domingo, abril 30, 2017

"Sredni Vashtar", de Saki






Conradin tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradin, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradin pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.

La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradin, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradin la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.

En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradin hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradin halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradin tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradin un dios y una religión.

La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradin a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradin oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradin, manifestaba la tendencia contraria.

En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradin prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado.

La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradin había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradin la odiosa imagen de la respetabilidad.

Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradin en la casilla despertaron la atención de su tutora.

- No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradin, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradin no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradin, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media.

- Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.
- A veces -dijo Conradin.

Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradin no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.

- Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradin regresó a ese otro mundo que detestaba.

Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradin:

- Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.

- ¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.

Conradin apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradin había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradin. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradin articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él les trajo muerte. 
Sredni Vashtar el Hermoso.

De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.

La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradin seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradin se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.

- Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?
- Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradin.

Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradin sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradin estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.

- ¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.

Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradin se preparó otra tostada.






en The Chronicles of Clovis, 1911

















sábado, abril 29, 2017

“Tristeza primaveral”, de Lu Yu*




 
La tristeza primaveral es infinita,
cubre los cielos y la tierra.
Cuando parto, aún no llegué y ya me precede.
Llena los ojos de una bruma
que renace de repente.
Se adhiere a la gente como fiebre;
no hay cómo evitarla.

Un amigo ha llegado de visita,
me propone beber una copa de noble vino.
Yo le digo, sonriendo: No te esfuerces;
cuando bebo, es por beber;
cuando estoy triste, me quedo triste.

La tristeza y el vino se llevan bien, van juntos
como un rápido corcel y un buey.



en Poesía china, 1960

* También conocido como Lu Yeu






viernes, abril 28, 2017

Presentación de Cántico del Sol (de Ezra Pound), de Carolina Pizarro Cortés







Mi primera aproximación a la pluma de Pound no se relaciona con su obra poética, sino con su reflexión ensayística. La ya clásica distinción entre melopea, fanopea y logopea fue uno de los pilares de mi incipiente formación en teoría literaria, una mínima batería taxonómica que me permitió ordenar por primera vez el vasto campo de la poesía, la que hasta entonces, para mí, era antes que nada un lenguaje opaco, misteriosamente seductor, pero de difícil acceso. Gracias a Pound comprendí que la poesía tiene distintos énfasis, que se puede ingresar a ella desde diferentes niveles: la sonoridad, la imagen y la idea contenidas, y que cada una de estas entradas revela distintos escorzos del poema. Admiré, entonces, a Pound, porque descubrí en él un conocimiento del lenguaje poético que no solo alivianó las arduas sesiones de trabajo de esos años de estudio, sino que me sirvió de puerta de entrada al vasto mundo de lo lírico.

Debo confesar con pena, eso sí, que el entusiasmo inicial por Pound se vio prontamente opacado, no por causa de su obra poética, sino por algunos detalles inquietantes de su compleja biografía, sobre todo en lo que toca a sus opciones políticas. Me costó entender, en esos años especialmente polarizados, que un autor de su talla se inclinara por líneas de pensamiento y de acción tan distintas de las mías. En ese tiempo miré a Pound desde lejos, sin involucrarme mayormente con su trabajo creativo, leyendo solo lo que se me ofrecía dentro de un contexto académico muy preciso.

La presencia cultural del poeta, sin embargo, es demasiado fuerte. Pound está instalado en el contexto literario del siglo XX, desde donde irradia tanto su concepción de la poesía como su particular estética. Su obra es una piedra de toque para quien se interese por la poesía contemporánea, por lo que me ha tocado volver a él, intermitentemente, a lo largo de estos años. Lo he hecho de forma fragmentaria, sin mayor guía, atendiendo más a necesidades prácticas que al placer de la lectura. Por otra parte, a pesar de que tengo un buen conocimiento de su lengua, no es suficiente para captar las sutilezas de su estilo, por lo que el retorno a Pound ha sido a través de las traducciones de su obra. Este terreno, siempre difícil en el caso de la literatura, es extremadamente complejo en el caso de la poesía. El propio Pound, ducho en el oficio, decía que hay al menos un nivel del poema, su sonoridad, que no puede ser traducido.

Llegamos en este punto a los aportes de el libro que presentamos hoy, en una tercera edición corregida y aumentada. Cántico del sol, antologado y traducido por Armando Roa Vial, tiene un doble mérito: es en extremo valioso como selección de la obra de Pound y como versión de su poesía en lengua española. Roa ha logrado recoger en este volumen una muestra representativa de la trayectoria de un autor tan especial como Ezra Pound, que permite aproximarse a través de distintas vías a su producción poética. El volumen sigue un orden cronológico en la exposición de los poemas, en que se indica además la obra de la que han sido tomados, por lo que sus lectores pueden formarse una panorama inicial de las constantes y los cambios en la poesía de Pound. En este sentido, es posible tomarle el pulso a una trayectoria artística, poniendo atención en la obra misma y no en las vicisitudes contextuales que pudieran opacar su recepción. Se agradece no obstante la breve cronología complementaria que inaugura la antología, en la que se organiza con datos muy precisos la vida y obra del autor.

Desde el punto de vista de su carácter de traducción, por otra parte, lo primero que quisiera destacar de Cántico del sol es que se trata de una edición bilingüe, por lo que los lectores tienen acceso simultáneamente al texto original y a la propuesta interpretativa de Roa. Dicha propuesta, huelga decir, es más que convincente, quizás porque se inspira en un principio realista, que considera el oficio del traductor como una recreación. Cito la nota preliminar en la que Roa explica su criterio: “… traducir –dice– es imitar creativamente, reescribir un poema desde otro poema, ensayar un diálogo gozoso, asumiendo el universo afectivo y espiritual del autor”. Desde mi modesta posición de espectadora del resultado, puedo decir que en este caso específico –los poemas de Cántico del sol– el diálogo entre la voz autorial y la voz del traductor se percibe fluido, el carácter del original inglés se refleja en la versión española, lo que invalida felizmente el manido proverbio italiano.

Respecto del contenido de este volumen, cabe decir que los poemas de Pound que se antologan tratan de muy diversas temáticas. Prevalecen en la mayoría de ellos las alusiones cultas, una potente intertextualidad. En todas partes hay rastros de la poesía griega, de la medieval europea y la oriental clásica, intercaladas con escenas de la vida moderna que reflejan el espíritu del siglo XX. Para entender estas particulares combinaciones fue crucial el ensayo de John Berryman, “La poesía de Ezra Pound”, publicado al final del volumen a modo de epílogo. A propósito de las críticas que recibió el poeta por no dar cuenta de un gran tema dentro de su obra, señala Beryman:

“La poesía de Pound habla de Provenza, China, Roma, Londres, la vida medieval, la vida moderna, las relaciones humanas, autores, mujeres jóvenes, animales, dinero, juegos, gobierno, guerra, poesía, amor y otras cosas. Esto puede verificarse. Lo que los críticos deben querer decir, entonces, es que tienen conciencia de un defecto, o defectos, en la sustancia de su poesía. Sobre un defecto han sido explícitos: la carencia de originalidad en la sustancia. Pound no posee un tema propio. Pound –a quien aun en las más sorprendentes comarcas se le reconoce como un “gran” traductor– es mejor como traductor”.

El gran tema de Pound, que no alcanzan a ver los críticos, es según Berryman la vida del poeta moderno. Complementariamente, el gran tema de Pound que desde mi particular óptica neófita yo alcanzo a percibir, es la traducción misma. Su concepto de originalidad es en este sentido precursor. No se ancla en la novedad entendida como la emergencia de algo nuevo, sino que se nutre de la re-creación. Elaborar un poema sobre la base de un texto chino o griego antiguo es un ejercicio de una creatividad interpretativa notable, que exige de parte del poeta una doble sensibilidad: para captar el original y para darle nueva forma en una lengua –y por lo mismo, en una cosmovisión– completamente distinta. No podemos pasar por alto la coincidencia entre la labor de Pound y el ejercicio de traducción de Roa. La versión en castellano es, desde la óptica del traductor, también una re-creación, o, dicho de otra forma, el poema en tercer grado.

El centro del mundo poético de Pound no es, entonces, un tema específico, sino que el lenguaje, en particular, el decir poético. En el escaso tiempo que permite una presentación, y para dejar el apetito abierto en los futuros lectores y lectoras de la antología, me permitiré un recorrido supersónico por algunos de los poemas del libro en los que el centro de sentido es el poetizar. Este gesto es percibido y expresado por Pound como una necesidad. Por ejemplo, en el “Elogio de Isolda”, en versión de Roa, escribe el poeta:

            Un temblor me oprime al atardecer,
            pequeñas y rojas palabras elfos gimiendo una canción,
            pequeñas y grises palabras elfos gimiendo una canción,
            pequeñas y pardas palabras, desde las hojas, gimiendo una canción,
            pequeñas y pardas palabras, desde las hojas, gimiendo una canción.
            Las palabras son como hojas desteñidas, arrastradas en primavera
            sin saber muy bien el rumbo, buscando una canción.

El lenguaje es el que tiende hacia la poesía, esperando encontrarse con ella. Pound absorbe de tradiciones anteriores una forma de lirismo que revitaliza la palabra, pero no para su autocomplacencia, sino para devolverla a lo social. Frente a esas tradiciones, la poesía contemporánea es más bien reflejo de una decadencia. En el breve poema “Fratres minores”, Pound deja constancia de su descontento, apuntando a la penosa falta de originalidad de los poetas de su tiempo:

            Con sus cerebros adormecidos sobre los testículos
            algunos poetas aquí y en Francia,
            todavía suspiran sobre algo tan sabido y natural,
            algo zanjado completamente por Ovido.
            Les gusta aullar. Se lamentan con prosodia blanda y exhausta
            que el tirón de tres nervios abdominales
            sea incapaz de producir un Nirvana perdurable.

Para Pound, la poesía de los antiguos carga con una sabiduría que los contemporáneos no tienen. Una crítica complementaria es la que plantea la sección II del poema Hugh Selwyn Mauberley, concentrándose en la forma estética novedosa sin sustancia:

            La época demandaba una imagen
            de su mueca acelerada,
            algo para los modernos escenarios,
            no, bajo ninguna consideración, una gracia ática.

            No, ciertamente: los oscuros ensueños
            de la visión interior;
            ¡mejor mentiras
            que paráfrasis de los clásicos!

            La “época demandaba” principalmente un molde de yeso
            construido sin pérdida de tiempo,
            una prosa cinematográfica, y no, de seguro que no, el alabastro
            o el labrado de la rima.

En “Comisión”, finalmente, Pound nos revela el sentido y la orientación de su poesía: el proyectarse más allá de ellas mismas, alcanzando una dimensión social. Leo algunos fragmentos del poema:

            Vayan, mis canciones, a los solitarios e insatisfechos.
            Vayan también a los angustiados, a los complacientes,
            que abriguen mi desprecio por sus opresores.

            Vayan como una gran ola de agua fría,
            que abriguen mi desprecio por sus opresores.

            Que hablen en contra de la opresión inconsciente,
            que hablen en contra de la tiranía de los faltos de imaginación.
            Que hablen en contra de las servidumbres.

            Que vayan amistosamente,
            con palabras honestas.

            Que anhelen encontrar nuevos males y un nuevo bien,
            que estén en contra de todas las formas de opresión.

            Que salgan y desafíen convenciones,
            rebelándose contra el vegetal servilismo de la sangre.

            Que vayan en contra de todas las formas de amortización.

Por muy culta y refinada que sea, la poesía no es ni para sí misma ni para el poeta; es para los demás, se debe al mundo. Curiosamente, en este punto del recorrido, el poeta grandioso, tristemente aficionado a Mussolini, y la joven estudiante de literatura están de acuerdo.








Texto leído en la presentación de Cántico del sol,
antología de Ezra Pound traducida por Armando Roa Vial,
el 8 de enero de 2016




















jueves, abril 27, 2017

“Forjando patria”, de Draupadí de Mora






se alejaron poco a poco los hombres.
con las primeras gotas
enmudecieron y abandonaron las palas en ángulos agudos
cuando las gotas persistieron
se tomaron las cabezas y miraron hacia arriba
comenzaron poco a poco a descender los halcones
a aflojar los cinturones de cuero alrededor de las caderas
a recoger las tortillas del almuerzo
entonces sopló el viento y se llevó una hoja de diario
desde la que sonreía una señora en pelotas
los hombres decidieron partir y dejar la fosa
total   
ya cabía un hombre



en Lo merecemos todo
(Mantra Edixxxiones), 2017






miércoles, abril 26, 2017

“Tesis sobre el cuento”, de Ricardo Piglia






I

En uno de sus cuadernos de notas Chéjov registra esta anécdota: «Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida». La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perdersuicidarse) la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.


II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.


III

Cada una de las dos historias se cuenta de modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales de un cuento tienen doble función y son usados de manera diferente en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.


IV

En «La muerte y la brújula», al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönrot una trampa mística y filosófica? Borges le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo usa la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una causalidad irónica. «Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia secreta de los Hasidim». Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las 1001 noches en «El Sur»; como la cicatriz en «La forma de la espada») de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa que es un cuento.


V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido oculto que depende de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento y de sus variantes.


VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, y del Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a la Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.

La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobrentendido y la alusión.


VII

«El gran río de los dos corazones», uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams) que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia del otro relato.

¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chéjov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego y la técnica que usa el jugador para apostar y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.


VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta, y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo «kafkiano».

La historia del suicidio en la anécdota de Chéjov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.


IX

Para Borges la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la esencial monotonía de esa historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.

La historia visible, el juego en la anécdota de Chéjov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida en un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.


X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato.

Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En «La muerte y la brújula», la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo sucede con Acevedo Bandeira en «El muerto»; con Nolan en «Tema del traidor y del héroe»; con Emma Zunz.

Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.


XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana terra incognita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud.

Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.



en Formas breves, 1999

Fotografía: Daniel Mordzinski






martes, abril 25, 2017

"Un talismán", de Marianne Moore

Traducción de Juan Carlos Villavicencio






Bajo un astillado mástil
arrancado del barco y arrojado
        cerca de su casco,

un pastor tartamudo encontró
incrustada en el suelo
        una gaviota

de lapislázuli
–un escarabajo del mar–
        con las alas extendidas,

enroscadas sus patas de coral,
abriendo su pico para acoger
        a aquellos hombres hace tanto muertos.





en Observations, 1924














Contribución indirecta a DscnTxt de David Villagrán











A Talisman

“Under a splintered mast, / Torn from the ship and cast / Near her hull, / A stumbling shepherd found / Embedded in the ground, / A seagull / Of lapislazuli, / A scarab of the sea, / With wings spread— /  Curling its coral feet, / Parting its beak to greet / Men long dead.










lunes, abril 24, 2017

“El paraíso”, de Carlos Eduardo Jaramillo






Adán niño despertó una mañana
Con encendidos ojos de hombre
Eso fue todo

Siempre estuvo la magia en el ombligo de Eva
y no en las flores del manzano.



en Línea imaginaria: Antología de la poesía ecuatoriana,
(selección y prólogo de Edwin Madrid), 2015






domingo, abril 23, 2017

"del infierno salió...", de Antonio Nazzaro






del infierno salió
alta y larga
los ojos de azul jaspeado de verde
el paso infinito
de la belleza suspendida
y caderas de ritmos de la tierra
en el pecho cimas que alcanzan
las estrellas
las uñas como casas
que se agarran una encima de otra
de la pobreza que roza
los brazos bulevares hacia
el infinito
siempre al punto
de tocar la luna el sol
siempre ese pasar
de ti Caracas






Inédito










sábado, abril 22, 2017

“Recuerdos”, de Ping Hsin






Arranco la hoja del calendario.
¿Qué día es hoy?
Es como si una nube,
negra como un cuervo,
pasara por delante de mis ojos.
Quiero ser una mujer de paz,
y filósofa.
Me prohíbo pensar en él,
pero no puedo dejar de hacerlo.
Soy como soy.
No soy una mujer de paz.
Carezco de una formación filosófica.
Sólo sé que si, un hombre me ama,
lo amo y, si me detesta, lo detesto.
Un trozo de tierra
tan pequeño como una hoja
será mi hogar.
Nunca lo olvidaré.



en El barco de las orquídeas
(Kenneth Rexroth y Ling Chung, compiladores), 2007






viernes, abril 21, 2017

"Ciénaga oculta", de Hiroya Takagai

© Versión de Juan Carlos Villavicencio




Una carpa en las ramas


El cielo


(Abriendo sus bocas, tratan de atraparlos       por atrás de las hojas)



Abandonado en el acantilado, todavía secándose
el blanco pescado seco


retorcido, el cadáver de una flor
comienza a desenredarse


comienza a pudrirse el árbol caído



[Hueca agua]


                     Pescado, un bote transparente



                     Bajo el acantilado, caen las escamas por todas partes










en Rush mats, 1961

















jueves, abril 20, 2017

Hoy: Lanzamiento de "Una casa junto al río", de Clemente Riedemann, por Descontexto Editores



Hoy jueves 20 de abril, Descontexto Editores los invita a la presentación de la antología "Una casa junto al río", de Clemente Riedemann; a cargo de Manuel Silva Acevedo y Carlos Cociña; además de la participación musical de Marcelo Nilo. 

En la Sala América de la Biblioteca Nacional, a las 19 horas.






miércoles, abril 19, 2017

“Cuestión de perspectiva”, de Mahmud Darwish




 
Lo que distingue al narciso del girasol es lo que diferencia dos puntos de vista: el primero mira su imagen en el agua y dice: No hay yo sino yo. El segundo mira al sol y dice: Qué soy sino lo que adoro.

Y por la noche, se reduce la diferencia y se agranda la glosa.



en La huella de la mariposa, 2013






martes, abril 18, 2017

"La última ceniza", de Montserrat Martorell

Fragmento






En doce meses su vida había cambiado y él no se ajustaba a su nueva realidad de hombre separado y sin amigos. Había perdido cualquier tipo de contacto con las personas que alguna vez le importaron. Sus jornadas transcurrían casi siempre iguales: todo el día encerrado en su departamento, con las luces prendidas, esperando que algo pasara. Y lo único que pasaba eran los tacos de su vecina de arriba que golpeaban con fuerza el suelo. Como si estuviera castigándolo, como si estuviera también castigándose ella. Y así, todos los días, a la misma hora, como un calendario esquizofrénico y desolador que le recordaba que la soledad siempre puede ser mayor cuando estás encerrado en un cuarto donde la luz apenas llega, el 3B de la calle Tremps.

Casi no tenía muebles. Los había vendido todos por ciertas necesidades, pero si entrabas, tal vez sigilosamente, podías ser testigo de una mesa angosta de madera cubierta por un mantel sucio, bordado quizás hace cuántos años. A su lado, un espejo descansaba encima de un mueble grande que, lleno de polvo y roto a la izquierda, servía como refugio a tantas fotos en blanco y negro de los antepasados de su familia. “La galería del terror”, la llamaba. La cómoda había sido de sus abuelos cuando recién se habían casado y era uno de los pocos objetos que le dejaron en vida a ese nieto mayor que se llamaba Conrado. Después libros y libros en los estantes. No le gustaban las pinturas, le daban miedo. Un miedo que no era capaz de explicar y menos entender. De su más tierna infancia recordaba pocas cosas. Había bloqueado cada detalle, cada episodio. Pocas cosas perduraban en él como su incapacidad para aguantar más de dos minutos frente a un cuadro. Daba lo mismo si era un retrato de niños o de animales. Conrado se paralizaba. Ni siquiera podía contemplar con ojos de artista (que sí los tenía) esas monumentales representaciones que colgaban en el Museo del Prado de Madrid (lugar al que viajó en una época donde todavía era demasiado joven para entender todo lo que vendría tanto tiempo después). Pero en el arte, como en la historia de todos, siempre hay excepciones y las Pinturas negras de Goya eran su debilidad. Sobre todo El aquelarre o El gran cabrón, como le gustaba decir a él. “Demonios y ángeles, así convivimos todos, así nos despertamos todos cada mañana, así nos reconocemos todos, en silencio, frente al espejo. Ahí no nos podemos mentir, ahí no podemos ponernos las máscaras”, pensaba a menudo mientras abría y cerraba los ojos contemplando su figura en el ascensor del edificio de la calle Tremps.

El arte, como tantas otras cosas en sus largos años de vida conyugal, había sido uno de los temas recurrentes que ambos usaron para agredirse. Laura podía gastar fortunas en cuadros, le gustaba ir a las ferias de antigüedades y perderse buscando, encontrando cualquier cosa que la conmoviera. Para Conrado era diferente y ese interés de su mujer tenía que ver con las banderas: las banderas que todos usábamos para sobrevivir. “¿Cuál es la tuya?”, les preguntaba a sus pacientes. Estaba convencido de que todos los seres humanos teníamos una y que saber reconocerla nos convertía en lo que éramos, al menos frente a los ojos de los demás.

“La mujer que baila, el hombre que viaja, la joven que escribe, el niño que toca el piano, el abuelo que sabe de fútbol, la mujer que conoce a los pájaros mejor que a los seres humanos, los adolescentes que vibran con las ciencias o con los números o simplemente elevan un volantín de una manera casi perfecta. Todos necesitamos una bandera. A Laura la medicina no le bastaba. Por eso le gustaba la pintura, por eso le gustaba la naturaleza muerta. A Laura le gustaba todo lo que no estuviera vivo”, había escrito alguna vez Conrado.

¿Y los cuadros? ¿Por qué los detestaba tanto? Había algo más; una razón más profunda que se explicaba en el miedo que le provocaban. Cuando pequeño, tenía la imagen de haber ido al museo y aferrarse a la mano del que estuviera a su lado. Una vez alguien, una novia que quiso, le preguntó por qué se sentía así. “Es que son gente muerta, son gente muerta hace quizás cuántos siglos”, había respondido frente a Las Meninas de Velázquez. En contraposición, podía ser un gran coleccionista. Su primera obsesión fue acumular tubos de arena de cualquier lugar al que hubiera viajado. Tierra. Le gustaba juntar tierra. Tenía veinte, quizás treinta. Todos ordenaditos detrás de un mueble. Casi escondidos, pero con su origen intacto: unas letras azules revelaban cuál era el país, la ciudad y el año donde se había recogido esa pequeña muestra.

Hoy, a Conrado le dolían los tubos imperfectos. Le dolían porque le recordaban a Manuel. A su pequeño también le gustaba la tierra, la arena mojada. Cuando era un bebé lo llevaban a la playa y ahí, tan redondo como solo se puede ser a los dos años, llenaba sus pequeñas manos de arena y sin contemplaciones se le partía la boca por la sal de mar. Había heredado el gusto de su padre, pero nunca alcanzó a coleccionar nada, nada que valiera realmente la pena para los ojos de los adultos, para los ojos de una vida que exige y exige sin dar nada a cambio. La vida es justa porque es injusta con todos, repetía y repetía Conrado, mientras las imágenes de su niño se desvanecían entre las cosas que habitaban los pliegues de sus recuerdos.

No era su único pasatiempo. Conrado sabía que nadie iba a querer tener en su casa unos plásticos negros que adentro solo tuvieran tierra. Tenía que buscar otros objetos que lo transportaran a ciertos momentos, a ciertos episodios de felicidad o de tristeza, daba igual, pero que fuera cierto, que fuera vida. Por eso siguió con las cajitas. Muchas cajitas de ciudades que alguna vez visitó: La Habana, París, Roma, Atenas, Florencia o Ámsterdam. Casi quince cajitas, mal repartidas por sus colores y formas, constituían su tesoro, su marca eterna. Todas formaban un círculo sobre un piano que no tocaba nadie. Él había sido músico alguna vez, hace mucho tiempo, en otra vida, antes de que pasara lo de Manuel y asumiera que esa pasión se había esfumado con él, que ya no valía la pena seguir intentando sacar melodías de esas teclas sucias. Estaban también los libros. Tomos y tomos llenos de polvo y un Diccionario de la Real Academia Española que le gustaba consultar de vez en cuando. Libros de medicina, libros de psicología, otros de poesía, su pasatiempo de la juventud y de la madurez. En esa biblioteca nada estaba escogido al azar y ambos habían sido cautelosos en sus elecciones, sobre todo él. Años de estudio y de pensar y de volver a estudiar para finalmente haber abandonado la profesión después de tanto y tanto. Y pensar que alguna vez creyó que servía para eso, que servía para escuchar, para intuir, para descifrar al otro a través de muecas de sonrisas. “Usted va a ser un gran psicólogo”, le dijo un profesor de la facultad cuando recién empezaba esa carrera que sus abuelos no miraron muy bien. “Estudia medicina, Conrado, lo otro déjaselo a los locos”, había dicho el tata Eugenio. No le hizo caso. Nunca le hizo caso a nadie. Estaba en su sangre y la sangre, a veces, tira.

El piso de la calle Tremps era de madera y estaba cubierto de polvo. Una vez cada tres meses sacudía un poco, le pasaba un paño a la mesa y dejaba que el ruido de la aspiradora acabara con todo. Tampoco hacía la cama. Las sábanas siempre amanecían en el suelo o enrolladas en su cuello, asfixiándolo. De vez en cuando se despertaba jadeando, ahogado, asustado. “Puedes controlarlo”, pensaba él. “No son esas crisis. No son esas crisis. Mueve el dedo pequeño del pie, ahora los otros. De a poco, cada vez más fuerte. Aún puedes mover el cuerpo, los labios. ¿Puedes hablar? No te ahogues en la parálisis. Son solo dos minutos. Ese tiempo ya pasó, esos miedos ya no existen. Todo eso, lo que creías conocer de ti, fue hace mucho tiempo cuando aún estaba ella y te miraba con cara de asco”.

El olor del departamento se sentía muchos metros más allá de donde comenzaba la vida de ese psicólogo sin pacientes. Olor a aceite caliente, a sopa recién hecha, a carne quemada, a humedad, a ventanas cerradas. O se le pasaba la sal o se le quedaba prendido el horno. La comida en el refrigerador se vencía y las bolsas de basura se acumulaban en un rincón de la entrada. Era lo más chico y lo más sucio de esos ochenta metros cuadrados. El resto parecía de memoria: su habitación, los dos armarios empotrados, el televisor negro de veinte pulgadas, la máquina de escribir que no funcionaba hace quince años, los tres platos blancos de la abuela Julia pegados a la pared, la cámara fotográfica que había comprado en un mercadillo en un viaje a Dublín cuando tenía veinticinco años y las lámparas altas de peltre, que se mantenían en su familia y se traspasaban intactas y relucientes de generación en generación.

Y a pesar de todo, del gato negro que se metía en el departamento cada vez que se le olvidaba cerrar la ventana del baño, de las dos moscas y las tres polillas que no podía sacar de la pieza y de la ropa recién salida de la lavadora que quedaba colgada durante semanas en el tendedero que ponía en el living porque nadie lo iba a ver, le gustaba su hogar. Era el único lugar donde había vivido solo. Antes lo hizo con su madre, con sus abuelos y después de ellos con Laura. Por primera vez tenía su espacio y su silencio.

Por eso no era raro que, como una regla mal armada, Conrado esperara y mirara el techo y volviera a esperar mientras escuchaba cómo esa mujer pasaba por la cocina a tomar un poco de agua e iba al baño. Después venía el ruido de la cadena, los tacos otra vez y el silencio hasta el día siguiente al mediodía cuando volvía a levantarse. Siempre golpeando el suelo, siempre haciéndose sentir.








Oxímoron, 2016