Había que bajar la vista: cantaban
pero casi gemían personas raras, habitantes
de un desierto ignorado por nosotros.
Esperábamos que nuestros hijos, al amparo
de refugios antiguos, frágiles ya,
tocaran sus instrumentos de madera, arduos,
que viajan cinco siglos en un abrir
de ojos. Pero entre las cuerdas y los niños
irrumpían los sintetizadores baratos, voces
sin adiestrar que lamentaban sus vidas,
los lesionados, los dañados, los moribundos
aunque alejados de toda pobreza real, o sea
aletargados antes del fin en un poco de plata
que nunca significa, que es la nada
de significar. La violonchelista (8 años)
y el violinista (11) no parecían afectados
por la vergüenza de una señora temblona
que se olvidaba de morirse y desafinaba
boleros, ni hablemos de canzonettas
amorosas. ¿Y no descendían sus cuerditas
de una mítica, desgraciadamente hermética,
lira? ¿Y no bajaban ellos, de golpe, dando
roces de arco, deslizándose, hasta acá
en nuestro presente? Los hermanos menores
se agitaban entre el público, se oponían
a toda indiferencia y animaban a los gritos
la concentración necesaria, la matemática
de los mayores. Si pudiera traducir
en palabras aquella división
del mundo, la fe de los instrumentistas
sería una oda a los hermanitos admiradores
que diría: “Galileo y Leonardo, chicos sabios,
cuando están en sus casas hacen cosas notables.
Con las manos rotan juguetes enormes
o minúsculos, igual de cuidadosamente,
y a veces matan la atención requerida
rompiéndolos o tirándolos lejos como quien
abandona la presa ya inmóvil. Pero muchas
otras veces nos traen, palpitantes,
sus tesoros de plástico, besados, sin nombre.
Sus caras serias provocan el asombro
general y tienen tías que se ríen
por la velocidad de sus pasitos.”
Esto oímos, y estábamos a salvo,
al parecer, de la carne que muere a cada instante,
sólo teníamos orejas para los que crecen.
en La pieza de los chicos, 2013
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