VI
Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura
polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con
muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan
pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de
infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte;
envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y
poderosos; se prendía con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su
cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos
horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus
enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole
adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero
que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad
invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros
parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su
espalda; se hubiera dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos
rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies
en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz
resignada de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la
atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del
planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el
misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me
quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.
en El spleen de París, 1869
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