Navíos,
navíos, los describiré en medio del mar,
me
acercaré y descubriré aquello que protegen
y
planean, cuál es su propósito y su meta.
Uno
zarpa a lejanas tierras para comerciar y traficar,
otro
queda para proteger el país de los invasores,
un
tercero vuelve a casa con copiosas y ricas mercancías.
Hola,
imaginación mía, ¿dónde volarás?
Antiguo poema
Para un norteamericano que visita Europa, la larga
travesía que se ve obligado a hacer es un excelente preparativo. La ausencia
temporal de los escenarios y ocupaciones mundanas infunde un estado de ánimo
especialmente idóneo para recibir impresiones nuevas y muy vívidas. La vasta
extensión de agua que separa los hemisferios es como una página en blanco. No
hay esa transición gradual que, como ocurre en Europa, permite que los rasgos y
la población de un país se mezclen casi imperceptiblemente con los de otro. En
cuanto pierdes de vista la tierra que abandonas, no hay más que vacío, hasta
que pisas la orilla opuesta y te ves de pronto arrojado al ajetreo y las
novedades de un mundo nuevo.
Cuando se viaja por tierra hay una continuidad en el
paisaje, y una sucesión ininterrumpida de personas y acontecimientos que
perpetúan la historia de nuestra vida y mitigan el efecto de ausencias y
separaciones. Arrastramos, es cierto, «una cadena extensible» cada vez que
damos un paso en nuestro peregrinaje; pero es una cadena que no se rompe, que
podemos seguir eslabón por eslabón, sabiendo que el último nos sujeta a casa
con firmeza. Sin embargo, un largo viaje por mar nos cercena de golpe. Sentimos
que se han soltado las amarras de una vida tranquila y ordenada para ir a la
deriva, a merced de un mundo incierto. Se abre un abismo, no solo imaginario
sino real, entre nosotros y nuestro hogar; un abismo sujeto a la tempestad, el
miedo y la incertidumbre, que vuelve la distancia palpable y el regreso
precario.
Al menos, ése fue mi caso. Mientras la última línea
azulada de mi país natal se desvanecía como una nube en el horizonte, sentí
como si hubiera cerrado un tomo del mundo con sus preocupaciones, y dispusiera
de tiempo para la meditación antes de abrir otro. Además, el país que ahora
desaparecía de mi vista y que guardaba cuanto yo más amaba en la vida, ¿qué vicisitudes
atravesaría, que cambios experimentaría, antes de mi retorno? Cuando uno se va
a ver mundo, ¿quién sabe dónde lo llevarán las corrientes impredecibles de la
existencia; o cuándo regresará; o si estará en su destino volver a visitar los
escenarios de su infancia?
He dicho que en el mar no hay más que vacío; debería
corregir mis palabras. Para quien es propenso a soñar despierto, y gusta de
perderse en ensoñaciones, una travesía está llena de cosas sobre las que
reflexionar: y es que las maravillas del mar y del cielo parecen invitar al
espíritu a abstraerse de los asuntos mundanos. Me encantaba apoyarme en el
pasamanos del castillo de proa o trepar a la cofa en un día de calma, y pasar
horas sumido en mis pensamientos en el seno apacible de un mar estival. Me
quedaba mirando las masas de nubes doradas que asomaban por encima del
horizonte, e imaginaba en ellas reinos mágicos que yo podía poblar a mi antojo;
y contemplaba la suave ondulación de las olas plateadas que avanzaban como si
quisieran morir en aquella afortunada costa.
Sentía una mezcla deliciosa de seguridad y de miedo
cuando observaba desde tan vertiginosa altura los monstruos de las
profundidades y sus cabriolas prodigiosas: manadas de marsopas dando brincos en
la proa del barco; una orca impulsando lentamente su enorme silueta por encima
de la superficie; o un voraz tiburón cruzando velozmente, como un espectro, las
aguas azules. Mi imaginación evocaba cuanto había escuchado y leído sobre el
mundo acuático: los bancos de peces que recorren sus valles insondables, los
monstruos informes que acechan en los mismos cimientos de la tierra, y los
indómitos fantasmas que pueblan los relatos de pescadores y marineros.
A veces una vela en la lejanía, deslizándose por el
borde del océano, se convierte en otro motivo de ociosa especulación. ¡Qué
interesante fragmento de un mundo que corre al reencuentro de la gran masa de
la existencia! ¡Qué monumento tan glorioso de la inventiva humana! En cierto
modo, ha triunfado sobre el viento y las olas; ha hecho comulgar los dos
extremos del mundo; ha establecido un intercambio de bendiciones, vertiendo en
las regiones estériles del norte la suntuosidad del sur; ha difundido la luz
del conocimiento y los beneficios de una vida civilizada, uniendo así las
partes diseminadas de la raza humana, entre las que la naturaleza parecía haber
erigido una barrera infranqueable.
Un día avistamos un objeto informe que flotaba en el
agua. En el mar, cualquier cosa que rompe la monotonía de la inmensidad que nos
rodea llama poderosamente la atención. Resultó ser el mástil de un barco que
sin duda había naufragado; pues quedaban restos de los pañuelos con que algunos
tripulantes se habían amarrado al palo para no ser arrastrados por el oleaje.
No había nada que permitiera averiguar el nombre de la nave. Debía de llevar
muchos meses a la deriva: racimos de moluscos se adherían fuertemente a él, y
algas de largos filamentos adornaban sus costados.
Pero ¿dónde estará la tripulación?, pensaba yo. Hacía
mucho tiempo que su lucha había terminado: se habían ahogado en el fragor de la
tempestad; y sus huesos, cada vez más blanquecinos, yacían en las cavernas
submarinas. El silencio, el olvido, como las olas, habían caído sobre ellos, y
nadie podía contar la historia de su final. ¡Cuántos suspiros habrían flotado
en el aire por ese barco! ¡Cuántas oraciones se habrían elevado junto al fuego
de un hogar sumido en la desolación! ¡Cuántas veces la amante, la esposa, la
madre habrían buscado entre las noticias diarias alguna pequeña pista inesperada
de este vagabundo del mar! ¡Cuánta esperanza trocada en angustia, angustia en
miedo, y miedo en desesperación! ¡Ay! Jamás se recuperará nada que el amor
pueda llevar en su corazón. ¡Lo único que se sabrá es que el barco zarpó de su
puerto y nunca se volvió a saber de él!
La visión de estos restos, como siempre, dio lugar a
que se contaran un montón de historias truculentas. Especialmente aquella noche
cuando el tiempo, hasta entonces apacible, empezó a tornarse oscuro y
amenazador y auguró una de esas tormentas repentinas que interrumpen a veces la
serenidad de una travesía veraniega. En el camarote, sentados alrededor de una
lámpara que, con su luz agonizante, volvía aún más tétrica la oscuridad, todo
el mundo tenía algún naufragio o catástrofe que relatar. Me impresionó
sobremanera una historia muy breve del capitán:
—Una vez que estaba navegando por los grandes bancos de
Terranova —dijo— en un barco de gran solidez y belleza, una de esas nieblas
densas que imperan en la zona redujo considerablemente nuestra visibilidad,
aunque fuera de día; y por la noche se volvió tan espesa que apenas podíamos
distinguir un objeto a dos esloras. Dejé una luz en el tope del palo y un vigía
pendiente de los pesqueros que acostumbran echar el ancla en los bancos.
Soplaba una alegre brisa y nos deslizábamos veloces por el agua. De pronto el
vigía dio la alarma con un «¡Vela a proa!», que gritó apenas unos segundos
antes de que chocáramos. Era una pequeña goleta fondeada, que estaba de
costado. La tripulación dormía y había cometido el descuido de no izar una luz.
Le dimos justo en el través. La violencia del golpe, el tamaño y el peso de
nuestro barco la sumergieron bajo las olas; pasamos por encima y nos alejamos
impulsados a mayor velocidad. Mientras la goleta se hundía debajo de nosotros,
alcancé a ver dos o tres desdichados, medio desnudos, que salían corriendo de
la cabina; acababan de saltar de su cama para ser tragados por las olas. Sus
gritos, al ahogarse, se mezclaron con el viento; la racha que los trajo hasta
nosotros nos alejó demasiado para seguir oyéndolos. ¡Nunca olvidaré aquellos
gritos! Nos costó bastante virar, ¡íbamos tan deprisa! Regresamos al lugar
donde, según nuestros cálculos, el pesquero estaba fondeado. Lo buscamos varias
horas entre la densa niebla. Disparamos algunos cañonazos, y aguzamos el oído
por si algún superviviente pedía auxilio; pero reinaba el silencio, y nunca
volvimos a saber de ellos.
Reconozco que estas historias, durante un tiempo,
pusieron fin a mis hermosas fantasías. La tormenta se recrudeció por la noche.
En el mar se desató una tremenda confusión. Se oía el estruendo lúgubre y
terrible del fuerte oleaje. Un abismo llama a otro. A veces la gran masa de
nubes negras parecía saltar en pedazos con los relámpagos que se agitaban entre
las crestas de espuma, y volvían doblemente terrible la oscuridad que se abatía
luego. Las olas, semejantes a montañas, repetían y prolongaban el bramido de
los truenos, que retumbaban sobre la inmensidad del furioso océano. Al ver cómo
el barco se balanceaba y hundía la proa entre aquellas cavernas rugientes,
parecía un milagro que recuperara el equilibrio y conservara la flotabilidad.
Sus vergas se sumergían en el agua; su proa estaba casi sepultada bajo el
oleaje. De vez en cuando una ola gigantesca parecía a punto de volcarlo, y solo
un hábil movimiento del timón impedía la catástrofe.
Cuando me retiré al camarote, aquella terrible escena
siguió haciéndome compañía. Los silbidos del viento en la jarcia semejaban
lamentos funerarios. El crujido de los mástiles, la tensión y el ronquido de
los mamparos —mientras el barco avanzaba penosamente por un mar embravecido—
eran aterradores. El estrépito de las olas que rompían en el costado del barco
resonaba en mis oídos; como si la Muerte, furiosa con esta prisión flotante,
buscara su presa: bastaría arrancar un clavo o abrir una grieta para dejarla
entrar.
Un día radiante, sin embargo, con un mar en calma y una
brisa favorable, ahuyentó enseguida todos esos pensamientos sombríos. En el
mar, es imposible resistirse a la benéfica influencia del buen tiempo y de un
bonito viento. Cuando el barco navega a todo trapo, con las velas hinchadas,
deslizándose alegremente por las ondulantes olas, ¡qué majestuosa y gallarda es
su estampa! ¡Qué autoridad parece tener sobre el líquido elemento!
Podría llenar un libro con las ensoñaciones de un viaje
por mar, pues, en mi caso, estoy siempre enfrascado en ellas; pero ha llegado
el momento de acercarse a la costa.
Una mañana hermosa y soleada, el emocionante grito de
«¡Tierra!» se oyó desde la cofa. Solo quienes han vivido esta experiencia
pueden imaginar el delicioso aluvión de sensaciones que se desencadena en un
corazón americano la primera vez que ve Europa. Asocia tantas cosas con ese
nombre. Es la tierra de promisión, ligada a cuanto escuchó en su niñez, y sobre
la que tanto ha meditado en sus años de estudio.
Desde ese instante hasta el momento de la llegada reinó
una excitación febril. Los buques de guerra que merodeaban por la costa como
gigantescos guardianes; los cabos de Irlanda, irrumpiendo en el canal; las
montañas de Gales, alzándose imponentes hasta las nubes: todo nos parecía digno
de interés. Mientras subíamos el río Mersey, escudriñé la costa con un
telescopio. Mis ojos se deleitaron en la contemplación de las cuidadas casas,
con sus arbustos podados y su césped verde. Vi las ruinas de una abadía
invadida por la hiedra, y la aguja de una pequeña iglesia sobre la cima de una
colina cercana. Todo era típicamente inglés.
El viento y la marea eran tan favorables que el barco
entró directamente al muelle. Estaba abarrotado de gente; unos eran meros
espectadores, otros esperaban impacientes a sus amigos o familiares. Pude
distinguir al consignatario. Lo reconocí por su ceño fruncido y su aire
inquieto. Con las manos en los bolsillos, silbaba pensativo y caminaba de un
lado para otro por un pequeño espacio que la multitud le había cedido, por
deferencia, debido a su importancia momentánea. Se repitieron vítores y saludos
entre tierra firme y el barco, mientras los amigos se buscaban con la mirada.
Me fijé especialmente en una joven vestida con sencillez, pero de figura y
ademanes interesantes. Se inclinaba hacia delante entre la multitud; su mirada
recorrió el barco mientras atracaba, tratando de encontrar una cara muy
querida. Parecía triste y decepcionada cuando oí una voz muy débil que la
llamaba. Era de un pobre marinero que había enfermado durante la travesía, y
había despertado la simpatía de cuantos íbamos a bordo. Con el buen tiempo, sus
compañeros le extendían un colchón en un rincón sombreado de cubierta, pero
había empeorado tanto últimamente que no se movía de su hamaca; su único deseo,
susurraba, era ver a su mujer antes de morir. Le habían sacado a cubierta
mientras navegábamos río arriba, y ahora se apoyaba en un obenque, tan pálido y
demacrado que no era de extrañar que ni la mirada del amor lo reconociera.
Pero, al oír su voz, los ojos de ella se clavaron en su rostro, y leyeron en el
acto un enorme sufrimiento; la joven dio un grito apenas perceptible, y se
retorció las manos, presa de una silenciosa desesperación.
Todo eran prisas y ajetreo. El encuentro entre
conocidos, los saludos de los amigos, las consultas de los hombres de negocios…
Yo era el único que estaba solo y no hacía nada. Ningún amigo me esperaba,
nadie vendría a darme la bienvenida. Pisé la tierra de mis antepasados, pero me
sentí un extranjero en ella.
en Relatos del mar (Antología), 2014
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