El maestro Arturo Saracino, de treinta y siete años, ya
en el fulgor de la fama, estaba dirigiendo en el teatro Argentina la Octava
Sinfonía de Brahms en La mayor, op. 137, y acababa de atacar el último tiempo,
el glorioso allegro appassionato. Estaba inmerso, pues, en la exposición
inicial del tema, esa especie de monólogo plano, obstinado y, la verdad sea
dicha, un poco largo, en el que sin embargo va concentrándose poco a poco la
poderosa carga de inspiración que explotará hacia el final, y los que escuchan
no lo saben, pero él, Saracino, y todos los de la orquesta lo sabían y por eso,
mecidos en la ola de los violines, estaban gozando de esa vigilia, alegre pero
engañosa, del prodigio que poco después iba a arrastrar a los ejecutantes y al
teatro entero en un maravilloso torbellino de júbilo.
De repente se dio cuenta de que el público le estaba
abandonando.
No hay experiencia más angustiosa para un director de
orquesta. El interés de los que están escuchando, por motivos inexplicables,
decae. Misteriosamente, él se percata enseguida. Entonces parece que hasta el
aire se vacía, que esos mil, dos mil, tres mil hilos secretos, tendidos entre
los espectadores y él, por los que le llegan la vida, la fuerza, el alimento,
se aflojan o se desvanecen. Entonces el maestro se queda solo y desnudo en un
desierto helado, arrastrando penosamente un ejército que ya no le cree.
Pero ya habían pasado por lo menos diez años desde que
pasara por esa experiencia terrible. Ni siquiera se acordaba, y por eso ahora
el golpe era más duro. Además, esta vez la traición del público había sido tan
repentina y tajante que le dejó sin aliento. «Imposible», pensó. «No puede ser
por mi culpa. Esta noche me siento completamente en forma y la orquesta parece
un joven de veinte años. Tiene que haber otra explicación».
En efecto, aguzando al máximo el oído, creyó percibir
en el público, detrás de él, alrededor y encima, un murmullo sinuoso y apagado.
De un palco, justo a su derecha, le llegó un débil chirrido. Con el rabillo del
ojo entrevió dos o tres sombras en el patio de butacas que se escurrían hacia
una salida lateral. En el gallinero alguien siseó imperiosamente, imponiendo
silencio. Pero la tregua fue corta. Enseguida, como por una agitación
incontenible, el runrún se reanudó, acompañado de crujidos, cuchicheos, pasos
furtivos, pisadas clandestinas, taburetes corridos, puertas abiertas y
cerradas.
¿Qué estaba pasando? De pronto, como si en ese mismo instante
lo hubiese leído en una página impresa, el maestro Saracino lo supo.
Transmitida probablemente por la radio poco antes y llevada al teatro por algún
rezagado, había llegado una noticia. Algo espantoso debía de haber sucedido en
algún lugar de la Tierra, y ahora estaba abatiéndose sobre Roma. ¿Una guerra?
¿Una invasión? ¿El anuncio de un ataque atómico? En aquellos días eran
admisibles las conjeturas más desastrosas.
Filtrándose entre las notas de Brahms le asaltaron un
sinfín de pensamientos angustiosos y calamitosos. Si estallaba una guerra,
¿adonde mandaría a los suyos? ¿Huir al extranjero? Pero entonces, ¿qué pasaría
con su casa recién construida, en la que se había gastado todos sus ahorros?
Claro que él, Saracino, con su profesión, tenía suerte. En cualquier lugar del
mundo, con su celebridad, seguro que no se moriría de hambre. Además es sabido
que los rusos tienen debilidad por los artistas. Pero entonces recordó con
horror que dos años antes se había significado bastante firmando un manifiesto antisoviético
con otros muchos intelectuales. Ya se encargarían sus colegas de decírselo a
las autoridades de ocupación. No, no, lo mejor era huir. ¿Y su madre, ya
anciana? ¿Y su hermana menor? ¿Y los perros? Se hundía en un pozo de
desolación.
A esas alturas ya no cabía la menor duda de que había
llegado una información acerca de una catástrofe fulminante. Con la mínima
decencia impuesta por la tradición del teatro, el público se marchaba
escandalosamente. Saracino, al levantar la vista hacia los palcos, cada vez los
veía más vacíos. Uno a uno, se iban. El pellejo, el dinero, las provisiones, la
evacuación, no había ni un minuto que perder. Al diablo con Brahms. «Serán
cobardes», pensó Saracino, que todavía tenía ante sí diez minutos largos de
sinfonía antes de que pudiera moverse. «Seré cobarde», se dijo sin embargo,
justo después, al percatarse de que se había dejado llevar por un pánico
abyecto.
Todo se estaba desmoronando, dentro y delante de él.
Las indicaciones de la batuta, puramente mecánicas, ya no transmitían nada a la
orquesta, que a su vez, inevitablemente, se había dado cuenta de la
disgregación general. Faltaba poco para llegar al punto decisivo de la
sinfonía, a la liberación, a la gran sacudida. «Seré cobarde», se repitió
Saracino, asqueado.
¿De modo que la gente se largaba? ¿De modo que la gente
se desentendía de él, de la música, de Brahms, y corría a salvar sus vidas
miserables? ¿Y qué?
En ese momento comprendió que la única salvación, la
única salida, la única huida útil y digna, para él y para todos los demás, era
quedarse quieto, no dejarse arrastrar, seguir con su trabajo hasta el final. Le
entró rabia al pensar en lo que estaba ocurriendo en la penumbra, a sus
espaldas, y estaba a punto de ocurrirle a él también.
Se recobró, levantó la batuta dirigiendo una mirada
arrogante y alegre a los de la orquesta, y en un momento restableció el flujo
vital. Un típico arpegio descendente de clarinete le avisó de que ya estaban
llegando: iba a empezar el arrebato, la empinada salvaje con que la Octava
Sinfonía salta desde la llanura de la mediocridad y, con los encabalgamientos
típicos de Brahms, en potentes ráfagas, se eleva verticalmente para descollar,
victoriosa, en una luz suprema, como una nube.
Se lanzó con ímpetu desbordado por la cólera. La orquesta,
estremecida, también se encabritó, oscilando pavorosamente durante una fracción
de segundo, y después salió al galope, irresistible.
Entonces el rumor, los cuchicheos, los golpes, las
pisadas, los pasos y el ir y venir callaron, nadie se movió ni rechistó, todos
quedaron paralizados, no ya de miedo sino de vergüenza, mientras en las astas
plateadas de las trompetas, allá arriba, las banderas ondeaban.
en Sesenta relatos, 1958
1 comentario:
Un cuento perfecto. Lástima que la octava sinfonia de Brahms no existe. El maestro escribió 4
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