuestros antepasados: de los inmigrantes que llegaron en los barcos, y se enriquecieron, y quisieron poblar de baños así esta pampa bárbara. Azulejos blancos con guarda negra, techos altos con telarañas en los rincones, mosaico tipo mandala en el piso, profundísima bañadera con garras de león, un ropero de cuerpo entero —blanco, por supuesto—, tulipas a los costados del espejo. Inodoro Pescadas y bidet Pescadas y lavatorio Pescadas: Inglaterra, Francia e Italia presentes, en un popurrí de cándida pretensión provinciana. Esa clase de baños. Anacrónico, inmenso, hospitalario. Y no sólo porque estuviese yo ahí dentro. Ustedes querrán saber ahora quién soy yo, ¿no? Muy simple: yo soy la persona que Manú quería presentarle a Javier cuando salieron de la cocina. Fíjense: está en la página anterior.

            —¿Y por qué querés que lo conozca?

            —Porque no tienen nada que ver uno con el otro —dijo Manú mirán-donos—. Porque me parece que pueden llevarse bastante bien. Porque se me ocurrió hace un rato. Qué sé yo por qué. Ya lo averiguarán ustedes.

            Javier no preguntó mi nombre. Yo se lo dije. No pareció molestarle particularmente. Manú cortó unas cuantas líneas sobre la tapa del inodoro y depositó su canuto plateado en la mano abierta de su amigo. «Cuidalo», fue lo único que dijo, «tiene un gran valor sentimental para mí». Y se fue.

            —Manú.

            La cabeza de mechones multicolores reapareció entre el marco y la hoja de la puerta.

            —¿Te dije que estoy empezando a pensar que la cocaína es una mierda?

            —Uh, uh. ¿Querés irte?

            —No sé —dijo Javier—. Vos qué vas a hacer.

            Manú lo pensó un poco y se encogió de hombros, como diciendo: «Yo lo estaba pasando bastante bien», o «Adónde querés que vayamos». Javier se frotó los ojos, se miró las manos y pareció que descubriera que le faltaba el reloj. La marca más pálida era visible en la piel de su muñeca. Yo le dije la hora. Él miró la luz del día por la ventana, suspiró, no supo qué más hacer y volvió a mirar a Manú, que dijo:

            —Te propongo algo: date un par de saques. Si seguís pensando lo mismo, vemos qué hacer. ¿Okey?

            Javier se hincó delante del inodoro y aspiró dos líneas. Cuando se levantó yo le pasé la botella de whisky que había a mi lado. Él dejó el canuto sobre la tabla esmaltada y se metió adentro de la bañadera. Apoyó la botella entre las piernas.

            —¿Todo bien?

            —Afirmativo —dijo Javier con los ojos cerrados. Y Manú volvió a desaparecer. Así queda la escena, entonces: yo sentado contra la pared y Javier donde ya dije. Un moderado instante de silenciosa observación del techo por parte de los dos, sonido de las respiraciones, contrapuestas como en síncopa. Suficiente. Diálogo, ahora. (Titubeante al principio, hasta que cobra ritmo y velocidad).

            —La gente acá es muy rara, ¿no? Vos parecés más tranquilo, pero el resto del mundo anda a mil por un camino de cornisa.

            —Para eso vienen.

            —Sí, puede ser, pero igual. Hace un rato, anoche supongo, me fifé una mina y… No sé. Como si le molestara que yo siguiese ahí cuando acabó. Y no la había tratado mal. La hice acabar, entre otras cosas. Entendeme, me encantan las chicas así: la fisura que tienen entre el placer de sentirse putas y la obligación de ser nuestra reserva moral, entre la codicia y la ternura más zafadas. Pero ésta era solamente hija de puta. Yo qué sé. Pobrecita, ¿no? Cómo explicarle.

            —Son cosas más bien inconfesables.

            —Es cierto. Además no entenderían nada, si se lo confesáramos. ¿Sabés lo que más me gusta de una chica, en el fondo? Cuando no te cuenta los defectos que le ven los demás para que no se los empieces a ver vos. Ésa es la clase de chicas que me gustan. Las que no tienen idea de la guita: vos les preguntás, en un delirio, cuánto les gustaría tener, y ellas piensan un rato y contestan muy serias: tres mil dólares. Como si acabaran de decir millones. Como si eso las volviese inalcanzables y corruptísimas. ¿Me seguís? Ésas. Qué grande. Cuanto más tontas, más sabias, ¿no? Pero estás más callado que un mueble. Qué opinás.

            —Coincido. En gran medida.

            —Por supuesto. En el fondo, a todos nos gustan las mismas. Enton-ces, cuando encontrás una así, y sentís que te hace feliz y la querés como un perro, y ella te mira como miran esa clase de chicas, ¿no?, como recién despiertas en el primer día de la Creación. Y vos podrías dedicarte a verla maquillarse, o vestirse, o desvestirse, o decidir frente al espejo cómo va a cortarse el pelo la próxima vez que vaya a la peluquería, o bailar, o correr por la arena hacia el agua como corren esas chicas que no están acostumbradas a correr, o simplemente a verla dormir cuando tenés insomnio, o estás demasiado contento o demasiado preocupado para dormir. Entonces pensás que ella es la película que querés ver el resto de tu vida, y te casás con ella incluso, te convertís en el marido perfecto, le das de todo y te conformás con lo que te da, secás los platos que ella lava a tu lado, le dejás el control remoto cuando ven tele juntos en la cama, ¡le sos fiel! Y ella un día hace las valijas y se va a la puta que la parió.

            —¿Cómo? Me perdí al final, perdoná.

            —Nada, nada. ¿Un traguito? Mejor hablemos de otra cosa. Qué ho-rror. Hay algo que funciona muy mal allá afuera. Te aseguro. Es esta época. (Pausa. El cambio de tema produce un cambio en el tono de voz de ambos personajes). Hay algo muy gordo terminando, te aviso, y nosotros ni nos enteramos. Pero está terminando, creeme. No va a haber Tercera Guerra Mundial, ni bombas nucleares, ni Guerra de las Galaxias. No va a haber lluvia roja, ni mutantes, ni radioactividad. Va a seguir cambiando todo como hasta ahora, y en algún momento alguien va a decir: «Qué increíble. ¿Así se vivía en el siglo veinte?». Y ahí se van a notar los cambios. Acordate de lo que digo.

            —Sin embargo, en esta época, uno a veces se siente un mutante. Incluso sin guerra nuclear ni desechos radioactivos.

            —¿A vos te pasa lo mismo? Es tal cual. Los pibes con sus compu-tadoras, su música sampleada y sus jueguitos electrónicos. Los cuarentones clavados en su pasado psicobolche o en la new age. Somos el jamón del sándwich: no entendemos nada; nadie nos entiende. Estamos como el pajarito agarrado a la última rama del árbol que crece al borde del abismo. Un vientito y caemos en…

            —En dónde.

            —Qué sé yo. (Otra pausa). ¿Sabés en qué pienso a veces? En cuánto tiempo más me voy a dar cuenta. Porque va a llegar un momento en que clac, algo se va a cerrar acá adentro y chau, olvídalo, chico: ya no lo pensás más. Seguís viviendo como si nada, pero ya no te queda ni la capacidad de sentir el olorcito de que todo apesta. Ya sé que parece esquemático, pero es así.

            —¿Siempre?

            —Qué.

            —Digo si siempre apesta. O hay veces en que no.

            —Buena pregunta. Podrías ser periodista, vos. No; siempre no. Ése es el problema: si siempre apestara no te darías cuenta. Pero como a veces parece que las cosas podrían ser diferentes… Si hubiéramos hecho tal cosa, o dejado de hacer tal otra… No, no. Mentira. Uno siempre se arrepiente más de lo que no hizo, de lo que dejó de hacer, de lo que no se animó a probar. Mirame a mí y miralo a Manú, por ejemplo. Yo en el Banco y él en Biarritz, hablando con Buñuel de Daniela. Pero Daniela casada conmigo. Ése es el misterio. Uno siempre se va a sentir un freak entre los straights y un straight entre los freaks. Como acá. Y no sólo eso: en el fondo, uno siempre es menos sincero para uno mismo, por más que consiga engañar a los demás.

            —Esto se está poniendo muy profundo, ¿no?

            —Y patético.

            —Vos lo has dicho.

            —Es cierto. Basta. No me hagas caso. No soy yo; es este polvo que tengo adentro el que habla así. Hablá un rato vos.

            —¿Qué tienen de diferente vos y Manú?

            —Ja. Nada. Somos como mellizos… Qué estoy diciendo, Dios mío. Te pedí que hablaras vos, no que hicieras preguntas.

            —Está bien, perdón.

            —Contá algo que tengas ganas de hacer, algo que te gustaría mucho hacer. Cualquier cosa. Pero hablá.

            —Mmmm. No sé si te va a resultar muy interesante.

            —Dale. No te preocupes por eso. Vos largá el rollo.

            —¿Lo que más me gustaría? Bueno. Ya que estamos en el tema. Pero te aviso que no va a parecer apasionante, precisamente. En fin, qué más da. Lo que más me gustaría es contar una buena historia de amor. Una historia maravillosa, con final feliz, que no pretenda en ningún momento hacer sentir a nadie más inteligente de lo que es. Perfectamente sentimental, perfectamente meliflua. Una historia que consiga hacer creer que todo es posible, no sólo la vida sino el imposible romance del perfecto amor, con música de violines y todo.

            (Pausa. El techo y las paredes recuperan, digamos, su hipnótico atractivo para los dos interlocutores).

            —Qué es meliflua.

            —No tengo la menor idea.

            —Ah. (Otra pausa). Bueno; seguí.

            —El problema es que una historia así suena trivial, facilonga, cuan-do te la cuentan o cuando la contás. Porque si nos pasa algo así, o le pasa a alguien que conocemos, preferimos pensar que lo maravilloso se va a convertir tarde o temprano en algo real, pedestre, con su cuota de aburrimiento y fracaso. Y si no se convierte en eso, va a volverse dramática y cruel. Yo creo que cada vez que nos toca nuestra ínfima ración de amor y belleza en esta vida, hacemos lo posible para que se combine con torpor y opacidad; la preferimos mezquinamente reducida. No resistimos la pureza de lo bello ni del amor. Nos aterra.

            —Nos cansa, claro.

            —¿Eh?

            —Nos aburre.

            —Nos aterra, dije.

            —Está bien. Dale.

            (¿Vale la pena seguir? ¿Uno habla para el interlocutor o para sí mismo?).

            —Un tipo que se llamaba Montherlant dijo que en los libros la feli-cidad se escribe en tinta blanca sobre papel blanco: no se ve. Y, si se ve, es porque no es auténtica. Pero imaginate alguien que, donde los demás ven solamente tinta blanca sobre papel blanco, ve otra cosa.

            —Era tinta invisible. Un mensaje secreto.

            —Un mensaje, sí. (¿Qué otra cosa decir?).

            —Qué más. Dale.

            —Nada. Supongo que solamente un desconocido puede contarte una historia así. Solamente a un desconocido podés contarle una historia así. En fin.

            —¿Eso es lo que más te gustaría hacer?

            —Sí.

            —Mirá vos. Sos raro, ¿eh?

            —Te avisé que no iba a parecer muy apasionante que digamos.

            —Yo podría contarte una historia. Pero es bastante deprimente, en realidad.

            —¿Por qué, ya tiene final?

            —Buena pregunta. Buena pregunta, carajo. Pasame la botella.

            —¿Cambiamos de tema otra vez?

            —Sos increíblemente receptivo. Te felicito.

            —Y vos sos bastante sorete, sí me permitís decirlo.

            —Jo, jo, jo. Es cierto. Nos vamos conociendo. Así es como debería conocerse la gente, ¿no?

            —¿En un baño? ¿Dura de cocaína? ¿Hablando al pedo?

            —Confesando lo que nunca confiesa.

            —Opa, opa. O sea que llegó el momento de las confesiones. De las tuyas, digo, porque yo ya hice la mía.

            —Qué querés que confiese.

            —Hace un rato mencionaste a una Daniela, ¿no?

            —¿Y?

            —Soy todo oídos.

            —Yo no hablaba de eso cuando dije confesar lo que nunca se con-fiesa.

            —De qué hablabas, entonces.

            —De las cosas que me gustaría o me hubiera gustado hacer, por ejemplo. Lo que vos confesaste era nada más que eso.

            —Nada más que eso. No me digas.

            —Sí te digo. ¿Te interesa? Porque no tengo drama en no contártelo, si no te interesa.

            —Sí, me interesa.

            —Bueno. Son varias. Ahí van. El orden no importa. Me hubiera gus-tado tocar como Clapton. No, no tanto; como Pappo, en todo caso. De guitarrista invitado, unos cuantos conciertos al año, no muchos. Con una Stratocaster vieja y despintada, en un costado del escenario.

            —Qué más.

            —Dar el pase del único gol en un partido épico y memorable de fút-bol. Tener un tatuaje muy raro. Haber sido un resignado y galante one-night-stand de Juliette Binoche, en Praga, o en París. ¿Sabés qué es un one-night-stand?

            —Sí. Dale.

            —Pero suena mejor en inglés, ¿no? No sé si mejor o más preciso, más completo, más digno dentro de lo casual. Fumar Gauloises amarillos, sin la menor impostura. Ser más alto, o más flaco, pero no las dos cosas a la vez.

            —Ésa es buena.

            —Confiar absolutamente en mí mismo en una pelea callejera. Tener carisma. Haber nacido el 29 de febrero de un año bisiesto. Soportar casi cualquier dolor físico. Tener un MG descapotable, de color verde oscuro.

            —Ajá. Llegó el momento de hablar de dinero.

            —¿Quién estaba hablando de dinero? Estoy hablando de actitudes. No hay nada más aburrido que hablar de dinero, salvo para la gente que nunca lo tuvo ni lo va a tener.

            —Conmovedora conciencia social, la tuya. Qué más.

            —No sé. Se me fueron las ganas de pensar.

            —Quedan un par de líneas, todavía. Servite.

            —Ufff. Por dónde íbamos.

            —Tus confesiones. Llegaste al MG verde y se te fueron las ganas de pensar.

            —Fin de la lista. En serio: si llegué al MG es que las dije todas.

            —Falta algo, me parece.

            —Qué.

            —Daniela, ¿no? Tanto hablar de actitudes…

            —Hijo de puta. Es lo único que te interesaba. Yo sabía. Escuchabas para disimular. Pero lo único que te interesa oír es eso.

            (Cruce de miradas. La intensidad de las mismas queda librada al criterio del lector).

            —Perdoname, pero es de lo único que estuviste hablando hasta ahora.

            —Qué querés decir: ¿que es lo único que me interesa a mí también? Porque es obvio que vos sólo querés oírme hablar de ella.

            —No lo digo yo.

            —Las pelotas, no lo decís. Pero okey; okey. Ya que tanto insistís. Da-me un minuto. Dame más de un minuto, mejor. Se me hace un poco arduo hablar de ella, últimamente.

            (Largos doscientos o trescientos segundos de espera, de silencio, de duda. Hay un fantasma en el baño, que nadie ve).

            —Una vez que estábamos en el Sur, de campamento en un bosque a la orilla de un lago, los dos solos, ¿cuándo fue?, en el 85, creo. Una noche, metidos en la misma bolsa de dormir y mirando las estrellas, ella me preguntó: «¿Cómo hiciste para encontrarme?». Lo dijo bajito, como si tuviera un poco de miedo de que yo contestara. Y no preguntes si le contesté, por favor. Simplemente escuchá. O desaparecé. (Pausa). ¿Querés más? Cuando supo que estaba embarazada, hace ocho meses, no me dijo ni una palabra. Fue al correo, metió los análisis en un sobre a mi nombre y me los mandó al Banco. Así me enteré.

            —¿Solamente los análisis? ¿Ni una cartita, nada?

            —Sólo los análisis. Y ni me había avisado que se los hizo.

            —Me está empezando a caer bien, tu Daniela.

            —Callate, querés. Y oí. Van a ser mellizos. Quizá ya nacieron; la fe-cha era para estos días. Se fue de casa ayer. Anteayer. Ya ni sé cuándo entré acá. Dijo que era algo que debió hacer mucho antes. A lo mejor, en este preciso momento, está pariendo en la clínica. O a punto de parir. O con los mellizos en brazos ya, dándoles de mamar. ¿Y me podés explicar qué estoy haciendo yo acá? ¿Me podés explicar dónde debería estar ahora?

            —¿En la clínica?

            —Ja.

            —Todavía estás a tiempo.

            —Qué carajo sabrás, vos. ¿Te creés que ésta es una de tus estúpidas historias de amor? Antes de irse de casa me miró con asco y dijo: «¿Me vas a seguir como un perro hasta lo de mamá?». Hija de puta.

            —¿Puedo preguntar por qué se fue?

            —No.

            —Ya me parecía. ¿Puedo preguntar por qué no intentaste verla antes de venir acá?

            —No.

            —¿Puedo pedirte que me cuentes algo más de ella, o de ustedes?

            —No. ¿Entendés esa palabrita? Ene-o.

            —¿Querés cambiar de tema?

            (Después de una pausa). —Hace un minuto dijiste que éste era el único tema.

            —Podemos cambiar de enfoque, entonces.

            (Acá debería venir una carcajada más o menos brutal y catártica de Javier, en condiciones normales o todo lo normales que pueden esperarse de él en su condición. Pero es evidente que el dudoso sentido del humor que le quedaba se agotó en las páginas anteriores. Porque ahora sólo mira gélidamente a quien les habla y le arranca de la mano la botella casi vacía. Parece que esto es el fin de la charla: parece que aquí culmina esta sección de la historia de Javier Messen. Que alguien se haga cargo de esta bestia sufriente e incansable, entonces. Que entre Manú, para que podamos seguir).

            —¿Siguen acá? —Oímos, después de que se abre la puerta y nosotros dos miramos en esa dirección. Es Manú, por suerte—. Tuve un buen pálpito, ¿no? Hace como seis horas que están hablando. Y veo que se quedaron sin combustible.

            Javier no dijo nada. Yo me levanté como pude, palmeé el hombro o la mejilla de Manú, si me permiten el cansancio y la falta de precisión, y dije que mejor me iba a seguir con lo mío. Así es como desaparezco de la vida de Javier Messen. Agotado por el esfuerzo. Pero la historia continúa. La puerta se cierra y quedan ellos solos en el baño. Manú tiene aquella bolsa tintineante en la mano. Después de recoger su canuto y guardarlo en el bolsillo le tiende dos pastillas a Javier.

            —Me da la impresión de que necesitás relajarte un poco. No las to-mes con whisky. Esperá.

            Y llena un vaso con agua.

            Javier obedece. Bebe la mitad del vaso con las pastillas y se vuelca el resto en la cara y el pelo. Manú se ríe. Lo levanta del brazo, ignorando el vaso que le devuelve Javier, y le dice que ya estuvieron demasiado tiempo en ese baño. Así que salen una vez más al pasillo y vuelven al dormitorio de las gradas y la cama gigante.

            —Ah, Manú. Y el amigo de Manú —dice La Colorada, que está sen-tada en la cama, soberana absoluta y solitaria de sus dominios—. Pasen, chicos. Alguno que cierre con llave, si me hacen el favor.

            Manú se sentó en la alfombra, con la espalda contra la primera gra-da. Javier se acostó boca arriba en el sector de la cama más lejano a la dueña de casa. Abrió los ojos cuando La Colorada ya le había pasado a Manú un sobrecito de polvo pardusco. Manú se reacomodó con las piernas cruzadas y su bolsa abierta delante, calentó con un encendedor el polvo y un poco de saliva que dejó caer en una cuchara, después inoculó el líquido en una jeringa, se arremangó un brazo y se ató una cinta de goma por encima del codo. Javier dejó de mirar cuando Manú encontró la vena y se clavó la aguja.

            —¿Es lo que yo pienso que es? —dijo, cuando oyó el sonido apagado de la jeringa contra la alfombra.

            —La auténtica, la legendaria, la maldita heroína —dijo La Colorada.

            —¿Por qué, Manú? ¿Hace mucho que…? No lo puedo creer. Perdo-name. Pero no lo puedo creer.

            Manú sonrió con los ojos entornados. Soltó la cinta de goma con una envidiable economía de movimientos y estiró las piernas hasta apoyar los pies contra la base de la cama.

            —Está bien, compadre. Está todo bien.

            —¿Seguro?

            —Totalmente.

            Las pastillas empezaban a surtir su efecto sobre Javier. Un efecto, si se quiere, simultáneo y pálidamente comparable al de la heroína sobre el organismo de Manú. Por eso, lo que sigue debe ser leído a la luz de esos efectos, y con la ecuánime actitud de La Colorada, que se abstuvo de participar en el diálogo hasta que su intervención fue absolutamente necesaria y definitoria.

            Hay un estadio anterior al sueño y al colapso, un estadio nada habi-tual, al que se accede muy pocas veces en la vida, en el cual se piensan, y en muy raras ocasiones se dicen, las verdades más íntimas, más inesperadas, más peligrosas. Como por lo general no se dicen, apenas se piensan y de una manera casi ajena a uno mismo, uno tiende a olvidar esas cosas terribles cuando se recupera. En el caso de que Manú y Javier hayan dicho lo que sigue ahora, cosa que nunca sabrán del todo, ni ellos ni nosotros —y La Colorada jamás va a confesar lo que realmente oyó de esa conversación—, los dos estaban hablando sin contar realmente con que alguien escuchaba. Ellos creían que sólo estaban pensando. Y que esas cosas se mantenían cautelosamente a salvo dentro de sus cabezas. Así, Javier dijo, o pudo haber dicho:

            —¿Cómo es?

            Y Manú pudo haber contestado:

            —La gloria. Sos capaz de cazar ballenas, de escalar montañas. Pero al mismo tiempo sentís que no vale la pena moverse, de lo bien que estás. Podés pensar, podés planear. Y eso es suficiente. El tiempo no te corre. Ni siquiera querés más droga. Es como volver a ser feto. Te sentís homeostático, ¿entendés?

            —¿Y la sobredosis? Nunca pensás que por ahí te…

            —Todo ese rollo dramático es mentira. Si no te mataste hasta ahora, ¿acaso uno más te va a mandar del otro lado? ¿Y justo el que estás por hacer? Para nada.

            —¿Me lo decís en serio?

            Y Manú se rió, o pudo haberse reído con inesperada amargura.

            —¿Cuando estoy colocado? Totalmente. Pero no es del todo así. Y no vale la pena entrar en detalles desagradables. Por eso estoy acá, Javi. Por eso me volví: cura de desintoxicación. Vengo rebajando las dosis de a poco. La Colorada me ayuda; es la única en quien podía confiar para hacer algo así. En unos días más, adiós a todo esto. Con pastillitas me voy a arreglar. Y después nada. Voy a ser un hombre nuevo: sano, aburrido, normal. Como todo el mundo. Como vos.

            La Colorada soltó una risita.

            —Y entonces qué: ¿trabajar en un Banco? ¿Casarte? ¿Tener melli-zos? ¿Para que se pudra todo, para que te abandone tu mujer?

            —Eh, pará. No seas exagerado. Cómo sabés que Daniela no quiere verte más.

            —Cómo querés que me entere, si se fue.

            —Vos también te fuiste, ¿no? A lo mejor ella quiso volver y vos no estabas. A lo mejor cree que vas a ir a buscarla. Además, decime en serio, ¿vos querés que vuelva? ¿Eh? ¿Vos querés vivir con los mellizos y con ella y bancarte que sos padre? ¿Vos realmente querés tener hijos?

            Y Javier, después de pensar inútilmente, pudo haber contestado la verdad:

            —No sé. No sé. ¿Y vos?

            —Yo sí. A mí me encantaría tener un hijo.

            Si esto fuera una película muda, ahora aparecería una placa en ne-gro con el siguiente recuadro: la propuesta. El acompañamiento musical apelaría entonces a un tema de fuertes reminiscencias oníricas e irreales y, al encontramos nuevamente con nuestros protagonistas, Javier estaría con los ojos cerrados, Manú jamás miraría a cámara y la escena se resolvería en primeros planos mímicos de ambos personajes. Pero esto no es una película muda, y hay un tercer personaje en escena. Que, precisamente ahora, dice, o pudo decir:

            —Manú sería un buen padre.

            —Es cierto. Esta mina tiene razón. Vos sí que serías un buen padre, Manú. ¿Querés que te diga más? Creo que todo esto sería más fácil para mí si vos también fueras padre. —Y, como esto no es una película muda, Javier sigue pensando en voz alta. Y lo que dice, o pudo decir, es—: En realidad, no estaría nada mal la idea. ¿Me seguís? Oí: yo padre de uno y vos padre del otro. Nos complementaríamos a la perfección. Y le daríamos un respiro a Daniela. En serio: pensalo. ¿No te parece absolutamente genial?

            —Manú sería un buen padre.

            Entonces Manú pudo haber mirado a La Colorada, y después a Ja-vier, y pensar que, en efecto, ciertas soluciones brillantes surgen de la manera más inesperada, si uno está lo suficientemente abierto para concebirlas como posibles. Y que el resto es sólo una suma de detalles a resolver. Como, por ejemplo:

            —¿Y cuál es para cuál?

            Javier y La Colorada no habían llegado hasta ahí todavía; era evi-dente. Pero Manú sí.

            —Me parece que es todo un detalle, ¿no? Y no estaría mal que lo de-finiéramos ahora. Dada la situación, yo creo que el que nazca primero debería ser el tuyo y el que venga después sea el mío. ¿Qué tal?

            Muy atinado; a los tres les pareció muy atinado. Así que pasaron al asunto de los nombres.

            —Yo le voy a poner Nicolás —dijo Manú—. ¿Vos?

            —No sé. Quedamos en que elegiría Daniela, pero ya cambió tantas veces que no me acuerdo qué terminó por decidir. Nicolás… Me gusta: Nicolás. Buena elección.

            —A mí también me gusta —dijo La Colorada.

            —¿Queda algo más? Yo creo que no.

            —Perfecto —dijo Javier, si es que dijo algo—. Y cuando Daniela y los mellizos salgan de la clínica vamos a vivir todos juntos, y todo va a salir bien, ¿no es cierto?

            —Va a salir todo perfecto.

            —Claro que va a salir todo perfecto —dijo La Colorada.

            —Entonces ya no tengo que preocuparme más.

            —Exactamente, compadre.

            —¿Me podría dormir, ahora que todo está en orden? Me lo merezco, a fin de cuentas, después de la cantidad de cosas que tuve que pasar, ¿no?

            Y esto fue lo último que vio Javier antes de cerrar los ojos: la cara sonriente de Manú y los ojos abismalmente tolerantes de La Colorada. También alcanzó a pensar: hace muchísimo que no duermo como estoy por dormir ahora. Y tenía razón.

            Así que sigamos con esta historia, mientras tanto. Mientras Javier Messen sueña que no hay nadie en ese dormitorio cuando abre los ojos. Nadie salvo la chica desnuda que duerme abrazada a él, la simpática chica tetona y maquillada que los recibió en el departamento un par de días o de siglos antes. Javier no sabe qué hizo con esa chica, ni quién la desnudó, ni por qué se siente cada vez más culpable a medida que va soltándose de ella con infinita delicadeza. Pero tiene que salir de ese dormitorio rápido, eso es seguro. No le importa estar sin zapatos. Sube las gradas alfombradas mientras se prende la camisa y vuelve a cruzar el pasillo, rumbo al living.

            Ni una cara conocida, ahí. Pero, a esta altura, Javier ya sabe que en ese lugar no necesita conocer a alguien para merecer un poquito de cocaína. Así que se arrodilla frente a una mesa baja de vidrio y aspira una línea, cuando un tipo lo empuja y le pregunta qué carajo se cree que está haciendo. A esta altura, Javier también sabe que ese tipo está muy equivocado o no sospecha a quién acaba de molestar. Así que le estampa una impecable trompada en medio de la cara y, en menos de tres segundos, se arma una batahola. Por alguna razón Javier está de pronto en el piso, protegiéndose como puede de una maraña de patadas, cuando alguien lo arrastra de la camisa hasta un rincón. Ese alguien es Manú, que lo levanta y lo cachetea y se lo va llevando a empujones hacia la puerta, a pesar de los gritos e insultos de Javier, que se resiste a aceptar algo tan injusto como la reacción del infeliz que le negó un poco de cocaína.

            Manú sigue empujándolo cuando entran en la clínica, por más que Javier ya se ha calmado un poco. En el mostrador de Informes, una señora de guardapolvo almidonado los mira solícita y más bien sorprendida cuando ellos dos la miran a ella sin pronunciar una palabra. Manú codea a Javier y le dice que pregunte por Daniela. Javier siente una oleada de inesperado bienestar cuando escucha que Daniela se registró como Daniela L. de Messen, y que ya ha dado a luz. Sonríe estúpidamente a Manú, que ignora su sonrisa y lo lleva del brazo al tercer piso por unas escaleras interminables de mármol. Sigue sonriendo cuando se acercan al ventanal que los separa de la nursery. Detrás del vidrio hay varias filas de cunas de plástico, algunas con sábanas celestes y otras rosadas. Y una notable cantidad de bebés. Manú golpea el vidrio y le pide por señas a una enfermera que salga un segundo. La enfermera sale y Manú le pregunta por los mellizos Messen.

            Ni hoy ni ayer nacieron mellizos, dice la enfermera. Manú dice que es imposible. Messen, repite, los mellizos Messen. La enfermera reaparece con una planilla y mira con cara de circunstancia a Manú. Hay un bebé Messen, dice. Hubo complicaciones en el parto. Lo lamento muchísimo, dice. La señora Messen está bien, y el otro bebé también; no hay que preocuparse por eso, al menos.

            Javier retrocede un par de pasos, siente que se le aflojan las piernas y apoya la mano contra la pared. Manú y la enfermera lo sostienen. Javier mira a la enfermera y dice: El que nació vivo se llama Nicolás, ¿no es cierto? Y a Manú: Yo sabía, yo sabía que iba a pasar algo así; no me preguntes cómo, pero yo sabía. Y se derrumba en el piso, llorando sin lágrimas y sin cubrirse la cara, llorando sin la menor posibilidad de redención, para decirlo de alguna manera.

            Cierta clase de autores, cierta clase de hijos de puta, despertarían ahora al pobre tipo y lo liberarían de esta pesadilla, es cierto. Pero Javier Messen va a seguir durmiendo para siempre, porque esta historia termina acá. Nunca va a contarle su sueño a Manú, ni a nadie. Nunca sabremos si llegó a la clínica, si vio a los mellizos, si Daniela siguió preguntándole bajo las estrellas del Sur cómo había hecho para encontrarla. Quizás, algún día, sea posible escribir una verdadera historia de amor con final feliz, y en ella exista otra clase de destino para los tipos como Javier Messen. Mientras tanto, de qué vale despertarlo.






en Nadar de noche, 1991






















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