El Levi´s Stadium de Santa Clara era una marea de
camisetas verdes de la colonia mexicana en Estados Unidos. Casi todo el estadio
era suyo, casi todo menos un rectángulo verde llamado terreno de juego donde la
marea era roja, rojísima, tanto que Chile se antojaba una tropa numerosísima a
la que se oponían apenas un par de futbolistas mexicanos en una batalla
clamorosamente desigual. Chile todo lo hacía bien y México todo lo hacía mal. La
lección de La Roja se merecía una matrícula de honor y se la dieron su fútbol,
sus goles, su presión agobiante, su organización y su espíritu solidario. Es
decir, todas las artes del fútbol compendiadas en 90 minutos perfectos, sin un
fallo, con la variedad del juego como argumento prioritario. México era el
suspenso colectivo, impropio de una selección que acumulaba 23 partidos
consecutivos sin perder y había recuperado la autoestima. Pero el edificio se
le cayó a pedazos. En siete pedazos como siete goles.
Partían los dos equipos con la misma idea. Un 4-3-3 que
daba mucho protagonismo a los laterales. Todos bajo el mismo concepto. Pero
entre la pizarra y el juego están los futbolistas. Fuenzalida y, sobre todo
Beausejour, entendieron el mensaje y lo aplicaron con una caligrafía
futbolística espectacular. Beausejour recitó un monólogo impecable sobre la
misión del lateral en el fútbol moderno. Al cuarto de hora, crujió el cemento
de México cuando Ochoa repelió un disparo durísimo de Macelo Díaz y Puch lo
alojó en la red. Quizás no lo pareciera, pero aquel gol era una montaña
inaccesible para México, que jugaba con las líneas rotas, con los delanteros
perdidos y ajenos a la presión, renegando de perseguir a los laterales
chilenos, cuchillos afilados en la mantequilla blanda de los mexicanos.
Chile efectuaba el fútbol total, convertidos sus
futbolistas en moscas rojas que invadían el campo. Demasiada presión en el
centro del campo para los anonadados mexicanos, deshilachados, con un Guardado
que jamás ejerció el liderazgo y los tres delanteros navegando sin aire:
Chicharito, Tecatito e Hirving Lozano eran barcos a la deriva. Barquitos de
papel frente al oleaje de Chile, que no dejaba ni un centímetro de campo sin
vigilar.
Y los goles cayeron como hojas de otoño. Vargas comenzó
su recital al borde del descanso, asistido por Alexis. El segundo tiempo solo
agrandó la herida. Osorio pobló su equipo de delanteros con la entrada de
Jiménez y Peña y solo consiguió romper aún más a su selección, que ya no sabía
a qué jugar y mucho menos cómo defender. Puch escarbó todos los vericuetos del
ataque, como Alexis: dos futbolistas de potencia y velocidad. El jugador del
Arsenal hizo el tercero y a partir de ese momento Vargas comenzó su recital
particular, dando pasos adelante y pasitos atrás para encontrar la portería.
Tres goles seguidos más le convertían en el rey del gol en la historia de
Chile. Goles de jugador hábil, de jugador potente y de jugador listo. Goles de
todas las maneras, pero de un solo color.
El drama mexicano no parecía tener fin porque Chile
insistía como si necesitara más goles para conseguir su objetivo. O porque le
resultaba demasiado fácil mirar a los ojos a Memo Ochoa como para ocultar la
mirada. México miraba la hora más descontando minutos lentamente que pensando
en nada positivo que no fuera frenar la sangría de goles. Y no lo consiguió.
Puch, medio roto tras un pequeño tirón, hizo el séptimo, porque México estaba
más roto que su músculo y Chile, disfrutando, no bajaba el pistón. La goleada
fue histórica, pero el fútbol de Chile resultó espectacular. Solo hubo dos
malas noticias para la selección de Pizzi: la segunda amarilla a Vidal, que le
impide jugar en semifinales contra Colombia, y la lesión muscular de Marcelo
Díaz, que se retiró durante la segunda mitad. Pero todo eso, que será
importante después, era una anécdota. Para Chile no había nubarrón alguno. Para
México todo fue una tormenta. Y toda le cayó encima.
en El País, 20 de junio de 2016
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