domingo, diciembre 07, 2014

"Maiakovski", de Boris Pasternak




Boris Pasternak                                              Vladimir Maiakovski


No describiré minuciosamente mis relaciones con Maiakovski, que nunca fueron íntimas. Todos exageran con respecto a la estimación en que me tenía. Sus juicios sobre mis obras han sido deformados. No le gustaban El año 1905 ni El teniente Schmidt, y consideraba que había sido un error escribir ambas obras. Le gustaban dos libros míos: Por encima de las barreras y Mi hermana la vida.

No referiré la historia de nuestros choques y nuestras divergencias. Trataré de dar, en la medida de lo posible, una definición general de Maiakovski y de lo que Maiakovski significó. Una y otra, se entiende, tendrán el matiz y la parcialidad de un juicio subjetivo.

Comencemos por lo esencial. Nosotros no tenemos ni idea de los sufrimientos del corazón antes de un suicidio. Las crueldades en el potro del tormento hacen perder el conocimiento a cada instante; los sufrimientos de la tortura son tan grandes que su misma insoportabilidad acelera su fin. Pero un hombre que está a punto de sucumbir en manos del verdugo no está todavía aniquilado, no se ha precipitado aún en la inconsciencia que ocasiona el dolor: asiste a su propio fin. Su pasado le pertenece, sus recuerdos lo acompañan; puede servirse de ellos si quiere, pueden ayudarlo en el instante de la muerte.

Quien llega a la determinación del suicidio se pone sobre sí mismo una cruz, vuelve la espalda al pasado, se declara a sí mismo fracasado, anula los recuerdos. Los recuerdos no pueden alcanzarlo, salvarlo, socorrerlo. La continuidad de la existencia interior se hace trizas y la personalidad acaba. Acaso uno se mate, no por fidelidad a la decisión tomada, sino porque es insoportable esta angustia que no se sabe a quién pertenece, este sufrimiento que no tiene quien lo sufra, esta espera vacía, que no llena la vida que continúa.

A mi entender, Maiakovski se mató por orgullo, por haber condenado algo en sí o en torno suyo, algo con lo que no podía conciliar su amor propio. Esenin se ahorcó sin haber reflexionado bien las consecuencias, pensando en el fondo del alma: «¡Quién sabe! Tal vez éste no sea todavía el fin, nada se sabe, la abuela pronunció dos presagios al mismo tiempo.» Marina Tsvetaeva se defendió con el trabajo, durante toda la vida, contra la cotidianidad, y, cuando le pareció que aquello era un lujo inadmisible, que por amor al hijo debía temporalmente sacrificar la pasión por la que se sentía atraída y mirar fríamente en torno suyo, advirtió el caos que jamás había dejado penetrar en su creación, un caos inmóvil, insólito, corrompido; se quedó horrorizada y, no sabiendo cómo escapar al horror, buscó refugio, al azar, en la muerte, metiendo la cabeza en un nudo corredizo como bajo una almohada. A mi entender, Paolo Iashvili no comprendía ya nada cuando, cogido como por brujería en la red del «chigalevismo» de 1937, miró una noche a su hija dormida y, no sintiéndose ya digno de mirarla, por la mañana se fue a ver a sus compañeros y se acribilló el cráneo de un escopetazo. Y creo que Fadeiev, con aquella sonrisa culpable que había sabido mantener a través de todos sus astutos tejemanejes de la política, en el último instante antes del pistolazo, pudo haberse despedido de sí mismo con palabras como estas: «¡Bah! Todo ha terminado. ¡Adiós, Sasha! »

Pero todos sufrieron de una manera inenarrable, hasta el punto de que el sentido de la angustia era ya una psicopatía. Y por encima de sus ingenios y luminosas memorias, inclinémonos compasivamente también ante sus sufrimientos.

En el verano de 1914, en un café del Arbat, había de tener efecto el encuentro de los dos grupos literarios. Por nuestra parte, éramos Bobrov y yo. Por parte de los demás, estarían Tretiakov y Shershenevich, quienes llevaron consigo a Maiakovski.

Con gran sorpresa por mi parte, advertí que la fisonomía de aquel joven me era conocida de los pasillos del Gimnasio Quinto, que también él había frecuentado, dos clases detrás de la mía, y que también lo había visto durante los entreactos en las salas de concierto.

Poco antes, quien había de ser uno de los fanáticos seguidores de Maiakovski, me había mostrado una de las primeras obras publicadas por éste. Entonces no comprendía aún a su futuro dios, y me mostró aquella novedad más bien con escarnio e indignación, como si se tratara de un absurdo sin valor alguno. En cambio, aquellos versos me gustaron a mí extraordinariamente. Eran sus primeras radiantes tentativas, que luego formaron parte del libro Sencillo como un mugido.

Ahora, en el café, su autor no me gustaba menos. Ante mí estaba sentado un apuesto joven de aspecto sombrío, de voz grave de protodiácono y puños de boxeador, espíritu mortífero y una mezcla de héroe mítico de Alexandr Grin y torero español.

Adivinábase en seguida, aun siendo bello, ingenioso y bien dotado, más bien, archidotado, que lo esencial no radicaba en esto, sino en cierto férreo dominio interior, en ciertos rasgos hereditarios o tradicionales de nobleza, en un sentido del deber que no se permitía a sí mismo ser otro, menos bello, menos ingenioso y menos dotado.

Y su decisión, su misma alborotada cabellera que peinaba con los cinco dedos de la mano, me hicieron recordar inmediatamente la figura del joven conspirador terrorista, uno de esos personajes menores y provincianos de Dostoievski.

No siempre la provincia se queda rezagada en detrimento suyo respecto de las capitales. A veces, en un período de decadencia de los grandes centros urbanos, los rincones remotos se salvan gracias a una beneficiosa y antigua tradición que conservan. Así, desde un lejano mundo de guardabosques, en su Transcaucasia natal, Maiakovski había llevado al reino del tango y los skatingrings la convicción, todavía indestructible en las provincias perdidas, de que la instrucción en Rusia solamente podía ser revolucionaria.

Aquel joven integraba estupendamente sus naturales dones exteriores con el desorden artístico al que se abandonaba, con la enormidad tosca y descuidada del alma y la figura, con los rasgos de la rebeldía bohémienne con la que con tanto gusto se envolvía y recitaba. Tan maduro, tan arraigado era su gusto, que parecía más viejo que él. Tenía veintidós años; su gusto, por decirlo así, tenía, en cambio, ciento veintidós.

Me gustaban profundamente las primeras poesías de Maiakovski. En el fondo de las payasadas de la época, su seriedad grave, severa y doliente, ¡resultaba tan insólita! Era una poesía magistralmente esculpida, altiva, demoníaca y, al mismo tiempo, terriblemente condenada y agonizante, casi implorando socorro.

            Te lo suplico, Tiempo: aunque seas un ciego pintamonas, pintarrajea mi rostro en el iconostasio de este aborto de siglo. Estoy solo, como el único ojo de un hombre que avanza hacia los ciegos.

El tiempo lo escuchó y cumplió su súplica. Su fisonomía ha sido pintada en el iconostasio del siglo. Pero ¡qué no era preciso poseer para verlo y adivinarlo!

O bien, dice:

            ¿Comprenderán por qué yo, tranquilo,
            en una tormenta de escarnio,
            llevo el alma sobre un plato
            al banquete de los años futuros?...

No se pueden evitar los paralelos litúrgicos. «Cállese toda carne humana, esté con temblor y espanto, y no piense dentro de sí en nada terreno. El rey de reyes y señor de los señores viene para inmolarse y ofrecerse como alimento de los fieles.»

A diferencia de los clásicos, para quienes era el sentido lo que importaba en los himnos y plegarias; a diferencia de Pushkin, que en los Padres del desierto parafraseó a Efrén de Siria, y de Alexis Tolstoi, que rimó las lamentaciones fúnebres del Damasceno, a Blok, a Maiakosvki y a Esenin les atraían los fragmentos de cánticos y escrituras eclesiásticas en su expresión literaria, como fragmentos de vida cotidiana, lo mismo que la calle, la casa y cualquier palabra del lenguaje corriente.

Estos filones de antigüedades literarias sugerían a Maiakovski la construcción paródica de sus poemas. Hay en él una multitud de analogías, sobreentendidas y subrayadas, con imágenes canónicas, que invitan a la inmensidad, exigiendo brazos poderosos y solicitando la audacia del poeta.

Fue bueno que Maiakovski y Esenin no rehuyeran cuanto sabían y recordaban desde la infancia, que volvieran a estas tierras familiares, utilizaran la belleza encerrada en ellas y no la dejaran escondida.

Cuando conocí más de cerca de Maiakovski, descubrimos imprevistas coincidencias técnicas, afinidad en la construcción de imágenes, analogías en el modo de rimar. Me gustaba la belleza, la precisión de sus movimientos. No pedía nada más. Para no repetirlo, para no parecer un imitador suyo, comencé a reprimir en mí toda inclinación a recordarlo, todo tono heroico, que en mi caso habría sido falso, toda búsqueda de efecto. Esto restringió mi estilo y lo purificó.

Maiakovski tenía vecinos. En poesía no estaba solo, no era un desierto. Antes de la revolución, su rival en la escena era Igor Severianin y, en la arena de la revolución popular y en el corazón de la gente, Sergei Esenin.

Severianin dominaba las salas de concierto y, diciéndolo en jerga teatral, «agotaba las localidades». Cantaba sus versos sobre cualquier motivo conocido de óperas francesas, y la cosa no resultaba vulgar ni ofensiva para el oído.

Su incultura, su falta de gusto, sus toscos neologismos, unidos a una dicción poética envidiablemente pura y suelta, creaban un género particular y extraño, que era como un tardo ingreso del turguenievismo en la poesía, bajo una capa de trivialidad.

Nunca, desde los tiempos de Koltsov, la tierra rusa había producido nada más connatural, más arraigado, más oportuno y congénito que Sergei Esenin, don ofrecido a su época con rara desenvoltura, sin gravámenes de celo populista. Además, Esenin era una partícula viva, palpitante, de esa condición artística que definimos, siguiendo el ejemplo de Pushkin, como principio superior mozartiano, elemento mozartiano.

Esenin consideró su propia vida como un cuento. Como Iván, el hijo del zar, sobrevoló el océano montado en un lobo gris; como en el Pájaro de fuego, agarró por las plumas a Isadora Duncan. También sus versos los escribió a la manera de los cuentos, ya haciendo solitarios con las palabras, igual que si fuesen naipes, ya escribiéndolas con sangre del corazón. Lo más precioso en él era la imagen de la boscosa naturaleza de la tierra natal, de la Rusia central, de la zona de Riazan, transmitida con sorprendente frescura, como se le había dado en la infancia.

En comparación con Esenin, el don de Maiakovski es más pesado y más tosco, pero acaso más profundo y más amplio. El lugar de la naturaleza eseniana está tomado del laberinto de la gran ciudad donde el alma solitaria de nuestros tiempos se ha extraviado y confundido. Maiakovski pinta su drama, su pasión y su falta de humanidad.

Como he dicho, nuestra intimidad ha sido exagerada. Una vez, cuando nuestras divergencias se exacerbaron, estábamos discutiendo en casa de Aseiev. Maiakovski definió de este modo nuestra diferencia, con su habitual humorismo: «¡Qué le vamos a hacer! Ciertamente somos distintos. Usted ama el rayo en el cielo y yo en la plancha eléctrica.»

No comprendía su celo propagandístico, la integración forzada de sí mismo y de sus compañeros en la conciencia social, la manía asociativa y cooperativa, la sumisión a la voz de la actualidad.

Menos aún comprendía la revista que dirigía, Lef, y sus colaboradores y el sistema de ideas que defendía en ella. La única persona coherente y honesta en aquel círculo de negadores era Sergei Tretiakov, que había llevado la negación hasta su natural consecuencia. Como Platón, Tretiakov consideraba que no hay lugar para el arte en un joven estado socialista, al menos, en el momento de su nacimiento. Pero ese arte falso que vegetaba en Lef, estropeado por rectificaciones conformistas, privado de inspiración, de carácter artesano, no valía las preocupaciones y trabajos que costaba, y podía ser sacrificado sin pena.

Con excepción del documento A plena voz, escrito antes de morir y hecho inmortal, el último Maiakovski, a partir del Misterio bufo, fue inaccesible para mí. No logro comprender esas pequeñas frases temáticas de caligrafía toscamente rimadas, esa alambicada vacuidad, ese revoltijo tan chato y artificioso de lugares comunes y perogrulladas expuesto tan artificialmente. Este, a mi entender, es un Maiakovski nulo, inexistente. Y es extraño que se haya querido considerar revolucionario justamente a un Maiakovski inexistente.

Pero, por error, se nos consideraba amigos, tanto que, por ejemplo, Esenin, durante el período de su descontento con el imaginismo, me pidió que lo reconciliara con Maiakovski y concertara una entrevista con él, creyendo que yo era la persona más indicada para esto.

Aunque Maiakovski y yo nos hablábamos de usted y Esenin y yo nos tuteábamos, mis encuentros con éste fueron todavía más raros. Pueden contarse con los dedos, y siempre concluían con escenas frenéticas. O nos jurábamos fidelidad con lágrimas en los ojos, o disputábamos encarnizadamente, hasta el punto que habían de separarnos a la fuerza.

En los últimos años de la vida de Maiakovski, cuando ya no había más poesía de nadie, ni suya ni de ningún otro; cuando Esenin se ahorcó; cuando, para decirlo más sencillamente, acabó la literatura –porque también había sido poesía la primera parte de El Don apacible, e incluso la primera actividad de Pilniak y de Babel, de Fediny de Vsevolod Ivanov–, durante estos tres años, Aseiev, compañero magnífico, inteligente, dotado de una verdadera libertad interior, sin ningún velo ante los ojos, fue su amigo verdadero y más próximo y un apoyo seguro como ningún otro.

Yo, en cambio, mientras tanto, me había alejado definitivamente de Maiakovski. He aquí el motivo por el cual rompí con él. Aunque hubiese declarado que no quería colaborar más en Lef ni pertenecer a su grupo, mi nombre continuaba figurando en la lista de colaboradores. Escribí a Maiakovski una carta desagradable que debió enfurecerlo.

En años anteriores, cuando yo experimentaba todavía la fascinación de su luz, de su fuerza interior, de sus inmensas posibilidades, de sus méritos de artista, y él me pagaba con su afecto, le había regalado un ejemplar de Mi hermana la vida, con una dedicatoria en la que se leían, entre otros, estos versos:

            Usted está ocupado con nuestro balance,
            con la tragedia del VSNJ
            ¡usted, que cantó como el Holandés errante
            en la orilla de cualquier verso!
            Sé que su camino es sincero,
            pero ¿qué pudo impulsarle
            bajo las bóvedas de estos hospicios de pobres
            ese camino sincero de usted?

Sobre aquel período se dijeron dos frases célebres: que la vida comenzaba a hacerse mejor, más alegre, y que Maiakovski había sido y seguía siendo el mejor y más genial poeta de la época. Con respecto a la segunda frase, envié una carta personal de gratitud al autor de esas palabras, con la cual se ponía fin a la exageración en cuanto a la importancia personal que se me había concedido a mediados de los años treinta durante el congreso de escritores. Amo mi vida y estoy satisfecho de ella. No necesito de oropeles. Una vida sin misterio, sin intimidad, mostrada en un escaparate, es inconcebible para mí.

Empezaron a imponer por la fuerza a Maiakovski como las patatas en tiempos de Catalina. Ésta fue su segunda muerte. De ella no tuvo la culpa.




en Vida y poesía, 1963













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