domingo, enero 24, 2016

“Diario de la bomba”, de Jorge Volpi








1
A fuerza de una repetición tan inclemente como vana, la imagen se ha vuelto anodina: la sublime belleza del horror. La columna de humo incandescente elevándose hacia el cielo. El paraguas espumoso y criminal. El ángel de la muerte. El hongo de fuego. Habría que imaginar, en cambio, el primer día. Ese día. El día de la ira. Hiroshima, 6 de agosto de 1945. Los primeros ojos que presenciaron la explosión. Los primeros ojos que quedaron ciegos. El primer rostro destruido. El primer cuerpo desollado. Los primeros órganos destrozados por la «enfermedad de la radiación». Y, también, el primer sobreviviente.


2
¿Para qué sirve una novela? Hay una forma de responder que incomoda a escritores y críticos por igual, pero que no por ello es menos verdadera: para vivir las vidas que no tenemos. Para observar aquello que no podríamos atisbar de otra manera. Para romper el drástico aislamiento que nos separa de los otros. Para sentir, por un instante, como sienten los otros. Para imaginar, por un instante, la vida de otros. Para ser, por un instante, otros. Para observar por primera vez, sin calcinarnos, el estallido.


3
La bomba es la metáfora del siglo XX, no hay remedio. Es su condensado o su resumen. El viejo pacto de Fausto con el diablo: se ha dicho una y otra vez hasta el cansancio. La ciencia al servicio del poder y sus delirios. Habernos convertido en la única especie capaz de extinguirse por voluntad propia. Pero, al convertirse en símbolo —en icono—, la bomba casi ha borrado sus consecuencias: las muertes puntuales de miles de inocentes. Las heridas ciertas, dolorosas, inocultables, de las víctimas. Vidas devastadas. Vidas al garete. Aborrecemos la bomba pero preferimos soslayar sus efectos: nadie quiere acordarse ya de las quemaduras, de los cadáveres. Menos aún de los sobrevivientes. De aquellos que vivieron para contar el asombro y el horror pero de los que por fortuna, a más de seis décadas de distancia, quedan ya pocos. Ellos son los últimos testigos de lo que somos, en realidad, los humanos.


4
 Durante la Segunda Guerra Mundial, Masuji Ibuse (1898—1993) trabaja en el departamento de propaganda del Ministerio de Guerra japonés. Ni más ni menos. Podemos imaginarlo redactando informes —mentiras, ficciones de novelista— y transmitiéndolos a sus superiores, y luego a sus compatriotas, para levantar los ánimos mientras el conflicto se prolonga. Y entonces, un día, recibe una noticia imposible de maquillar. Una noticia que, lo sabe, precipitará la rendición del Emperador. Una noticia que habrá de transformar no solo el destino de Japón, sino del planeta. ¿Cuánto tardó Masuji Ibuse en comprender que algún día tendría que narrar aquel día? Su empresa literaria es el reverso exacto de sus labores durante la guerra: despojar una noticia de eufemismos, arrancarle toda floritura y toda retórica, despojarla de ideología. Reducirla a lo único que, en realidad, importa. Las vidas de unos cuantos personajes. No: la vida de unas cuantas personas. Una familia. Una familia que sobrevive a la bomba. Una familia que, al sobrevivir, no sobrevive ni a la bomba. Veintiún años después de la tragedia, Masuji Ibuse escribe, o acaso transcribe, Lluvia negra (Kuroi Ame). Y se vuelve célebre. Pero eso no importa. Importan las personas que habitan su novela. Los sobrevivientes.


5
«Yo soy la muerte», se fustigó con cierta dosis de histrionismo J. Robert Oppenheimer, máximo responsable científico del Proyecto Manhattan, al enterarse de la explosión acontecida en Hiroshima. Frente a esta frase grandilocuente —y al arrepentimiento del físico que por un momento prefirió la física a la justicia— quedan los personajes, no, las personas de Lluvia negra. Shigematsu Shizuma, su esposa Shigeko y su sobrina Yasuko son el reverso de Oppenheimer. Son la vida.


6
Lluvia negra posee el estilo de la tierra devastada. Tan árida como la ciudad luego del ataque. Una novela de las ruinas.


7
Como toda gran novela, Lluvia negra da voz a los sin voz. Y, más que eso, nos permite creer o acaso sentir que esa voz también es nuestra. Masuji Ibuse apenas comparece en sus páginas. El novelista enhebra con discreción oriental los diarios de sus personajes. Insisto: de esas personas, de los sobrevivientes. Cada uno cuenta, en un estilo adusto, despojado, lo que vio ese día. Y, aún más importante —y mucho menos recordado— lo que ocurrió en los días subsecuentes. La Historia resguarda la memoria de algunos hechos. La Novela, su contraparte —su rival, su enemiga—, resguarda la memoria de algunos individuos. Eso hace Masuji Ibuse. Eso hace Lluvia negra: sobrevive.


8
Una escena secundaria concentra la visión japonesa del desastre: estalla la bomba, un regimiento de jóvenes soldados, atrozmente quemados, recibe la orden de suicidarse. Según la leyenda, sólo uno incumple la orden. El narrador de la historia. Como Masuji Ibuse.


9
Más que una novela sobre la bomba, Lluvia negra es un libro sobre la «enfermedad de la radiación». No caben en ella comentarios geopolíticos, discursos sobre la humanidad y sus chacales, reflexiones sobre el fin de la historia o el fin del mundo. Lluvia negra responde a una sola pregunta: ¿qué ocurrió con quienes contemplaron el estallido y luego tuvieron que continuar con sus vidas? En otras palabras: qué significó no haber muerto. O morir poco a poco.


10
En su diario, Yasuko, la hija casadera de Shigmatsu, escribe en su entrada del 6 de agosto de 1945: «A las 4:30, el señor Nojima vino con su camión a recoger nuestras pertenencias para llevarlas al campo. En Fume hubo un gran fogonazo seguido de una explosión. Un humo negro se elevó por encima de la ciudad de Hiroshima como una erupción volcánica. En el camino de vuelta, fuimos por Miyazu, y desde allí en barco hasta el puente de Miyuki. La tía Shigeko estaba ilesa, pero el tío Shigematsu tenía heridas en la cara. No se había visto jamás un desastre así, pero es imposible hacerse una idea aproximada. La casa está inclinada unos 15 grados, así que este diario lo estoy escribiendo a la entrada del refugio antiaéreo». La descripción es casi neutra, sin apenas dramatismo. Aquí está, justamente, lo terrible.


11
Lluvia negra, lo he dicho, no es una novela sobre la bomba. Es una novela sobre un tío que quiere casar a su sobrina. Shigematsu Shizuma tiene el deber de casar a su sobrina Yasuko. Para lograrlo, debe convencer a su posible marido de que la joven no ha contraído la «enfermedad de la radiación». Convencer al otro de que no ha ocurrido nada. De que la lluvia negra que bañó su piel y su cabello no le ha hecho mella. Como un propagandista de guerra, Shigematsu se esmera por maquillar la realidad. No quiere que Yasuko se quede sola. No quiere el oprobio para Yasuko. Pero su empresa es, como la de los propagandistas japoneses, imposible. La «enfermedad de la radiación» está allí, en su cuerpo, en sus células. Es, de hecho, lo único que tiene.


12
Yasuko es la víctima perfecta. Joven, tímida, no muy agraciada. Más que casarse, ella quisiera hacer feliz al tío Shigematsu. No lo consigue. Porque la vida cotidiana no puede ser normal después de la bomba. Porque, más que cambiar el destino de Japón o el de la humanidad, la bomba ha destrozado su vida. Y la vida de los suyos. Pese a las bienintencionadas mentiras de su tío, Yasuko enfermará. Y su enfermedad se volverá inocultable. Una llaga que no se cerrará nunca.


13
Ahora sabemos, con suficiente dosis de certeza, que Japón se preparaba para rendirse cuando cayó la bomba en Hiroshima. Más que salvar vidas —como insistió la propaganda de los vencedores—, el estallido se limitó a confirmar la superioridad de Estados Unidos. Hiroshima, y luego Nagasaki, fueron los campos de pruebas de dos experimentos exitosos. Nada más que eso.


14
Gracias a Masuji Ibuse, la lluvia negra no se precipitó solo sobre Yasuko —y miles de víctimas anónimas semejantes a ella—, sino sobre cada uno de nosotros. Después de leer su novela, la «enfermedad de la radiación» también nos pertenece. También destruye nuestras células.


15
Después de Auschwitz juramos que no volvería a ocurrir nada semejante. Después de Hiroshima juramos que no volvería a ocurrir nada semejante. En lo primero nos hemos equivocado, como de costumbre: Camboya, Sbrenica, Ruanda, Darfur, son nombres que prueban nuestra capacidad para el olvido. En lo segundo, no ha vuelto a ocurrir algo semejante a Hiroshima o Nagasaki. Todavía. Cientos de novelas sobre el Holocausto no han impedido nuevos genocidios. No hay demasiadas esperanzas de que Lluvia negra sea un mejor llamado a la razón. Pero la memoria, y sobre todo la memoria literaria, es la única respuesta posible a la crueldad y la violencia inscritas en el corazón de los humanos. Son una respuesta y también una advertencia. Lluvia negra es arte, porque nos obliga a vivir el horror que somos capaces de crear nosotros mismos.



Prólogo a Lluvia negra, de Masuji Ibuse, 2007








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