Medía dos metros y medio. En el centro del lomo su perímetro era de sesenta
centímetros. Deslizándose sinuosamente por el fondo del mar, a una velocidad
vertiginosa, su cuerpo negro y misterioso brillaba y se retorcía como una
brizna de hierba en medio de una catarata espumeante. Los ojos diminutos, muy
separados en su cráneo ancho y aplastado, escudriñaban el océano en busca de
alimento. Recorrió vorazmente muchas millas al pie de los acantilados. No tuvo
suerte; lo único que encontró fueron tres crías de abadejo que se tragó de un
bocado sin interrumpir su avance. Tenía mucha hambre.
Dobló entonces un abrupto promontorio, y entró en un puerto rodeado de
peñascos donde el mar era oscuro y silencioso, ensombrecido por los cóncavos
acantilados. Observó con fiereza sus tenebrosas aguas. Luego dio un coletazo y,
con una rotación del cuerpo, se alejó a toda prisa. El largo y fino bigote, que
le colgaba del mentón como una etiqueta, se agitaba por debajo de su vientre.
Durante unos segundos, su mirada vidriosa se posó con ferocidad en unas manchas
blancas diminutas que se movían velozmente a lo lejos. El congrio había
avistado su presa. Había un banco de caballas a una milla de distancia.
Se acercó muy deprisa, como un rayo. Surgió de las profundidades bajo sus
vientres blancos, y, abriendo bien las fauces, cogió una de ellas antes de que
su hocico llegara a la superficie. Luego, como si sufriera un desmayo, empezó a
dar vueltas con el cuerpo flácido y las convulsiones de un gusano aplastado, y
se hundió cada vez más hasta que finalmente se tragó el pez. Enseguida volvió a
enderezarse y a dar coletazos, dispuesto a hacer una nueva presa.
El banco de caballas, cuando apareció el pavoroso monstruo, nadaba justo
bajo la superficie. Cuando el congrio se abalanzó sobre ellas, saltaron fuera
del agua con el estrépito de incontables granos de arena sacudidos en un
inmenso cedazo. Mil peces blancos y azules centellearon unos instantes a la luz
del sol, y desaparecieron luego, dejando una gran superficie de agua negra
agitándose con violencia. Diez mil pequeñas aletas cortaron la superficie del
mar mientras las caballas huían a toda prisa. Sus vientres blancos dejaron de
ser visibles. Se sumergieron en las profundidades, donde sus lomos y sus
costados azul oscuro, el color del mar, las ocultaban de su enemigo. El congrio
siguió su rastro describiendo inmensos círculos; pero se le habían escapado.
Medio hambriento, medio saciado, continuó dando vueltas media hora, como un
gigante enloquecido, avanzando sin descanso a una velocidad pasmosa.
Finalmente, sus ojos diminutos volvieron a avistar la presa. Pequeños puntos
blancos flotaban a lo lejos como pálidas gotas de sal. Se apresuró a nadar
allí. Abrió la mandíbula en cuanto las manchas cobraron forma, y el banco de
peces estuvo a escasa distancia. Pero, en el instante en que iba a comerse el
más cercano, sintió un golpe salvaje. Algo duro, pero intangible, le oprimía la
cabeza y bajaba luego por su lomo. El congrio saltó, y dio una vuelta completa
en el aire. El objeto duro que le retenía lo envolvía por completo. Estaba en
una red. A su alrededor, las caballas se retorcían y boqueaban en la malla.
El congrio se detuvo unos segundos sorprendido y aterrorizado. Entonces vio
una telaraña de filamentos negros que milagrosamente colgaba en el agua, por
todas partes, mientras sus enemigas de agallas jadeantes se quedaban inmóviles:
unas con la cabeza y la cola aprisionadas, y el cuerpo arqueado; otras
enredadas en los desiguales pliegues; otras con las agallas enganchadas en un
único hilo negro. Centelleando, se arremolinaban empujadas por la corriente
submarina: una masa de peces estrangulados en el fondo del mar.
El congrio empezó a luchar con fiereza por escapar. Se lanzó en todas
direcciones, avanzando y retrocediendo con su largo y escurridizo cuerpo,
desgarrándose el hocico, saltando precipitadamente hacia delante, agitando el
agua. Rasgó y rompió la red, haciendo unos cortes muy profundos. Pero, cuanto
más la rompía y cortaba, más enredado estaba. No consiguió liberarse, pero dejó
libres algunas caballas. Cayeron de aquella malla rasgada, rígidas y mutiladas,
y se hundieron como objetos inertes. Y de pronto, una tras otra, parecieron
despertar, movieron la cola y se alejaron velozmente, mientras el gigantesco
congrio veía su escurridizo cuerpo cada vez más aprisionado. Finalmente,
exhausto y medio ahogado, se quedó inmóvil, sin dejar de jadear.
Acto seguido sintió que recogían la red. Ésta se cerró a su alrededor, y
las pequeñas y brillantes caballas, atrapadas con él, le rozaron los costados y
se pegaron a él blandas y suaves. Él siguió quieto. Llegó a la superficie y
comenzó a boquear, pero no hizo el menor movimiento. Entonces lo subieron
trabajosamente a un bote, y cayó en el fondo con un golpe seco.
Dos hombres empezaron a soltar juramentos cuando vieron el monstruoso
congrio que les había roto la red y echado a perder la pesca de la caballa. El
anciano que remaba en la proa dijo:
—Desengánchalo, y mata a ese cabrón.
El joven que cobraba la red miró con espanto el monstruo resbaladizo que
tenía entre los pies, y que le observaba con unos ojos diminutos y maliciosos
que parecían humanos. Se estremeció al agarrar la red, y empezó a desenredarla.
—Córtala con tu navaja —gritó el anciano—, antes de que haga más destrozos.
El joven cogió la navaja de la regala donde la tenía enganchada y cortó la
red, liberando el congrio. Éste, con un movimiento brusco y asombroso, se
deslizó por la cubierta del bote, mostrando así toda su extensión.
Luego se dio la vuelta, haciendo que la barca se balanceara con sus
coletazos, y golpeando con el vientre el agua acumulada en el fondo. Los dos
pescadores gritaron, y dijeron al mismo tiempo:
—¡Mátalo, o acabará ahogándonos!
—¡Pégale en la cabeza!
Ambos trataron de alcanzar el palo corto y grueso que colgaba de un gancho
en medio del bote. El joven lo cogió e, inclinándose, asestó un golpe al
congrio.
—¡Pégale en la cabeza! —repitió su compañero—; sujétalo, sujétalo, y dale
la vuelta.
Los dos hombres se agacharon y agarraron el pez, soltando palabrotas y
jadeando, mientras el bote se balanceaba de un modo alarmante y el gigantesco
congrio se arrastraba de un lado para otro a increíble velocidad. Sus manazas
arañaban los costados del pez, y resbalaban por su piel como patines sobre el
hielo. Lo aprisionaban con las rodillas, lo pisaban e intentaban echarse sobre
él, pero estaban tan agitados que no conseguían retenerlo.
Finalmente, el joven lo cogió en brazos, sujetando con fuerza su parte
central, como si quisiera aplastarlo.
—¡Vamos, pégale en la cabeza! —gritó al anciano.
Pero entonces su compañero, que se había tambaleado hacia delante, se
tambaleó hacia atrás, y el bote se balanceó. Soltó el pez con un juramento,
extendiendo los brazos para recobrar el equilibrio. La cabeza del congrio cayó
sobre la borda inclinada. Su hocico se sumergió en el mar. Sacudiéndose con
violencia, descendió y descendió como una flecha, hasta alcanzar las sombrías
rocas cubiertas de algas que había en el fondo.
Y, extendiéndose cuan largo era, se dirigió al arco de gran anchura que
conducía a su enorme guarida, en algún lugar remoto y silencioso de las
profundidades.
Originalmente en Revista The Dial, enero de 1925
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