viernes, noviembre 14, 2014

“Océanos de alcohol”, de Mario Spachiaro





Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad 
que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día 
porque intuía que se encontraba completamente 
desnuda bajo el delantal. 
 Georges Bataille



Entre el maullido de los gatos y Tom Waits rezando por clemencia, las ruedas de los autos aceleran hacia el frío del invierno, el aroma del alcohol y esa voz, un poco más que tibia, que me habla muy de cerca, en el oído. Nos sentamos frente a frente, en el rincón más alejado de una mesa que da hacia la pared. Sobre su negra cabellera brilla la televisión envuelta en fantasías y la conversación a gritos de nuestros eventuales habitantes y vecinos. La miro, como cada vez que puedo, como cada noche y madrugada, suspirando por los poros más cansados, percibiendo el olor a droga en sus pupilas. Cada pregunta suya es una insinuación: a mover las piernas por debajo, a recibir su pie sobre mi muslo, a conversar de cualquier cosa, a escapar de ahí y encerrarnos durante meses frente al mar, desnudando pieles y vergüenzas, sintiendo el roce, cada vez más cerca, de sus labios en los míos, de su mano asida a mi sexo duro, del jadeo de su voz pequeña y su sonrisa que aún recuerdo y que más de alguna vez he vuelto a disfrutar.

La cuenta de las noches se ha perdido. Entre el avatar de una caricia que propina, aquel nombre se ha negado. Ya es sabido: La memoria de un irrefutable caballero reposa en las tibias faldas del olvido, o entremedio de sus piernas, habría que agregar. Pero era evidente que Simona, por llamarla de algún modo que recuerde su carácter, y yo, teníamos a veces ganas violentas de hacer el amor, de sentirnos, de atacarnos. Era evidente a la vez que inevitable.

Incómodos al interior del baño, sobre su palma el polvo blanco y su nariz que acerca más y más nuestras planicies. La beso en el hombro y la desnudo a medias, todo lo que me permite el metro de amplitud que hay entre la puerta y la pared, y las alturas y las llaves siempre abiertas, y esos grafitis inconexos que la hacen sonreír: Cómete a tu hámster, repite entre susurros, cómete a tu hámster, repite y en el ritmo de su aliento, es como ver el horizonte de un océano, más bien como atisbarlo, tan sólo acariciarlo con mis manos húmedas. Cómeme, muérdeme, decía entre quejidos, hazlo como siempre, siénteme. (“Simona, muerta de risa y a cuatro patas sobre las vigas, expuso su culo frente a mi rostro: se lo abrí totalmente y me masturbé al mirarla”).

A través del secreto que otorgaba una madera muy delgada, más de alguna vez dejó que la embistiera con tal fuerza que lloraba, me pedía que lo hiciera sin mirarla, me rogaba a los gritos y arañazos vespertinos, ocultos tras una ruin cadencia del buen Waits. Era así, sin nombres ni recuerdos, como un compromiso de errabundos que separan bienes y artefactos cada vez que se despiden. Y el aroma del alcohol entre sus labios que atrapé mil veces con los míos, apretándolos, deslizándolos, y dejando que mi lengua se perdiera en su intermedio y en su toque superior, erizado y duro, permitiendo que mostrara al mundo su mejor postura. (“Al mismo tiempo, sentí un líquido caliente y encantador que corría a lo largo de mis piernas y, cuando hubo terminado, me levanté y regué a mi vez su cuerpo, que ella puso complaciente bajo el chorro impúdico que ardía ligeramente sobre la piel. Después de haberle inundado el culo también, le embarré el rostro y así, sucia, tuvo un orgasmo demente y liberador”).

No había, entre ella y yo, ni una cuota de cinismo. Bastaba una seña, imperceptible a los demás, un código secreto y silencioso que sólo ambos conocíamos y que implicaba solamente sexo, feroz e incómodo. En un extremo estaban la frialdad y el simple devaneo, y en el otro el romance azucarado de rosado atardecer, de poesía adolescente sobre la arena. La distancia desde su entrepierna a mi lujuria no existía más que en el límite de lo social, de lo público. Entre su boca y la mía, entre sus manos y mi sexo, hinchado al máximo de sólo verla entrar por esa puerta transparente. Entre su mirada en blanco y mi cabello que revoloteaba inquieto sobre sus rígidas y suaves tetas, ignorante del placer que podía proveerme, ignorante de la melodía de su espalda que bajaba en diagonal, hacia precipicios cada vez más insondables.

Así fueron esas noches, intercambios permanentes de jadeos y fluidos. Hasta que sus pasos se alejaron y sus manos por debajo de la mesa dejaron de avanzar. No es que la extrañara, pero sí, tal vez un poco, como a una virtual enamorada que jamás salió del campo de esa realidad que es propia solamente a la ebriedad. No es que dude si fue sueño o delirio. Yo sé que fue verdad y lo recuerdo con un lujo de detalles imposibles de narrar. Lo anterior es sólo un pálido reflejo, un débil adelanto de lo que en realidad pasó entre las sombrías paredes de aquel bar.

Hace poco la volví a ver. Lucía una joya en una de sus manos que significaba algo parecido a un compromiso. Al menos eso dijo. Nos miramos desde lejos, sonreímos y nos acercamos. El reconocimiento fue instantáneo y de las sonrisas pasamos de inmediato a su cuerpo junto al mío. Nos acompañamos esa noche, olimos el aire fresco de la costa y nuestras manos se acordaron de los buenos viejos tiempos. No hubo necesidad de más palabras, sólo de mirarnos, sonreír y entrelazarnos, como en un acuerdo ya asumido, sin cláusula posible de final. Esa noche no será olvidada, como ninguna de las anteriores fue olvidada. (“El olor del mar se mezclaba entretanto con el de la ropa mojada y el de nuestros cuerpos desnudos. Caía la noche y permanecimos en esta extraordinaria posición sin movernos, hasta que escuchamos unos pasos que rozaban la hierba. ‘No te muevas, te lo suplico’, me pidió Simona. Los pasos se detuvieron pero nos fue imposible ver quién se acercaba”).

Entre los suspiros y los jadeos, me contó de su actual vida; del trabajo, del amor y lo demás. Al presentir la luz del día se escapó, cual cenicienta o vampiresa que huye de las sombras que terminan. Me regaló un último beso, casi tierno, casi con amor. Y, aunque las reglas lo prohibían, debo confesar que yo sentí lo mismo. Tal vez fuera inevitable. Al ver que se alejaba, entre pinos y mareas, supe que la amaba, aunque fuera sólo entonces, un momento, un olvido... Vi su cuerpo frágil y esa última sonrisa que tendría que esperar un plazo indefinido para ser correspondida. Ese fue el final, así lo convenimos. Entre aquella densa niebla, el frío apenas mitigado y su breve pero ilimitado cuerpo, recitando y escribiendo versos indelebles sobre los cansados reductos de mi piel.



en Plegarias del olvido, 1956



Pintura: “Los borrachos o el triunfo de Baco”, Diego Velásquez, 1629










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