domingo, octubre 23, 2016

"El coleccionista de mundos", de Ilija Trojanow

Fragmento




Murió al amanecer, antes de que se pudiera distinguir un hilo negro de uno blanco. Las oraciones del sacerdote se extinguieron, y éste se humedeció los labios y tragó saliva. El médico, a su lado, no se había movido desde que dejó de sentir el pulso bajo las yemas de sus dedos. Al final sólo la tozudez había mantenido con vida a su paciente, pero su voluntad cayó vencida por un coágulo. Encima del brazo cruzado del muerto yacía una mano manchada. Retrocedió para depositar un crucifijo sobre el pecho desnudo. Demasiado grande, pensó el médico, demasiado católico, barroco como el torso cubierto de cicatrices del muerto. La viuda permanecía frente al médico, al otro lado de la cama. Él no se atrevía a mirarla a los ojos. Ella se apartó, se acercó tranquila al escritorio y, tras tomar asiento, comenzó a escribir. El médico, al ver que el sacerdote guardaba el frasquito de los óleos, lo consideró un anuncio para recoger las jeringuillas y la batería eléctrica. Había sido una noche larga y tendría que buscarse un nuevo empleo. Lo lamentaba, pues había apreciado a ese paciente y había disfrutado viviendo en su villa, en lo alto de la ciudad, con vistas a la bahía y al Mediterráneo en lontananza. Al notar que se ponía colorado se ruborizó aún más. Se apartó del muerto. El sacerdote, unos años más joven que el médico, observaba a hurtadillas la habitación. Un mapa del continente africano en una pared, comprimido por estanterías con libros a ambos lados. La ventana abierta lo inquietaba, como lo inquietaba todo en esos momentos. Los sonidos sigilosos le recordaban otras noches insomnes. El dibujo a su izquierda, a un brazo de distancia, hermoso e incomprensible, le había provocado inseguridad desde la primera vez que le echó una ojeada. Le recordó que ese inglés había vagado por regiones de infieles que sólo visitaban gentes ignaras y arrogantes. Su obstinación era tristemente célebre. Poco más sabía el sacerdote sobre él. El obispo se había librado de otra tarea desagradable. No había sido la primera vez que el sacerdote había tenido que administrar la extremaunción a un desconocido. Confía en tu sano sentido común, el obispo le había despachado con ese extraño consejo. Él no había tenido tiempo para orientarse. La esposa lo había pillado desprevenido y lo había apremiado, exigiendo el sacramento para el moribundo como si el sacerdote se lo debiera a ella. El cura se había plegado a su voluntad y en ese momento lo lamentaba. Ella, junto a la puerta abierta, entregó un sobre al médico y le habló con insistencia. ¿Debía decir algo? El sacerdote recibió un suave pero enérgico agradecimiento, ¿qué podía replicar? y con el agradecimiento la invitación tácita a marcharse. Él olió su sudor y calló. En el vestíbulo ella le tendió el abrigo y la mano. El sacerdote se apartó, se detuvo, incapaz de salir a la noche con esa carga, y se volvió de golpe hacia la mujer.






2006













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