Su piedad piadosa de virgen violada,
de reina de los afligidos y madre de
leche roja,
escasa como densa, señora de pocos
aspavientos,
nadie le va a negar el lugar suyo en
la corte de
los presumidos señores de la lengua.
Aunque se derramaran hordas de ira
contra
su gusto a clavo muerto y se
encendieran piras
con sus libros, sería sólo por vernos
reflejados
en el espejo infeliz de un niño
mordiendo
su propia mano.
Nadie se espanta, sin embargo, con
las cascadas
de letras que aterran el decir.
Nadie sumerge su cara en el agua
quebrada
de su lirismo de veguina del Siglo de
Oro.
Señora, usted, que masca la lengua de
llanto
y reza en acaloradas iglesias
plegarias de viva,
disculpe la torpeza de los alcaldes y
del mundo
cultural; usted ya no es una estatua,
su gusto
a nada parecido es el sostén de los
peñones
más duros de nuestro idioma. Una
vieja para Chile,
qué honor.
en Aniversario
y otros poemas, 1997
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