viernes, marzo 18, 2016

"El lago", de Banana Yoshimoto

Fragmento



Nakajima soltó una risita.

Nakajima, Mino, incluso Chii, aunque en su caso, como estaba acostada, no lo veía tan claro, todos ellos tenían algo en común.

Un halo de soledad y un vacío infinitos, un paisaje devastado de algo que ha sido destruido hasta los cimientos y que ahora se está recomponiendo, pedazo a pedazo.

¿En qué tipo de lugar se habrían conocido? Empezaba a imaginármelo. Era sólo una suposición, pero, al menos, lo vislumbraba.

Con todo, era demasiado triste para admitir que formaba parte de la vida real.

En aquella época yo creía, mucho más que ahora, que el bullicio de una cena, la cara sonriente que te dice adiós por las mañanas o el calor que hallas a tu lado cuando te despiertas por la noche lo eran todo en este mundo.

Pero Nakajima era distinto. Su mundo siempre estaba teñido de negro. No se trataba de la diferencia entre hombre y mujer, sino de que nuestras vidas habían tomado rumbos distintos. Estaba convencida de que yo conocía mejor la realidad de la vida que muchas personas de mi edad, pero no podía competir con el peso que acarreaba Nakajima.

Sofocando la risa, Nakajima me cogió de la mano y nos dirigimos hacia la estación en silencio, bordeando el lago. Había paz. Decidimos comprar algo para comer en el tren y seguimos andando. Aquella noche, paso a paso, nos encaminamos hacia el futuro.
Me volví hacia el lago, que envuelto en la niebla aparecía pálido y distorsionado.
A la semana siguiente empecé a pintar el mural. Salía de casa a las ocho de la mañana, como si trabajara de peón en una obra. Es que la luz de la mañana es la mejor.

Le daba un beso en la mejilla a Nakajima, que aún dormía, y me marchaba directamente al muro.

El primer día pinté unos monos jugando. En el tercio izquierdo del mural dibujé un gran lago. A su alrededor pinté otros monos, por supuesto. Árboles, monos apacibles. Un mono y una mona hermanos que contemplaban el lago, también la mamá mona y su monito.
Sabía que pintar aquello me causaría tristeza, pero no podía contener las irrefrenables ganas de hacerlo.

—¿Estás pintando monos?

La primera en preguntármelo fue una niña. A continuación se fueron sumando, poco a poco, otros niños. Entonces me enfadé en serio con unos que se disponían a cometer alguna travesura con los botes de los colores, luego pedí perdón y, finalmente, incluso aquellos niños entendieron lo que yo estaba haciendo. Inducido por lo que había oído de boca de Sayuri, o de sus padres, uno de ellos preguntó:

—¿Si está tu pintura no cerrarán la escuela?

Era un niño delgado, de ojos grandes y nariz chata. Lo llamaban Yotchan y, por lo visto, iba a clases de inglés.

—Aunque esté mi pintura, si tienen que cerrarla la cerrarán.

—¿Y entonces por qué pintas?

—Porque hay un lugar donde se puede pintar y me han pedido que lo pinte. Aunque esté ahí por poco tiempo, quiero ponerle colores bonitos.

—¿Y eso no es arte?

—Por desgracia, no. Lo mires como lo mires. Sólo es un dibujo de monos —dije riendo.

—Oye, esos monos de ahí, ¿son fantasmas? —quiso saber Yotchan.

Señalaba los cuatro monos del lago. Se trataba sólo de un bosquejo, aún no estaban coloreados y eran semitransparentes.

—No. Ahora los voy a pintar.

—¡Ah! ¡Qué susto! —dijo Yotchan.

«¡Qué increíbles son los niños!», pensé. A mí jamás se me habría ocurrido pintar espíritus en un mural tan divertido como aquél.





2005












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