Desde
la habitación 64:
I
Nos
multiplicábamos para sentir,
necesitábamos
sentirlo todo,
nos
desbordábamos, no hacíamos otra cosa
que derramarnos,
nos
desnudábamos, nos entregábamos
porque
en cada rincón de nuestras almas
había
un altar para un Dios diferente.
II
¿Qué
escándalos hace ahora el espejo,
enemigo
indisimulable de mí mismo?
¿De
qué me sirve esa muda dramaturgia,
el
insípido rostro que paga su entrada
y
olfatea mis gestos desde el otro lado de la vidriera,
sin
que acierte en conciliar mis líneas con las suyas?
¿Impostor?
¿Palpitando a quién?
¿Somos
el preludio de otro?
Nada
hay tan vano
como
empuñar un rostro ajeno en el espejo
y
responderle "soy yo" ante la consabida pregunta “¿quién eres?”:
Porque
soy y no soy.
III
Antes
de partir arranqué de mí todos los saludos.
Y
ahora aquí, en el Hotel Celine,
donde
ya no hay sol que incendie mis oscuridades,
recompongo
mis ademanes de hombre de nadie,
el
monólogo secreto de quien descree de sus propias huellas
-confusas
como el tráfago de una calle-
y
que afirma, sin pudores, que ya hay bastante metafísica
si no se piensa en nada,
con
sólo comer, beber y dormir.
He
apostado a la omisión, al aullido fecundante del silencio,
a
la respiración sin boca, al tacto sin manos.
Hambriento
de la nada
busco
a tientas, en éste, mi último hospedaje,
diluir
aquella gestación
que
alguna vez llevó mi nombre.
en Hotel Celine, 2003
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