El aire era carnavalesco, receptivo. Abrí la puerta mosquitera y salí.
Sentía crepitar la hierba. Sentía la vida: un pedazo incandescente de carbón
arrojado sobre un cupido de heno. Me cubrí la cabeza. De buena gana me habría
cubierto los brazos, la cara. Me quedé ahí mirando cómo jugaban los niños, y
algo en la atmósfera —la luz filtrada, la fragancia de las cosas— me trasladó
en el tiempo.
Qué felices somos de niños. Cómo se atenúa la luz con la voz de la
razón. Deambulamos por la vida, un engaste sin gema. Hasta que un día doblamos
una esquina y ahí está, en el suelo, delante de nosotros: una gota de sangre
con facetas, más real que un fantasma, brillando. Si la removemos podría
desaparecer. Si no actuamos, nada se habrá reivindicado. Hay una manera de
resolver este pequeño enigma. Pronunciar nuestra propia oración, no importa de
qué forma. Porque cuando termine estarás en posesión de la única joya que vale
la pena guardar. El único grano que vale la pena repartir.
Una mano pequeña me ofreció un diente de león. ¡Pide un deseo!
Lo cogí. Amarillo intenso: silvestre, insignificante y amado por Dios.
Se transforma, gracias a la fuerza de nuestro deseo, en un soplo ancestral.
Pedazos de maná vaporoso descienden sobre el mundo.
Pide un deseo, sopla…
Teniendo aliento, qué más podía pedir. Todo mi ser se elevó en ese
empeño. Tenía a favor el cielo, con su habilidad para convertirse, en un abrir
y cerrar de ojos, en todas las cosas.
Busqué entre las nubes, signos, respuestas. Parecían moverse muy
deprisa, en forma de cúpula, delicadas, un tejido conjuntivo. La cara del arte,
de perfil. La cara de la negación, bendecida.
¿Qué hacemos, Gran
Barrymore?
Nos tambaleamos.
¿Qué haremos,
humilde monje?
Tener buen ánimo.
Y esos consejos, impartidos con tan perfecta gracia, infundieron a mis
miembros tal ligereza que me vi levantada y deslizándome por encima de la
hierba, aunque para todos yo seguía entre ellos, inmersa en tareas humanas, con
los pies sobre la tierra.
en Tejiendo
sueños, 2011
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