Fue el escritor más grande de su generación, y también el más atormentado. En el velatorio tras su trágico suicidio, sus amigos y familiares revelaron la lucha de toda una vida de una mente maravillosa.
Medía un metro ochenta y nueve, y llegó a pesar noventa kilos. Llevaba gafas de abuela y un pañuelo en la cabeza anudado por detrás, un aspecto al mismo tiempo de pirata y de ama de casa. Siempre llevaba el pelo largo. Tenía ojos oscuros, una voz suave, la barbilla cuadrada y una boca agradable de labios prominentes que era su mejor rasgo. Caminaba con el porte tranquilo de un ex deportista, como si fuera sobre ruedas, como si cualquier asunto físico le resultara un placer.
David Foster Wallace hizo incursiones sorprendentes en casi todo: novelas, periodismo, turismo vacacional. Su vida fue una búsqueda de información, un recopilar cómos y porqués. «Hoy he recibido 500.000 impactos distintos de información», dijo una vez, «de los que tal vez veinticinco sean importantes. Mi labor es darle a todo ello algún sentido». Quería escribir «sobre asuntos que resulten conmovedores. En lugar de que supongan una liberación de lo que resulta conmovedor». Los lectores se acurrucaban en los recovecos y claros de su estilo: su humor, su brillantez, su humanidad.
Su vida fue como un mapa que acabara en un destino equivocado. En el instituto, Wallace fue un alumno sobresaliente, jugó al fútbol, jugó al tenis, escribió una tesis filosófica y una novela antes de graduarse en Amherst, fue a una escuela de escritura, publicó la novela, dejó a unos cuantos editores berreando, con moretones y renqueantes, y los escritores se quedaron prendados de él. Publicó una novela de mil páginas, recibió la única distinción otorgada en el país a la genialidad, escribió ensayos que cubrieron ampliamente las implicaciones de estar vivo en el mundo contemporáneo, aceptó un puesto especial en el Pomona College de California para enseñar escritura, se casó, publicó otro libro y, el 12 de septiembre de 2008, se ahorcó a la edad de cuarenta y seis años.
«Lo único que en realidad debería decirse de David Foster Wallace es que fue un portento de los que sólo hay uno en cada siglo», dice su amigo y antiguo editor Colin Harrison. «Puede que no volvamos a ver a otro como él en lo que nos queda de vida; eso lo diré donde haga falta. Fue como un cometa que volara a ras del suelo».
Su novela de 1996, La broma infinita, tenía el tamaño de la Biblia y dio lugar a interpretaciones y comentarios que ocuparon libros enteros, como Understanding David Foster Wallace, un libro que sus amigos bien podrían haber intentando escribir e hicieron cola para comprar. Padeció de depresión crónica durante décadas, una información que él limitó a su familia y a los amigos más cercanos. «No creo que nunca perdiera la sensación de que había algo vergonzoso en ello», dice su padre. «Lo ocultaba por instinto».
Tras su muerte, los lectores llenaron Internet con homenajes a su generosidad, a su inteligencia. «Pero no era San Dave», dice Jonathan Franzen, el mejor amigo de Wallace y autor de Las correcciones. «Esta es la paradoja de Dave: cuanto más te acercabas a él, más oscura era la imagen, aunque más auténticamente adorable se volvía. Sólo cuando llegabas a conocerlo mejor apreciabas de verdad lo heroica que para él era la lucha no solamente por seguir en el mundo, sino por producir literatura maravillosa».
David creció en Champaign, Illinois. Su padre, Jim, enseñaba filosofía en la Universidad de Illinois. Su madre, Sally, enseñaba Lengua Inglesa en una facultad pública local. Era un hogar académico: tranquilo, educado, juegos lingüísticos en el coche, habitaciones ordenadas, la estantería la protagonista. «Tengo unos primeros recuerdos extraños», me dijo Wallace durante una serie de entrevistas en 1996. «Recuerdo a mis padres leyéndose Ulises en voz alta el uno al otro en la cama, cogidos de la mano y ambos disfrutando de ello apasionadamente». Sally detestaba enfadarse; tardaba días en recobrarse tras un grito. Por ello la familia desarrolló una especie de correo interno para los conflictos. Cuando su madre tenía que expresar algo severo, lo escribía en una carta. Cuando David ansiaba algo —un aumento de paga, un horario más liberal para irse a la cama—, deslizaba una carta por debajo de la puerta de sus padres.
David fue una de esas combinaciones sobrecogedoras y perfectas de las habilidades de dos progenitores. Los títulos de los libros de su padre —Ethical Norms, Particular Cases— recuerdan a los títulos de los relatos de Wallace. El tono conversacional de su madre contiene ecos de la voz escrita de Wallace: ella usa expresiones como «que achicharra» por caliente, «farfullar» por hablar en sueños, «tirar el esqueleto» por irse a la cama. «David y yo tenemos una deuda enorme con mi madre», dice su hermana Amy, dos años menor. «Ella tiene una manera de hablar que nunca he escuchado en ningún otro sitio».
David fue, desde una edad temprana, «muy frágil», como él mismo escribió. Le encantaba la televisión, y se emocionaba increíblemente viendo programas como Batman o Jim West. (Sus padres dosificaban los programas «escabrosos». Uno por semana). David era capaz de memorizar diálogos completos de un programa y predecir, como una especie de hombre del tiempo, cuándo iba a dar un giro la historia, cómo acabarían los personajes. Nadie lo consideraba o trataba como a un genio, aunque a los catorce años, cuando le preguntó a su padre a qué se dedicaba, Jim se sentó con David y desarrolló con él un diálogo socrático. «Me quedé sorprendido por lo sofisticado de su entendimiento», dice Jim. «En aquel momento, descubrí que él era verdadera y extraordinariamente brillante».
David fue un niño de constitución fuerte; jugó al fútbol —de quarterback— hasta los doce o trece años, y siempre hablaba como un deportista, eliminando las fricativas palatales como en «wudn’t» y «dudn’t», y en «idn’t» y «sumpin».[1] «Lo grande es que cuando era pequeño fui un atleta bastante serio», me contó Wallace. «Me refiero a que no tenía ambiciones artísticas. Jugaba al fútbol en cualquier sitio. Y era bastante bueno. Después fui a la liga del instituto, y en la ciudad había dos chicos que eran mejores quarterbacks que yo. Y la gente empezó a golpearse los unos a los otros con mucha más dureza, y descubrí que no me gustaba demasiado golpear a la gente. Supuso una desilusión enorme». Después del primer día de entrenamiento en el Urbana High School, se fue a casa y mandó al diablo el fútbol. A sus padres les dio dos explicaciones: se esperaba de él que entrenara a diario, y los entrenadores soltaban demasiados garabatos.
Además, ya había cogido una raqueta. «Descubrí el tenis por mi cuenta», dijo Wallace, «yendo a clases públicas en el parque. Durante cinco años. Iba encaminado a convertirme en jugador de tenis profesional. No es que yo pareciera tan bueno, pero era imposible de derrotar. Sé que suena arrogante, pero es la verdad». En la pista, era un tanto cuentista: antes de un partido, le decía a su oponente, «Gracias por venir, pero simplemente vas a hacerme papilla».
Cuando tenía catorce años, le pareció que podría haber ido a los campeonatos nacionales. «En realidad era una categoría junior. Pero justo en el momento en que se convirtió en algo importante para mí, comenzó a asfixiarme. Cuanto más asustado estás, peor juegas». También eran los setenta: Pink Floyd, pipas de marihuana. «Empecé a fumar un montón de porros cuando tenía quince o dieciséis años, y así es difícil entrenar». Soltó una carcajada. «Así no tienes mucha energía».
Fue por esta época cuando los Wallace advirtieron algo extraño en David. Expresaba peticiones sorprendentes, como querer pintar su dormitorio de negro. Se irritaba constantemente con su hermana. Cuando tenía dieciséis años, se negó a ir a la fiesta de cumpleaños de ella. «¿Por qué querría yo celebrar su cumpleaños?», le dijo a sus padres.
«David comenzó a tener ataques de ansiedad en el instituto», recuerda su padre. «Me di cuenta de los síntomas, pero yo era demasiado inexperto en tales asuntos. La depresión parecía adoptar la forma de un demonio que solamente rondara a David». Sally llegó a llamarlo el «agujero negro con dientes». David se retrajo. «Pasó mucho tiempo vomitando durante el primer curso», recuerda su hermana. Una de las paredes de su dormitorio estaba forrada de corcho, para pegar fotos de revistas de estrellas del tenis. David clavó un artículo sobre Kafka en la pared, titulado «La enfermedad era toda su vida».
«Yo odiaba ver esas palabras», me dice su hermana, y empieza a llorar. «Parecían resumir su existencia. No podíamos comprender por qué actuaba de aquella forma, y por supuesto mis padres estaban exasperados, cariñosamente exasperados».
David se graduó en el instituto con unas notas ideales. Fuera cual fuese su huracán personal, desperdigó unos cuantos árboles y siguió su camino. Decidió ir a Amherst, que era adonde también había ido su padre. Sus padres le dijeron que le gustaría el otoño de Berkshire. Pero en lugar de ello, él echaba de menos su casa: las granjas y las llanuras, las carreteras que se desplegaban satisfechas hacia ningún sitio. «Es otoño», escribió David. «Las montañas son preciosas, pero el paisaje no es tan bonito como el de Illinois».
Wallace arrastró sus maletas hasta Amherst en el otoño de 1980; llegaba Reagan, los setenta zozobraban, había cuicos por todos lados. Se llevó un traje al campus. «Era un traje de esos de Sears, con esa especie de corbata de cuadros escoceses», dice su compañero de habitación de la universidad y amigo cercano Mark Costello, quien con el tiempo se convertiría en novelista de éxito. «Los tipos que venían a Amherst, que venían de cinco escuelas preparatorias, siempre vestían más informalmente. Nadie se traía un traje. Resultó que Wallace creía que para ir al este aquello era lo mejor, para no avergonzar a los suyos. Mi primera impresión fue que él no sintonizaba con aquello para nada».
Costello venía de un hogar católico-irlandés de clase trabajadora de Massachusetts con siete hijos. Él y Wallace conectaron. «Ninguno de los dos encajábamos en el molde de vividor a lo Jay Gatsby», dice Costello. En Amherst David perfeccionó el estilo que llevaría el resto de su vida: jersey de cuello alto, sudadera con capucha, zapatillas de baloncesto. El aspecto de esos chicos de los aparcamientos que los de Illinois llamaban Dirt Bombs. «Un individuo ligeramente duro, con una leve pinta de inútil y de jugador de tenis», dice Costello. Wallace también constituía una compañía sorprendentemente ingeniosa y buena, aun dando una simple vuelta alrededor del campus. «Siempre quise ser un imitador», decía Wallace, «pero no tenía la agilidad vocal ni los registros faciales suficientes para serlo». El Show de Dave tenía lugar cruzando una extensión de césped. Contaba cuánta gente paseaba, conversaba y se mantenía erguida, ilustrando sus vidas. «Simplemente era muy empático», recuerda Costello. «Dave tenía la habilidad de meterse en la piel de cualquiera».
Observar a las personas desde lejos, por supuesto, puede ser un modo de evitar acercarse a ellas. «En la universidad me comporté como un total y absoluto pelotudo», recordaba Wallace. «Simplemente me daban miedo las personas. Por ejemplo, sólo me aventuraba en el foso de la tele —la sala de la televisión— para ver Hill Street Blues porque se trataba de un programa que me importaba de verdad».
Una tarde, en abril del segundo curso, Costello volvió al dormitorio que compartían y encontró a Wallace sentado en su silla. El escritorio limpio, las maletas hechas, incluso su máquina de escribir, que pesaba tanto como toda su ropa.
«Dave, ¿qué pasa?», preguntó Costello.
«Lo siento, lo siento», dijo Wallace. «Sé que voy a joderte un montón».
Se marchaba de la universidad. Costello lo llevó en coche al aeropuerto. «No era capaz de hablar de ello», recuerda Costello, «estaba llorando, se sentía avergonzado. Estaba muy nervioso. No podía controlar sus pensamientos. Se trataba de incontinencia mental, el equivalente a mojar los pantalones».
«No fui demasiado feliz ahí», me contó Wallace después. «Sentía que no estaba a la altura. Había un montón de cosas que quería leer que no formaban parte de ninguna asignatura. Y mi madre y mi padre fueron realmente geniales».
Wallace regresó a casa y fue hospitalizado, dio explicaciones a sus padres, consiguió un trabajo. Durante una temporada, condujo un autobús escolar. «Allí estaba él, un tipo bastante tembloroso, una especie de Holden Caulfield, conduciendo un autobús escolar por entre tormentas eléctricas», recuerda Costello. «Me escribió una carta llena de indignación a causa de los procedimientos de selección de conductores de autobuses escolares en el centro de Illinois».
Wallace asistía a las clases de filosofía de su padre en calidad de visitante. «Las clases se convertían en un diálogo entre David y yo», recuerda su padre. «Los alumnos simplemente se sentaban y se miraban, “¿Quién es este tipo?”». Wallace devoraba una novela tras otra: «Una enorme porción de lo que he leído lo leí durante aquel año». También les contó a sus padres cómo se sentía en la universidad. «Decía que simplemente se sentía muy triste, y solo», dice Sally. «No tenía nada que ver con sentirse querido. Tan solo se sentía muy solo por dentro».
Volvió a Amherst en otoño, a la habitación con Costello, tembloroso pero endurecido. «Determinadas cosas que tenía en la cabeza habían sido destruidas», dice Costello. «Durante la primera mitad de su estancia en Amherst, se esforzó por ser una persona normal. Estaba en el equipo de debate, como esos tipos que saben que van a tener éxito». Wallace había hablado de meterse en política; Costello le recuerda bromeando: «Nadie va a votar a alguien que ha estado en un manicomio». Que su vida se hubiera visto desbaratada estrechó su percepción de las opciones disponibles, y las posibilidades que le quedaron se le antojaron más reales. En una carta a Costello, dijo, «Quiero escribir libros que la gente lea dentro de 100 años».
Al volver a primer curso, no hablaba demasiado de su crisis nerviosa. «Era embarazoso y una cuestión íntima», dice Costello. «Una zona sin bromas». Wallace lo consideraba como un fracaso, algo que debería haber sido capaz de controlar. Rutinizó su vida. Era el primero en recoger la bandeja de la cena en el comedor, comía, bebía café con bolsitas de té, estudiaba en la biblioteca hasta las 11, regresaba a la habitación, ponía Hawai Cinco Cero, y después un traguito de whisky escocés a media noche. Cuando no podía desconectar su mente, decía, «¿Sabes qué? Creo que esta es una de esas noches de dos tragos», y entonces otro lingotazo y a dormir.
En 1984, Costello se marchó a la Yale Law School; Wallace se quedó solo en su último año. Obtuvo una doble licenciatura, en Lengua Inglesa y Filosofía, lo que implicó escribir dos grandes proyectos. En filosofía se enfrentó a la lógica modal. «Aquello parecía muy difícil, y me daba bastante miedo», dijo. «Así que pensé que escribiría esa especie de novela alegre y de cientos de páginas». La completó en cinco meses y alcanzó las setecientas páginas. La tituló La escoba del sistema.
Wallace publicó algunos relatos en la revista literaria de Amherst. Uno de ellos trataba de la depresión y de los antidepresivos tricíclicos que estuvo tomando durante dos meses. La medicación «hacía que me sintiera como si estuviera petrificado y en el infierno», me contó. El relato profundizaba en varias partes de aquel infierno:
“Tú eres tu propia enfermedad … Te das cuenta … cuando miras en el agujero negro y éste lleva tu cara. Cuando la Enfermedad simplemente te devora por completo, o más bien cuando simplemente te devoras a ti mismo. Cuando te matas. Todo ese conflicto acerca de las personas que se suicidan cuando están «gravemente deprimidas», cuando decimos, «¡Dios mío, tenemos que hacer algo para que dejen de matarse!», todo eso está equivocado. Porque, ¿saben?, todas esas personas ya se habían suicidado en lo que de verdad importa… Cuando se «suicidan», tan solo están siendo disciplinadas”.
No fue solamente escribir la novela lo que hizo que Wallace se diera cuenta de que su futuro pasaba por la narrativa. También ayudó a sus amigos a escribir sus trabajos. En un libro de humor, éste sería el origen de su historia, la parte en la que es bombardeado con rayos gamma o le muerde una araña. «Recuerdo haberme dado cuenta en aquel momento, “Hey, soy muy bueno en esto. Soy una especie rara de falsificador. Sé hacer la voz de cualquiera”».
Lo siguiente fue la escuela de posgrado. Una elección obvia era la filosofía. «Mi padre se habría amputado los miembros sin anestesia antes de empujar a sus hijos a hacer nada», dijo Wallace. «Pero yo sabía que iba a tener que ir a la escuela de posgrado. En cambio me inscribí en esos programas de Lengua Inglesa, y no se lo dije a nadie. Escribiendo La escoba del sistema, sentía que estaba utilizando el 97 por ciento de mí, mientras que con la filosofía usaba el 50 por ciento».
Después de Amherst, Wallace fue a la Universidad de Arizona para hacer un Máster en Bellas Artes. Allí fue donde incorporó el pañuelo a su aspecto: «Empecé a llevarlo en Tucson porque estábamos a treinta y ocho grados todo el tiempo, y transpiraba tanto que chorreaba sobre la página». La mujer con la que salía pensaba que el pañuelo era una jugada sensata. «Ella era como una señora de los sesenta, una musulmana sufí. Decía que existían varios chakras, y que uno de los más grandes al que llamaba el grifo estaba en lo alto del cráneo. Y yo empecé a pensar en la frase “mantener la cabeza fría”. Me inquieta un poco que la gente lo vea como algún tipo de marca comercial o algo así; se trata más del reconocimiento de una debilidad, que simplemente consiste en la preocupación de que la cabeza me vaya a estallar».
Arizona constituyó una experiencia extraña: fueron las primeras aulas en las que la gente no estaba contenta de verlo. Él quería escribir a su manera: divertida y sobrecargada y fragmentaria y rara. Los profesores eran todos «realistas de la línea dura». Ese fue el primer problema. El problema número dos fue Wallace. «Creo que fui un poco cabrón», dijo. «Yo era simplemente indomable. Tenía ese aspecto de “si hubiera algo de justicia, yo estaría dando esta clase” que te dan ganas de abofetear a un alumno». Uno de sus relatos, «Aquí y ahí», resultó ganador de un O. Henry Prize en 1989 tras ser publicado en una revista literaria. Cuando se lo entregó a su profesor, recibió una fría nota de respuesta: «Espero que esto no sea representativo del trabajo que tenemos la esperanza de que hagas para nosotros. No soportaríamos perderte».
«Lo que más detesté fue lo insincero que resultó aquello», recordaba Wallace. «“No soportaríamos perderte”. Ya sabes, si quieres sonar amenazador, di eso».
Wallace envió su proyecto de tesis a unos cuantos agentes. Recibió un montón de cartas de respuesta: «Mucha suerte en tu carrera de conserje». Bonnie Nadell tenía veinticinco años, trabajaba en su primer empleo en la Frederick Hill Agency de San Francisco, abrió una de carta de Wallace y leyó un capítulo de su libro. «Me gustó muchísimo», dice Nadell. Resultó que había un escritor que se llamaba David Rains Wallace. Y Hill y Nadell coincidieron en que David debía incluir el apellido de soltera de su madre, de ahí que se convirtiera en David Foster Wallace. Ella continuó siendo su agente durante el resto de su vida. «Tengo esto, lo más parecido a una madre judía, una falda a la que simplemente me agarraré y me pegaré como una lapa», dijo Wallace. «Desconozco lo que significa. A lo mejor es una especie de carencia WASP (blanco, anglosajón y protestante)».
Viking ganó la subasta de la novela, «con algo parecido a un puñado de vales comerciales». Se corrió la voz; los profesores se volvieron amables. «Pasé de estar al borde de ser expulsado a patadas a tener a todos esos tipos de sonrisas profesionales diciendo: “Qué contentos estamos de verte, nos sentimos orgullosos de ti, tienes que venir a casa a cenar”. Fue algo delicioso: sentí una especie de vergüenza por ellos, ni siquiera su odio era íntegro».
Wallace fue a Nueva York para conocer a su editor, Gerry Howard, vestido con una camiseta de U2. «Parecía un jovencito de veinticuatro años», dice Howard. La camiseta le impresionó. «Los U2 no eran demasiado conocidos por entonces. Y había una hipersinceridad en U2 con la que creo que David sintonizaba, o él quería ser así de sincero, aunque su cerebro no dejaba de guiarlo en la dirección de lo irónico». Wallace siguió llamando a Howard —que tenía solo treinta y seis años— «Señor Howard», jamás «Gerry». Aquello se convertiría en su estilo: una especie de formalidad burlona. La gente a menudo sospechaba que se trataba de algo simulado. En realidad tenía que ver con la cortesía del Medio Oeste, como la del tipo resentido en el aparcamiento que asiente mientras le dice «señor» al vicepresidente. «Había ese murmullo de superinteligencia tras los modales tipo “ah, caramba”», recuerda Howard.
La escoba del sistema se publicó en enero de 1987, durante el segundo y último año de Wallace en Arizona. El título hacía referencia a algo que la abuela de su madre solía decir, como «Eh, Sally, ten una manzana, ésta es la escoba del sistema». «No fui consciente de que David se hubiera quedado con aquello», dice su madre. «Me sorprendió que una expresión familiar se convirtiera en el título de su libro».
La novela tuvo éxito. «Todo lo que podía esperarse», dice Howard. «Los críticos la elogiaron, se vendió bastante bien, y David tenía toda la vida por delante».
Su primer roce con la fama fue una especie de experiencia de entrada. Wallace abrió el Wall Street Journal y vio su rostro transmutado en una caricatura. «Era uno de esos artículos tipo “La Nueva y Rara Novela de un Figura”», dijo. «Me sentí bastante bien, muy cool, durante exactamente diez segundos. Probablemente no como si fuera un gran crack, ya me entiendes. Estaba viviendo una vida increíblemente americana: “Muchacho, si sólo pudieras conseguir X, Y y Z, todo iría bien”». Howard compró el segundo libro de Wallace, La niña del pelo raro, un libro de relatos que él estaba terminando en Arizona. Aunque algo en Wallace le preocupaba. «Nunca he visto otra mente como la de David», dice. «Funcionaba a una nivel sorprendentemente elevado, evidentemente vivía en un estado hiperalerta. Pero por otro lado, yo percibía que la vida emocional de David iba bastante rezagada respecto de su vida mental. Y creo que quizá se perdiera en el hueco entre las dos».
Wallace ya iba a la deriva en aquel hueco. Ganó un premio Whiting Writers —pasó una temporada con Eudora Welty—, se graduó en Arizona, fue a una colonia de artistas, conoció a escritores famosos, supo que los escritores famosos veían su nombre en más revistas («absolutamente divertido y realmente tenebroso al mismo tiempo»), terminó los relatos. Y después se quedó sin ideas. Intentó escribir en una cabaña en Tucson durante una temporada, luego volvió a casa para escribir; sus padres hacían la compra. Aceptó un puesto de un año para dar clases de filosofía en Amherst, lo cual fue extraño. Los estudiantes de segundo año eran ahora sus alumnos. En los agradecimientos del libro que estaba terminando, daba las gracias al «Fondo para Niños Sin Rumbo del Señor y la Señora Wallace».
Se encontraba fastidiado, inmovilizado. «Empecé a odiar todo lo que hacía», dijo. «Peor de lo que lo había sido en la universidad. Desesperadamente confuso, increíblemente enfermo. Me dejé llevar por el pánico. No creía que fuera a ser capaz de volver a escribir. Y empecé a pensar que había florecido en un medioambiente académico, que mis primeros dos libros habían sido escritos en cierto modo bajo la tutela de profesores». Se inscribió en un programa de filosofía, pensando que podría escribir ficción en su tiempo libre. Harvard le ofreció una beca a tiempo completo. Lo último que le faltaba para reproducir sus años universitarios era reactivar a Mark Costello.
«Y me viene con todo ese plan disparatado», recuerda Costello. «Dice: “Vale, vas a volver a Boston, a hacer prácticas de abogado, y yo voy a ir a Harvard. Viviremos juntos. Será igual que cuando estábamos en Amherst”. Todo acabó siendo un desastre».
Encontraron un apartamento en Somerville. Un gueto de estudiantes: edificios destartalados, escaleras exteriores. Costello llegaba a casa con su maletín, tiraba de la escalera de atrás, David gritaba: «Hola, cariño, ¿cómo te fue el día?». Sin embargo Wallace no estaba escribiendo. Había creído que el trabajo del curso sería algo suplementario, pero los profesores esperaban trabajo de verdad.
No escribir fue el tipo de síntoma que resulta un problema en sí mismo. «Podía meterse en sitios en los que se encontraba bastante indefenso», dice Costello. «Básicamente eran los mismos síntomas todo el tiempo: esa increíble sensación de incompetencia, y pánico. Una vez me dijo que quería escribir para callar el parloteo de su cabeza. Decía que cuando escribes bien, estableces una voz en tu cabeza que calla a las demás voces. Esas que te dicen: “No eres lo bastante bueno, eres un fraude”».
«Harvard era increíblemente deprimente», dijo Wallace. Aquello se convirtió en una maratón de subsistencia: beber, ir a fiestas, tomar drogas. «No quería sentirlo», dijo. «Fue la única vez en mi vida que fui a bares y ligué con mujeres a quienes no conocía». Después dejó de beber durante unas semanas y empezaba las mañanas con una carrera de dieciséis kilómetros. «Ya sabes, esa clase de entrenamiento deportivo tan americano: voy a arreglar esto actuando de manera radical». La voz de Schwarzenegger: «Si hay un problema, aprenderé a quitármelo de encima yo mismo. Trabajaré más duro».
Varios asuntos estaban retrasando la publicación de su libro de relatos La niña del pelo raro. Empezó a asustarse. «Soy de esos escritores que son genios», recordaba. «Todo lo que hago resulta ingenioso, bla, bla, bla, bla». La alarma de los cinco años estaba sonando otra vez. Había jugado al fútbol durante cinco años. Después había jugado al tenis de alto nivel durante cinco años. Ahora llevaba cinco años escribiendo. «Lo que vi fue: “Dios, es lo mismo una y otra vez”. Siempre empezaba tarde, mostraba un potencial tremendo, y en el momento en que notaba las implicaciones de ese potencial, éste se venía abajo. Porque, date cuenta, en aquella época todo mi ego estaba invertido en la escritura. Se trata de la única cosa en el universo para la que he recibido alpiste. Así que me sentí atrapado, en plan “Vaya, ya han pasado los cinco años, tengo que cambiar de tema”. Pero yo no quería cambiar de tema».
Costello observó cómo Wallace se deslizaba en una crisis depresiva. «Pasaba el tiempo con mujeres que estaban bastante metidas en drogas —en cierto modo aquello seducía a Dave—, degenerando por todo Somerville, emborrachándose brutalmente».
Fue el peor período por el que Wallace había pasado en toda su vida. «Puede que fuera lo que en los viejos tiempos se llamaba una crisis espiritual», dijo. «Simplemente te sentías como si cada axioma de tu vida resultara ser falso. Y no había nada, y no eras nada, todo era una ilusión falsa. Aunque eras mejor que todos los demás porque te habías dado cuenta de que era una ilusión falsa, y aun así te sentías peor puesto que no podías arreglarlo».
En noviembre, la ansiedad había arraigado y se había consolidado. «Me preocupaba bastante que fuera a matarme. Y sabía que si alguien estaba destinado a cagarla en un intento de suicidio, ese era yo». Así que recorrió el campus hasta el Servicio de Salud y le dijo a un psiquiatra, «Mire, la cuestión es ésta: no me siento nada bien».
«Me supuso un gran esfuerzo, porque estaba muy avergonzado», dijo Wallace. «Pero fue la primera vez que me traté a mí mismo como algo que mereciera la pena».
Haciendo tal confesión, Wallace había activado un protocolo: se notificó a la policía, tuvo que renunciar a la universidad. Lo enviaron a McLean, el cual, como sucede con algunos hospitales psiquiátricos, tenía su pedigree: Robert Lowell, Sylvia Plath y Anne Sexton, todos ellos pasaron algunas temporadas allí; también es el escenario de Inocencia interrumpida [2]. Wallace pasó el primer día allí bajo vigilancia contra suicidios. Encerrado en una sala pintada de rosa, sin mobiliario, con un desagüe en el suelo y una mirilla en la puerta. «Cuando te sucede algo así», dijo Wallace, sonriendo, «te entran unas ganas inauditas de examinar otras alternativas para vivir».
Wallace pasó ocho días en McLean. Se le diagnosticó una depresión clínica y se le prescribió un medicamento llamado Nardil, desarrollado en la década de 1950. Tuvo que tomarlo desde entonces. «Tuvimos una consulta breve, tal vez de tres minutos, con el psicofarmacólogo», dice su madre. Wallace tendría que dejar de beber, y había una larga lista de comidas —determinados quesos, encurtidos y carnes ahumadas— de las que tendría que permanecer alejado.
Empezó a encontrarse mejor. Descubrió un modo de mantenerse sobrio, esforzándose bastante, y ya no bebería durante el resto de su vida. La niña del pelo raro apareció por fin en 1989. Wallace ofreció una lectura en Cambridge; asistieron trece personas, incluida una mujer esquizofrénica que estuvo chillando durante toda la charla. «El lanzamiento del libro se asemejó a una especie de carcajada aguda y abrupta del universo, una de esas cosas que persisten detrás de uno como un peo realmente asqueroso».
Lo que siguió fue una vuelta deliberada, por etapas, al mundo. Trabajó como guarda de seguridad, en turno de mañana, en la empresa de software Lotus. Con uniforme de polyester, porra de servicio, paseando por los corredores. «Me gustaba porque no tenía que pensar», dijo. «Después lo dejé por el motivo increíblemente valiente de que me cansé de levantarme tan temprano por las mañanas».
A continuación, trabajó en un gimnasio en Auburndale, Massachusetts. «Muy fashion», dijo. «No me llamaban otra cosa que chico de las toallas, aunque en efecto yo era el chico de las toallas. Y allí estaba yo sentado, y quién entra a que le den su toalla sino Michael Ryan. El Michael Ryan que recibió un premio Whiting Writers el mismo año que yo. Así que veo al tipo con el que yo había estado subido en el jodido podio, recibiendo el premio de manos de Eudora Welty. Han pasado dos años, y es la primera vez que literalmente me escondo debajo de algo. El tipo entró, y yo aparenté no muy sutilmente que me resbalaba y caía de bruces, y él no respondió. Me marché ese día, y ya no volví».
Le escribió una carta a Bonnie Nadell, diciéndole que había terminado con la escritura. Aunque esa no fue la primera inquietud de ella. «Me preocupaba que no fuera capaz de sobrevivir», dice ella. También puso al corriente a Howard. «Consideré la circunstancia de que el mejor escritor joven de América estuviera entregando toallas en un gimnasio», dice Howard. «Era putamente triste».
Wallace conoció a Jonathan Franzen de la manera más natural para un escritor: como un fan suyo. Le envió a Franzen una amable carta acerca de su primera novela, Ciudad veintisiete. Franzen respondió, y quedaron en conocerse en Cambridge. «Simplemente me dejó plantado», recuerda Franzen. «No apareció. Aquel fue casi seguro un período de su vida en el que predominaron las sustancias».
En abril de 1992, ambos estaban preparados para un cambio. Cargaron el coche de Franzen y se dirigieron a Syracuse para buscar apartamento. Franzen necesitaba «algún sitio para reubicarme con mi mujer en el que pudiéramos permitirnos vivir sin que nadie nos dijera lo jodido que estaba nuestro matrimonio». La necesidad de Wallace era más simple: un espacio barato, para escribir. Llevaba meses investigando, rondando centros de rehabilitación y reinserción, tomando bastantes notas de voces e historias de gente que había caído en pozos como el suyo. «Me las arreglé para investigar de una forma bastante enérgica», dijo. «Pasé cientos de horas en tres centros de rehabilitación. Resultó que podías simplemente sentarte en la habitación; nadie es tan gregario como quien ha dejado de tomar drogas recientemente».
Él y Franzen conversaron bastante sobre el fin de la escritura. «Teníamos la sensación de que la ficción debería ser buena para algo», dice Franzen. «Básicamente, decidimos que servía para combatir la soledad». Hablaban sobre muchas de las ideas de Wallace, las cuales podían acabar abruptamente en la autocrítica. «Me acuerdo de que éste era un motivo frecuente de conversación», dice Franzen, «su noción de no tener un auténtico yo. O de tan solo ser lo bastante rápido como para construir un yo agradable para con quienquiera con el que estuviera hablando. Ahora me doy cuenta de que no estaba siendo simplemente gracioso; había algo auténticamente peligroso en David. En aquella época pensé: “Wow, es todavía más autoconsciente que yo”».
Wallace pasó un año escribiendo en Syracuse. «Vivía en un apartamento que tenía el mismo tamaño del vestíbulo de una casa de dimensiones medias. Me gustaba mucho. Había tantos libros que no podías desplazarte por él. Cuando quería escribir, tenía que poner todas las cosas del escritorio sobre la cama, y cuando quería dormir, tenía que poner todas las cosas sobre el escritorio».
Wallace trabajaba escribiendo a mano, apilando páginas. «Miras el reloj y han pasado siete horas y tienes la mano contraída», decía Wallace. Tenía bolígrafos que consideraba sus favoritos —bolígrafos Bic baratos— igual que los bateadores tienen sus bates favoritos. A un bolígrafo favorito lo llamaba el bolígrafo orgásmico.
En verano de 1993, aceptó un trabajo académico a ochenta kilómetros de sus padres, en la Universidad del Estado de Illinois en Normal. El libro estaba acabado en sus tres cuartas partes. Basándose en la primera compleja pila de páginas, Nadell había sido capaz de vendérselo a Little, Brown. Había metido toda su vida en él: el tenis, la depresión, las tardes petrificado, el precipicio de la rehabilitación y todas las horas pasadas con Amy viendo la televisión. El motor de la trama es una película llamada La broma infinita, tan relajante y perfecta que es imposible dejar de mirarla: la ves hasta que te hundes en el sillón, tu vejiga se desborda, pasas hambre y mueres. «Si el libro trata de algo», decía, «es de la cuestión de por qué veo tanta porquería. No trata de la porquería. Trata de mí: ¿por qué lo hago? El título original era Un entretenimiento fallido, y el libro estaba estructurado como un entretenimiento que no funcionaba», personajes que se desarrollaban y se dispersaban, capítulos desordenados, «porque al fin y al cabo a lo que el entretenimiento se dirige es al “ingenio infinito”, que es su estrella guía»[3].
Wallace daba clases en su casa, los alumnos dándoles codazos a libros como Compendium of Drug Therapy y The Emergente of the French Art Film, y bromeando sobre el Monte Manuscrito, la pila de folios de la novela de David. La había terminado y reunido las versiones y borradores de tres años, y por fin se sentó y la mecanografió entera. En realidad Wallace no mecanografiaba; escribió a máquina el mamotreto dos veces con un solo dedo. «Aunque un dedo realmente rápido».
Llegó casi a 1700 páginas. «Me aterrorizaba lo largo que acabaría siendo», dijo. Wallace le dijo a su editor que sería un buen libro para llevarlo a la playa, en el sentido de que la gente podría utilizarlo como sombra.
Hizo falta un año para editar el libro, reeditarlo, imprimirlo, publicitario y enviarlo, con el escritor todo el tiempo mirándose el reloj. Mientras tanto, Wallace cambió a la no ficción. Dos artículos, publicados en Harper’s, llegarían a estar entre las obras periodísticas más famosas de los últimos quince años.
Colin Harrison, editor de Wallace en Harper’s, tuvo la idea de equiparle con un cuaderno y meterle en los lugares más auténticamente americanos: la Feria Estatal de Illinois, un crucero al Caribe. Eso absorbería la faceta de Wallace que nunca estaba quieta, siempre evaluándose a sí mismo. «Estaban el Dave imitador y el Dave observador de personas», dice Costello. «Pedirle que informara verazmente podía convertirse en algo estresante y raro y complicado. Colin tuvo aquel golpe de genialidad sobre qué hacer con David. Era una solución mucho más simple de lo que nadie había pensado jamás».
En los artículos, Wallace inventó un estilo que los escritores han saqueado durante una década. La cámara sin censura, la información antes de que el director empiece en la furgoneta a hacer cortes y selecciones. La voz era humana, un cerebro grande y simpático tropezando con sus propios grumos. «Los artículos de Harper’s me despellejaban el cráneo», decía Wallace. «Ya sabes, bienvenidos a mi mente durante veinte páginas, miren a través de mis ojos, aquí tienen todos estos tirabuzones y círculos disparatados. El truco estaba en hacerlo sincero aunque también interesante, ya que la mayoría de nuestros pensamientos no son interesantes. Ser sincero con un motivo». Y se reía. «Se creó una persona que era un poco más estúpida y más cabrona de lo que lo soy yo».
El artículo sobre el crucero apareció en enero de 1996, un mes antes de que se publicara la novela de David. La gente lo fotocopió, se lo faxearon unos a otros, se lo leyeron por teléfono. Cuando te decían que eran fans de David Foster Wallace, lo que normalmente te estaban diciendo era que habían leído el artículo del crucero; Wallace lo convertiría en el título de su primera recopilación periodística, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. En cierto sentido, la diferencia entre su ficción y su no ficción se lee como la diferencia entre el yo social de Wallace y su yo privado. Los ensayos eran de una fascinación sin tregua, eran el mejor amigo que habías tenido jamás, salpicándolo todo, susurrando bromas, ahorrándote lo que resultaba irritante o aburrido o repugnante mediante un estilo humano. La ficción de Wallace, especialmente después de La broma infinita, se volvió fría, oscura, abstracta. Podías imaginar al autor de su ficción hundiéndose en una depresión. El escritor de no ficción era como un sol inmune.
La novela se publicó en febrero de 1996. En el New York Magazine, Walter Kirn escribió, «La competición ha sido obliterada. Es como si Paul Bunyan se hubiera unido al NFL o Wittgenstein hubiera ido a Jeopardy! La novela es así de colosalmente perturbadora. Y así de espectacularmente buena». Apareció en Newsweek, en Time. La gente de Hollywood se pasaba por sus lecturas, las mujeres batían sus pestañas, los hombres de las filas de atrás fruncían el ceño, envidiosos. Un tipo de FedEx tocó a su timbre, observó a David firmar la entrega, y preguntó, «¿Qué se siente ser famoso?».
Al final de la gira del libro, pasé una semana con David. Hablaba de la «emoción grasienta de la fama» y de lo que ello podría significar para su escritura. «Cuando tenía veinticinco años, habría dado un par de dedos de mi mano inútil por esto», dijo. «Me siento bien, pues quiero estar haciendo esto durante cuarenta años más, ¿sabes? Así que tengo que encontrar algún modo de disfrutarlo que no implique ser devorado por ello».
Era una compañía sorprendentemente buena y aguda, hacía que al mismo tiempo te sintieras bien despierto y como si tuvieras los zapatos atados entre sí. Decía cosas como: «Hay una autoconsciencia que es buena, pero también hay una autoconsciencia tóxica, paralizante, violada por beduinos psíquicos». Hablaba bastante de esa timidez que convierte la vida social en algo imposiblemente complicado. «Supongo que ser tímido significa básicamente estar absorbido por uno mismo hasta el punto de que se hace difícil estar rodeado de otras personas. Por ejemplo, cuando estoy contigo, ni siquiera soy capaz de decir si me gustas o no debido a que estoy demasiado preocupado por si yo te gusto a ti». A un entrevistador le contó que había dedicado toneladas de energía a pensar sobre la cuestión de la genialidad. «A eso se reducía todo. “¿Eres normal?”. “¿Eres normal?”. Creo que una de las maneras mediante las cuales he conseguido ser más inteligente es haberme dado cuenta de que hay aspectos en los que otras personas son más inteligentes que yo. Mi mayor activo como escritor es que soy casi idéntico a cualquier otro. Esas partes de mí que solían pensar que yo era diferente o más inteligente o lo que fuera casi me provocaron la muerte».
Resultó difícil, durante el verano, ver que su hermana se casaba. «Tengo casi treinta y cinco años. Me gustaría casarme y tener niños. Ni siquiera he empezado a ocuparme de ello todavía. He estado cerca algunas veces, pero tengo tendencia a interesarme por mujeres con las que resulta que no me encuentro demasiado bien. Tengo amigos que dicen que esto es algo que valdría la pena examinar con alguien a quien hubiera que pagarle».
Wallace siempre estaba saliendo con alguien. «Tuvo un montón de relaciones», dice Amy. También salía en su vida imaginaria: cuando lo visité, una pared estaba forrada con un poster gigante de Alanis Morissette. «La obsesión con Alanis Morissette siguió a la obsesión con Melanie Griffith, una obsesión de seis años», dijo. «La precedió algo sobre lo que he de decirte que me han tomado mucho el pelo, que fue una obsesión terrible con Margaret Thatcher. Durante toda la universidad, posters de Margaret Thatcher y cavilaciones sobre Margaret Thatcher. ¡Como si ella hubiera disfrutado mucho de algo que yo hubiera dicho, inclinada hacia delante y cogiéndome una mano con las suyas!».
Tenía tendencia a salir con mujeres propensas al nerviosismo; otro síntoma de su timidez. «Digas lo que digas sobre ellos, los psicóticos suelen hacer el primer movimiento». Tener perros fue menos complicado: «No tienes la sensación de estar dañando sus sentimientos todo el tiempo».
Sus preocupaciones románticas eran de amplio espectro, cada pieza de su mecánica era examinada individualmente. Me contó un chiste al respecto:
«¿Qué dice un escritor después del sexo?»
«¿Fue tan bueno para mí como lo fue para ti?»
«Existe, en la escritura, cierta mezcla de sinceridad y manipulación, de tratar siempre de evaluar cuál va a ser el efecto en particular de cada cosa», decía. «Se trata de un recurso bastante valioso que en realidad es necesario dejar a un lado en ocasiones. Mi opinión es que los escritores probablemente sean compañeros divertidos, hábiles, satisfactorios y aparentemente considerados para los demás. No obstante lo normal es que ellos se sientan más bien solos».
Una noche Wallace conoció a la escritora Elizabeth Wurtzel, cuyo libro de memorias sobre la depresión, Nación Prozac, se había publicado recientemente. Ella pensó que él parecía un andrajoso —por los jeans y el pañuelo— y muy inteligente. Otra noche, Wallace la acompañó a casa paseando desde un restaurante, se sentó con ella en su portal y estuvo un rato intentando hablar de cómo subía las escaleras. Aquello le encantó a Wurtzel: «¿Sabes?, tendría ese cerebro enorme, pero al fin y al cabo era todavía un muchacho».
En realidad Wallace y Wurtzel no conversaron acerca de la experiencia personal que tenían en común —la depresión, un historial de consumo de substancias, internamientos en McLean— sino de su profesión, de qué hacer con la fama. De nuevo, Wallace se había marcado a sí mismo unos criterios imposibles. «Aquello le perturbaba de verdad, la posibilidad de que el éxito pudiera mancillarte», recuerda ella. «Le interesaba mucho la pureza, la idea de la autenticidad; la idea que algunas personas tienen de lo que es ser cool. Lo había convertido en toda una ciencia».
Cuando Wallace le escribió, todavía estaba enredado con el mismo asunto. «Aún atravieso un bucle en el que me doy cuenta de todas las maneras posibles de que soy egocéntrico y aspiracional e inauténtico con respecto a los criterios y valores que trascienden mis propios e insignificantes intereses, y me siento como si yo no fuera uno de los buenos. Pero a continuación apruebo el hecho de que por lo menos aquí estoy, preocupándome por ello, advirtiendo de todos los modos posibles que estoy falto de integridad, e imaginando que tal vez las personas sin ninguna integridad en absoluto ni lo adviertan ni les preocupe tal hecho; así que entonces me siento mejor conmigo mismo. Todo esto es bastante confuso. Supongo que soy bastante sincero y cándido, aunque también me enorgullezco de lo sincero y cándido que soy, ¿y en qué lugar me deja eso?».
Puede ser igual de difícil recuperarse del éxito como del fracaso. «¿Conoces ese tic de los lanzadores de la liga profesional cuando saben que tienen que hacer un lanzamiento de primera pero, vaya, no pueden repetirlo, por lo que no paran de flexionar el brazo?», dice su madre. «Aquello era algo parecido. Como decir, “Vale, de acuerdo, ése salió bien, pero ¿podré repetirlo?”. Esa era la sensación que me daba. Que siempre había una sombra al acecho».
Wallace también lo veía de esa forma. «Mi mayor preocupación», decía, «es que todo esto simplemente elevará las expectativas para conmigo mismo. Y las expectativas son una línea bastante fina. Hasta cierto punto pueden ser una motivación, pueden ser como una especie de lanzallamas amarrado a tu culo. Pasado ese punto se convierten en algo tóxico y paralizante. Tengo miedo de cagarla y de caer en una versión comprimida de por lo que ya pasé».
Mark Costello también estaba preocupado. «Trabajar se le hacía muy difícil. Ya no recibía regalos divinos, ya no tenía esos períodos de seis semanas en los que conseguía exactamente las 120 páginas que le hacían falta. Así que encontraba la distracción en otros lugares». Se comprometía con alguien, después rompía el compromiso. Llamaba a los amigos: «El fin de semana que viene, el sábado, tienes que estar en Rochester, Minnesota, voy a casarme». Pero luego llegaba el domingo, o la semana siguiente, y lo había cancelado.
«Estuvo a punto de casarse varias veces», dice Amy. «Creo que al fin y al cabo lo que sucedía es que lo hacía más por la otra persona que por él mismo. Y se daba cuenta de que con aquello no iba a hacerle ningún favor a la otra persona».
Wallace le habló a Costello de una mujer con la que se había visto complicado. «Dijo: “Ella me volvía loco, pues yo nunca quería salir de casa. ‘Cariño, vamos al centro comercial.’ ‘No, quiero escribir.’ ‘Pero si nunca escribes.’ ‘Pero no sé si voy a escribir. Así que tengo que estar aquí por si me entran ganas’”. Esto continuó así durante años».
En 2000, Wallace le escribió una carta a su amigo Evan Wright, un colaborador de Rolling Stone: «Sé que todavía tengo problemas con las relaciones. (Sí, viejo, putamadre). Pero al empezar a disfrutar de mi propia compañía cada vez más, la mayor parte del tiempo, cada día sé un poco más de la oscuridad (y algunos días, lo veo todo oscuro)». Escribió que había conocido a una mujer, y que al haber precipitado demasiado las cosas, se echó atrás. «Creo que lo que sea que tira de mí se compone principalmente de un deseo del Gran Sí, de querer que alguien me quiera (sí, como en la canción de Cheap Trick)… Así que no sé qué hacer. Probablemente nada, lo que al parecer es la Señal que el universo o su Director General me está enviando».
En verano de 2001, Wallace se mudó a Claremont, California, para ocupar un puesto de profesor de la Escuela de Escritura Creativa Roy Edward Disney en el Pomona College. Publicó relatos y ensayos, pero tenía problemas con su trabajo. Después de informar sobre la campaña presidencial de 2000 de John McCain para una revista, le escribió a su agente que esto debería demostrarle a su editor que «todavía soy capaz de hacer un buen trabajo (con mis propias inseguridades, lo sé)».
Wallace había recibido un premio MacArthur a la «genialidad» en 1997. «No creo que aquello le hiciera ningún favor», dice Franzen. «Le otorgó el manto de genio, algo que por supuesto ansiaba y perseguía y pensaba que era justo. Pero creo que se sintió como si ahora tuviera que ser todavía más inteligente». A finales de 2001, Costello llamó a Wallace. «Estuvo hablando de lo duro que era escribir. Y yo le dije, desenfadadamente, “Dave, tú eres un genio”, lo que significaba que la gente no iba a olvidarse de él. Que no iba a acabar en un Wendy’s. Él dijo, “Lo único que me indica eso es que también te he engañado a ti”».
Wallace conoció a Karen Green algunos meses después de trasladarse a Claremont. Green, pintora, admiraba el trabajo de David. Fue una especia de intercambio artístico, una cita a ciegas interdisciplinar. «Ella quería pintar algunos cuadros basándose en algunos relatos de David», dice su madre. «Tenían un amigo común, y ella pensó que le pediría permiso».
«Estaba totalmente fascinado», recuerda Wright. «Llamaba, perdidamente enamorado, y hablaba de ella como algo que le había cambiado la vida». Franzen conoció a Green el año siguiente. «Me di cuenta en unos tres minutos de que por fin había encontrado a alguien apto para la tarea de vivir con Dave. Era bonita, increíblemente fuerte y madura de verdad; y su interés no radicaba en la genialidad de Dave Wallace».
Debutaron como pareja ante los padres de Wallace en julio de 2003, cuando asistieron al festival culinario de Maine que proporcionaría el título de su último libro, Hablemos de langostas. «Ambos eran muy ágiles», dice su padre. «Se percataban de algo y se miraban y se reían, sin tener que decirse qué les había resultado así de gracioso». Al año siguiente, Wallace y Green volaron a casa de los padres de él en Illinois, donde se casaron dos días antes de Navidad.
Fue una boda sorpresa. David le dijo a su madre que quería llevar a la familia a lo que él llamaba un almuerzo «bien vestidos». Sally Wallace supuso que aquello se debía a la influencia de Karen. «David nunca iba arreglado», dice. «Su idea de ir arreglado podía consistir en ponerse pantalones en lugar de unos shorts o una camiseta con dos agujeros en lugar de dieciocho». Green y Wallace salieron de casa temprano para «hacer unos recados», mientras que Amy se las ingenió para llevar a sus padres al juzgado de camino al almuerzo. «Subimos las escaleras», dice Sally, «y vi a Karen con un ramo, y a David vestido con una flor en el ojal, y entonces lo entendimos. Él parecía totalmente feliz, radiante de felicidad». La recepción fue en un restaurante de Urbana. «Cuando salimos a la nieve», dice Sally, «David y Karen se separaron de nosotros. Querían que les hiciéramos fotos, y Jim se las hizo. David saltando en el aire y entrechocando los tacones. Aquella se convirtió en el comunicado de boda».
Según la familia y los amigos de Wallace, los últimos seis años —hasta el último— fueron los mejores de toda su vida. El matrimonio era feliz, la vida en la universidad iba bien, Karen y David tenían dos perros, Warner y Bella, compraron una casa encantadora. «Dave en una casa de verdad», dice Franzen, riéndose, «con mobiliario de verdad y estilo de verdad».
A ojos de Franzen, Wallace estaba madurando. En David se había producido una especie de rechazo a propósito de lo normal. Una vez, habían ido a una fiesta literaria en la ciudad. Llegaron juntos caminando hasta la puerta, pero cuando Franzen entró en la cocina, se dio cuenta de que Wallace había desaparecido. «Regresé y me dediqué a buscarle por todas partes», recordaba Franzen. «Se había metido en el baño para esquivarme, y después volvió sobre sus pasos y deshizo el camino hasta la puerta».
Ahora, ese tipo de cosas ya no sucedían. «Tenía razones para la esperanza», dijo Franzen. «Tenía los medios para madurar, para ser una persona más completa».
Y después llegaron los perros. «Sentía predilección por los perros que habían sido maltratados y que era poco probable que encontraran otros propietarios que fueran a ser lo bastante pacientes con ellos», dice Franzen. «Ya fuera por sentir identificación o simpatía, pasó muchísimo tiempo disciplinándolos. Y no podías ver su atención hacia los perros sin que se te hiciera un nudo en la garganta».
Debido a que Wallace se sentía seguro, comenzó a hablar de dejar el Nardil, el antidepresivo que llevaba tomando durante casi dos décadas. El medicamento tenía una larga lista de efectos secundarios, entre ellos un potencial aumento bastante significativo de la presión sanguínea. «Aquello fue siempre un elemento fijo de mi temor mórbido a que Dave no durara demasiado, con todo ese desgaste sobre su corazón», dice Franzen. «Me preocupaba que fuera a perderle cuando cumpliera cincuenta años». Costello dijo que Wallace se quejaba de que el medicamento hacía que se sintiera «filtrado». «Decía, “No quiero estar con esto el resto de mi vida”. Quería ser un miembro pleno de la raza humana».
En junio de 2007, Wallace y Green se encontraban en un restaurante de Claremont con los padres de David. David se sintió repentinamente enfermo, con dolores intensos de estómago. Sus padres se quedaron con él varios días. Cuando fue al médico, le dijeron que algo de lo que había comido podía haber interactuado con el Nardil. Le sugirieron que dejara de tomar el medicamento y viera si podría funcionar otra medida.
«Así que en aquel momento», dice su hermana Amy, con un tono amenazante en la voz, «se decidió: “Por Dios, hemos hecho tantos progresos farmacéuticos en la década anterior que estoy seguro de que encontraremos algo capaz de cargarse esa molesta depresión sin todos estos efectos secundarios”. No tenían ni idea de que aquello era lo único que lo mantenía con vida».
Wallace tendría que ir disminuyendo la dosis del viejo medicamento e ir aumentando la de uno nuevo. «Él sabía que iba a ser duro», dice Franzen. «Pero tenía la sensación de que podía permitirse un año para llevarlo a cabo. Calculaba que a continuación haría cualquier otra cosa, al menos temporalmente. Era un perfeccionista, ¿sabes? Quería ser perfecto, y tomando Nardil no lo era».
Ese verano, David comenzó a eliminar gradualmente el Nardil. Sus médicos comenzaron prescribiéndole otras medicaciones, ninguna de las cuales parecía servir. «No podían encontrar nada», dice su madre en voz baja. «Nada». En septiembre, David le pidió a Amy que se abstuviera de su visita anual de las vacaciones de otoño. Él no se encontraba con ánimos para ello. Para octubre, los síntomas habían empeorado lo bastante como para enviarle al hospital. Sus padres no sabían qué hacer. «Aquello empezaba a preocuparme», dice Sally, «pero entonces pareció mejorar». Comenzó a perder peso. Durante aquel otoño, de nuevo tenía el aspecto de un chico universitario: pelo largo, mirada intensa, como si acabara de salir de una clase en Amherst.
Cuando Amy hablaba con él por teléfono, «a veces era el antiguo Dave», dice. «Lo peor que podías preguntarle durante el último año era “¿cómo estás?”. Y es casi imposible tener una conversación con alguien a quien no ves regularmente sin hacer esa pregunta». Wallace era muy sincero con ella. Respondía, «No estoy bien. Intento estarlo, pero no estoy nada bien».
A pesar de sus dificultades, Wallace logró seguir dando clases. Estaba entregado a sus alumnos: escribía seis páginas de comentarios a un relato corto, bromeaba en clase, luchaba con ellos para que se esforzaran más. Durante las horas de despacho, si había alguna cuestión gramatical que no pudiera responder, telefoneaba a su madre. «Me llamaba y me decía, “Mamá, tengo a un alumno aquí delante. Explícame una vez más por qué esto es incorrecto”. Podías oír las risas del alumno al fondo. “Aquí tenemos a David Foster Wallace llamando a su madre”».
A principios de mayo, al final del curso, se sentó con algunos de sus alumnos de último curso en una cafetería cercana. Wallace respondió a sus preguntas nerviosas de futuros escritores. «Al final se quedó sin habla», recuerda Bennett Sims, uno de sus alumnos. «Empezó a decirnos cuánto iba a echarnos de menos, y se puso a llorar. Y puesto que nunca había visto a Dave llorar, creí que solo estaba bromeando. Entonces, terriblemente, se sorbió la nariz y dijo, “Adelante, reíros; aquí me tenéis, llorando, pero en serio que voy a echaros de menos a todos”».
Sus padres tenían previsto visitarlo al mes siguiente. En junio, cuando Sally habló con su hijo, él le dijo, «No puedo esperar, será maravilloso, nos lo pasaremos en grande». Al día siguiente, llamó y dijo, «Mamá, tengo dos favores que pedirte. “¿Podrías no venir, por favor?”. Ella dijo que de acuerdo. Entonces Wallace preguntó, “¿No te sentirás mal?”».
Ninguna medicación había funcionado; la depresión no levantaba. «Después de aquel año de infierno absoluto para David», dice Sally, «decidieron que volviera al Nardil». Los médicos también le administraron doce sesiones de terapia electroconvulsiva, esperando que la medicación de Wallace se volviera efectiva. «Doce», repite Sally. «Unos tratamientos así de brutales», dice Jim. «Quedó claro entonces que las cosas iban mal».
A Wallace le habían aterrorizado siempre los electroshocks. «Hacen que me cague de miedo», me dijo en 1996. «Mi cerebro es todo lo que tengo. Sin embargo diría que llega un punto en que puedes acabar suplicando que te los den».
A finales de junio, Franzen, que estaba en Berlín, se preocupó. «En realidad me desperté una noche», dice. «Nuestras comunicaciones tenían un ritmo, y pensé, “Hace demasiado tiempo que no sé nada de Dave”». Cuando Franzen llamó, Karen le dijo que fuera inmediatamente: David había intentado suicidarse.
Franzen pasó una semana con David en julio. David había adelgazado más de treinta kilos en un año. «Estaba más delgado de lo que jamás lo había visto. Había una mirada en sus ojos: aterrorizada, terriblemente triste, y lejana. Aun así, era divertido estar con él, incluso al diez por ciento de su capacidad».
Franzen se sentaba con Wallace en la sala de estar y jugaba con los perros, o salía afuera con David mientras éste se fumaba un cigarrillo. «Discutíamos cosas. Él seguía en su línea habitual: “La boca de un perro es prácticamente un desinfectante de lo limpia que está. A diferencia de la saliva humana, la saliva de un perro es maravillosamente resistente a los gérmenes”». Antes de marcharse, Wallace le agradeció que hubiera ido. «Yo me sentía agradecido de que me hubiera permitido estar ahí», dice Franzen.
Seis semanas después, Wallace les pidió a sus padres que fueran a California. El Nardil no estaba funcionando. Eso puede suceder con un antidepresivo; un paciente lo deja, vuelve, y la medicación ha perdido su eficacia. Wallace no podía dormir. Tenía miedo de salir de casa. Preguntaba, «¿qué pasa si me encuentro a alguno de mis alumnos?».
«No quería que nadie lo viera en aquel estado», dice su padre. «Verlo era algo simplemente espantoso. Si un alumno lo hubiera visto, estoy seguro de que le hubiera echado el brazo por encima y lo habría abrazado».
Sus padres se quedaron durante diez días. «Estaba simplemente desesperado», dice su madre. «Temía que nunca fuera a funcionar. Sufría. Nosotros tan solo no parábamos de darle ánimos, diciéndole que si podía pasarlo, todo se arreglaría. Fue muy valiente durante una temporada bastante larga».
Wallace y sus padres se levantaban a las seis de la mañana y paseaban a los perros. Veían dvds de The Wire, conversaban. Sally cocinó los platos favoritos de David, comidas caseras fuertes —empanadas, guisos, fresas con nata—. «No parábamos de decirle lo contentos que estábamos de que estuviera vivo», recuerda su madre. «Sin embargo tengo la sensación de que, por entonces, ya se había marchado del planeta. Simplemente no podía soportarlo».
Una tarde antes de que se marcharan, David estaba muy alterado. Su madre se sentó en el suelo a su lado. «Simplemente le froté el brazo. Él dijo que estaba contento de que yo fuera su madre. Yo le dije que para mí era un honor».
A finales de agosto, Franzen llamó. Durante todo el verano le había estado diciendo a David que aunque las cosas iban mal, ya irían mejor, y que entonces él se encontraría mejor de lo que nunca se había encontrado. David decía: «Sigue diciendo eso, me ayuda». Aunque esta vez aquello no serviría de ayuda. «Él ya estaba lejos», dice Franzen.
Algunas semanas después, Karen dejó a David solo con los perros durante unas pocas horas. Cuando ella volvió a casa por la noche, él se había ahorcado.
«No puedo sacarme la imagen de la cabeza», dice su hermana. «David y sus perros: está oscuro. Estoy segura de que les besó en la boca, y de que les dijo que lo sentía».
2010
en Conversaciones con David Foster Wallace, 2012
Traducción de José Luis Amores Baena
[1] Slang (jerga) para «would not», «didn’t»/«doesn’t», «isn’t» y «something» respectivamente. (N. del t.)
[2] Girl, Interrupted, libro autobiográfico de la autora estadounidense Susanna Kaysen, quien fue paciente en un hospital psiquiátrico en la década de 1960. (N. del t.)
[3] El título de la novela, Infinite Jest, traducido al español como La broma infinita, juega con el doble senado del término jest, ingenio, agudeza o broma. (N. del t.)
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