(1915-2016)
Entre los estudiantes del Pedagógico era conocida su sabiduría: profesor de literatura, de historia del arte, de arquitectura, pintor y dramaturgo. Además, había en torno a él una atmósfera de leyenda: era uno de los pasajeros del Winnipeg, el barco mitológico en el que más de dos mil republicanos escaparon de una España hostil. Organizado por Pablo Neruda, el viaje culminó en Valparaíso, en 1939. En su país, José Ricardo Morales había tenido una participación activa en la contienda civil, como combatiente y universitario apasionado por el teatro. Tal como su compatriota Federico García Lorca, se entregó con vehemencia a la praxis teatral.
Tras su llegada a Chile durante el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, se integró al trabajo académico, y junto a Pedro de la Barra fundó en 1941 el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, donde hasta hoy los estudiantes representan su brillante adaptación de La Celestina, de Fernando de Rojas. Antes que Ionesco y Beckett, y bastante antes que Jorge Díaz, Morales escribió “teatro de la incertidumbre”, iniciando esa decisiva tendencia de la dramaturgia del siglo XX. A mediados de los 40, la afamada Margarita Xirgu eligió como repertorio de su compañía “El embustero en su enredo”.
Tuvieron que pasar más de veinticinco años para que el teatro de la Universidad de Chile estrenara Orfeo y el desodorante (1975), dirigida por Enrique Noisvander. Fue una larga pausa en el estudio, análisis y montaje de las obras de teatro que Morales, mientras tanto, no había cesado de escribir. Hasta hoy, el dramaturgo ha recibido los aplausos de la crítica y de los investigadores no solo de España, su patria recuperada, sino también de otros países europeos. No así en Chile, su país de adopción y vocación, donde más bien ha reinado el silencio o el olvido en torno a su valioso aporte.
“Pensar es siempre pensar distinto y crear es relacionar aquello que parece ser opuesto a todo vínculo”, repetía el profesor Morales en sus clases de Historia del Arte. Autor de ensayos como Arquitectónica: Sobre la idea y el sentido de la arquitectura (1966) y Mímesis dramática (1992), ha escrito cuarenta piezas de teatro. En 2009, la editorial Alfonso el Magnánimo, de Valencia –su tierra de origen–, las reunió en un volumen. En un segundo tomo publicó en 2012 todos sus ensayos. En total, 2 mil 500 páginas.
Lúcido y memorioso, José Ricardo Morales nos recibe en su casa, decorada con pinturas y grabados suyos y de su esposa. “¡Aquí estoy!”, dice con entusiasmo este sobreviviente apasionado de un siglo de viajes, de interrogantes y de teatro.
De familia inclinada más bien a la ciencia, con un padre y un hermano bioquímicos, cuenta de dónde surgió su vocación por las letras:
–Es difícil de explicar. Lo que llaman vocación surgió temprano, pertenecí al grupo teatral El Búho, que dirigía Max Aub, en la Universidad de Valencia. La escena literaria y teatral de la época de la Guerra Civil incluía a García Lorca, a quien conocí. Yo no tenía previsto ningún destino especial. Cuando terminé mi bachillerato, a los dieciséis años, ingresé a la universidad y le dije a mi padre: “Voy a estudiar Filosofía y Letras”. Me respondió: “Tú eres dueño de ti y puedes hacer lo que quieras”. Creo que acerté.
Tomó entonces la opción de las letras. Y de las armas. “Estuve del lado de la República y llegué al grado de comisario y teniente coronel de las milicias republicanas, a cargo de una brigada. Fui herido dos veces”, recuerda. Y agrega: “El día que estalló la guerra yo estaba en Barcelona. Defendí la República porque era un régimen libre, y Franco se adueñó de España, la confiscó y se hizo dictador absoluto. Para mí siempre ha sido esencial el pensamiento libre; sin libertad no hay opción de elegir ni capacidad de escoger algo. Las armas y las letras se unían al modo de pensar libre”.
Con la derrota republicana, García Lorca fue fusilado y Miguel Hernández murió en prisión. Morales pudo encontrar otro destino:
–Debí refugiarme en Francia –rememora–, donde las autoridades, lejos de recibirnos con los brazos abiertos, nos trataron muy mal. Fuimos a dar a un campo de concentración, Saint Cyprien, en la Francia del mariscal Pétain, donde había que repartir diariamente un pan para veinte hombres. La gente se moría de pulmonía, de hambre. Mis padres, que afortunadamente tenían sus pasaportes en regla, también se refugiaron en París. Neruda estaba a mucha distancia de mí por esos años de la guerra –señala a propósito de la gestión del cónsul chileno–, si bien después fuimos vecinos en Isla Negra. En el Winnipeg viajamos los que vinimos a contribuir a que América se hiciese y no a hacernos la América”.
¿Qué sabía entonces de Chile?
Tenía un conocimiento del país por las clases recibidas en la universidad. Había cursos especiales de Sudamérica. Un conocimiento académico y libresco, literario e histórico.
En España, a Morales le habían estrenado una obra a los veintidós años, Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante.
–Es una obra para títeres –aclara–. Yo la subtitulé “Bagatela para fantoches”. El conflicto dramático de la obra incluye la rebelión de los muñecos que se levantan contra el titiritero que los maneja, lo que permitía, en el contexto confrontacional de entonces, una lectura social y política, detrás de una propuesta teatral que parecía inocente. Allí ya aparece la idea del teatro en el teatro, que formaría parte de la dramaturgia de Pirandello y de la narrativa de Unamuno.
¿En qué momento conoce a la gran actriz Margarita Xirgu?
En Chile, ambos éramos exiliados. Me la presentó Arturo Soria, con quien fundamos la editorial Cruz del Sur. Leí para ella El embustero en su enredo, y cuando terminé ella exclamó: “¡Te la estreno en el acto!”. Lo hizo, en el Teatro Municipal de Santiago, en 1944. Después se propuso estrenar La vida imposible, tres piezas teatrales en un acto, en Buenos Aires, pero la policía peronista clausuró el teatro donde Margarita había montado El malentendido, de Camus. Las tres obras mías vendrían después. En París, le comenté a Albert Camus: “La policía cierra los teatros, pero es peor que los policías hagan de críticos”.
Respecto del “teatro del absurdo”, como se ha definido su dramaturgia, señala: “Yo lo llamo más bien ‘Teatro de la incertidumbre’. Mis obras teatrales, a las que veo como una transfusión, tienen como fin suscitar perplejidad en los espectadores, provocarlos para que surja de ellos una reacción nueva. El teatro debe ser un tábano socrático. El absurdo está en el mundo, en las cosas y hay que denunciarlo. El ser humano piensa con más libertad que la estrechez de la lógica”.
¿Cuál es el drama del dramaturgo en este país?
El silencio. Tengo cuarenta obras escritas y publicadas, y parecen estar en cuarentena. En Chile te silencian, te matan opciones.
¿Resiente “el pago de Chile”?
La verdad, no. Más que la vida no se puede deber nada. En Chile se me permitió ser y se me rescató de la resistencia contra los nazis, que me habrían enviado a un campo de concentración.
¿No le inspiró una obra teatral la épica travesía del Winnipeg?
Escribo teatro porque me despersonaliza, es un género que lo permite, no es un arte autobiográfico, por eso no aparece el Winnipeg en mi literatura. Lo importante es que toda mi dramaturgia tiene la visión de un desterrado. El teatro es un arte hipócrita, que consiste en hacer hablar a los demás de lo que a uno le preocupa.
Al cumplir sus primeros cien años, ¿cuál es el balance?
No estoy dispuesto a hacer el balance aún. Me estoy absteniendo, eso sí, de conflictos. He tenido demasiados. El dramaturgo es un hacedor de enigmas. Eso es el drama: un enigma. Hay quienes lo resuelven y quienes lo dejan en el aire, provocando enigmas en la audiencia, en el espectador o en el lector.
en Revista de Libros de El Mercurio, 8 de noviembre de 2015
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