¿Ya no escribe en los cafés?
No, ahora lo hago en este despacho, con mi pluma. Debo de ser la última generación que escribe a pluma. Pero si me obligaran a hacerlo en un café, sería capaz, puedo escribir en cualquier sitio. Lo de la pluma es porque el hecho de escribir es ya algo tan abstracto que tengo la necesidad de un objeto sólido que me ancle a la materia; si no, todo es muy virtual.
Ahora [2009] que coinciden tres libros suyos en las librerías españolas, además de un prólogo, es la ocasión de comprobar si es verdad que escribe usted siempre el mismo libro.
Esa es una sensación que tengo a menudo, en efecto. ¿Cómo decirle? Es el mismo libro pero escrito a trozos, como un corredor que se detiene y reprende la carrera un tiempo después. Es cada vez el mismo libro pero desde ángulos diferentes. No hay repetición, pero es la misma obra.
Escrito a trozos, ¿del mismo modo que trabaja la memoria?
Sí, de forma completamente discontinua, sin arquitectura. En el siglo XIX, las novelas se construían como una catedral. Pero esto mío son unos trocitos. Como en la memoria, las cosas vienen a golpes, de repente, desordenadamente.
Tras haber leído como vapuleaba a su padre en el autobiográfico Un pedigrí, sorprende ver que en los 70 le dedicara este libro, Calle de las tiendas oscuras.
Es el único que le he dedicado. Llevaba diez años sin tener noticias suyas y supe de repente que se había muerto. Pensé que era absurdo que las cosas sucedieran de ese modo, y se lo dediqué.
Si en Un pedigrí era usted quien realizaba una labor de detective sobre su pasado, en Calle de las tiendas oscuras es el narrador quien se pregunta por su identidad.
Él encima sufre amnesia, y no recuerda nada de su vida anterior. Intenta encontrar briznas de su pasado. Lo raro es que mis novelas son siempre eso, y no me doy cuenta más que cuando las he acabado: “Mira –me digo–, has vuelto a hacer la misma cosa, qué curioso”. Pero no me doy cuenta de esos leitmotivs que vuelven una y otra vez.
Esta es una novela en brumas, no conocemos la identidad del personaje principal, que pasa por cuatro personalidades diferentes, según las pistas le conducen a uno u otro lugar…
Hay una atmósfera onírica, no estamos seguros de nada. Es una novela enigmática, no sabemos ni quién es el que nos habla. A veces me digo que escribo cosas así a causa de la época en que vivo, en el siglo XIX hubiera hecho otra cosa, pero hoy escribo sobre la búsqueda de la identidad, sobre el tiempo perdido...
El pianista toca en la novela Que reste-t-il de nos amours y toda la novela es una pregunta sobre qué es lo que queda de nuestras vidas, ¿no?
Exacto. Estaba obsesionado con el hecho de que a menudo, de nuestras vidas, sólo quedan algunas briznas: unas pocas fotos, alguna agenda, los testigos desaparecen, y los que quedan dan falsas indicaciones, sus recuerdos no son exactos.…
Eso conecta con Dora Bruder, libro donde usted investigó el caso de esta chica de 15 años desaparecida y enviada a Auschwitz.
Sí, lo raro es que no había testimonios, apenas algún apunte en los registros de policía. Es terrible ver cómo todo se pierde: incluso si usted pregunta a alguien sobre su propia vida él mismo habrá olvidado muchas cosas, o deformará otras inconscientemente, hay una incertidumbre total.
Dora Bruder fue un caso real, pero eso a usted le da igual.
Sí, no hago esa distinción, Dora Bruder ha existido, todo es real, pero lo extraño es que, tras haber escrito su libro, no tuve la impresión de que me desviaba de mi línea. No hay ninguna diferencia, finalmente, entre este libro y mis novelas.
El narrador de Calle de las tiendas oscuras no comprende el mundo, está perdido. ¿A usted le cuesta comprender el mundo?
Hay en todo un lado un poco incoherente. Y, para que me vengan ganas de escribir algo, tengo necesidad de que las cosas sean enigmáticas. Me fijo en elementos que existen realmente: calles, personas, e intento infundirles misterio. Creo firmemente que incluso las cosas que nos parecen más banales contienen un misterio que, si uno las mira fijamente, acaba por desvelarse, como todo tuviera una especie de subrealidad. Hay misterio en todo.
Hay críticos que ven Calle de las tiendas... como una novela negra.
Lo es, de joven estaba muy influenciado por todos los escritores de novela negra: ciertos norteamericanos, algunos franceses. Todo lo que pertenece al dominio del misterio me interesa. En el fondo, la novela negra es onírica, no es nada realista. Tampoco las películas del género son realistas, para empezar son en blanco y negro y la vida es en colores.
Reencontramos a París como personaje.
También es un París onírico que, aunque basado en lo real, con calles precisas, está totalmente interiorizado, a partir de mis recuerdos de adolescente. Un París que ya no existe. Ojo, no es nostágico, sino soñado, totalmente interior.
Esa descripción exterior, de calles y plazas es, de hecho, la definición de nuestro interior...
Sí. Mis novelas son siempre un universo urbano, vivo aquí y hablo de ello. A veces me sabe mal, porque me hubiera gustado escribir esos novelones rusos del XIX que suceden en el campo, tengo esa nostalgia, me hubiera gustado describir bellos paisajes rurales. Pero es el azar, uno está obligado a hablar de lo que ha visto.
¿Se pasea todavía?
Bueno… es cada vez más difícil. Ya no son paseos como los que hacía antes, sin rumbo. Ahora voy a un sitio preciso, no vagabundeo. Voy a verificar, por ejemplo, en qué se ha convertido un sitio de los que hablo. París ha cambiado tanto… Han desaparecido tantos lugares, el paso del tiempo es una masacre, como un bombardeo. Desaparecen cafés y librerías, todo se convierte en tiendas de ropa de marca.
Su estilo se caracteriza por la economía expresiva, ¿puede defenderla?
Una frase corta, algo lineal, es el único modo, para mí, de captar lo onírico, porque para dar esa impresión de un sueño interrumpido, en el que entra alguien por sorpresa, necesito frases muy concretas, al igual que en algunos cuadros surrealistas, como los de Magritte, todo es muy preciso pero la impresión global es de sueño. Eso son mis frases cortas, un estilo barroco no me sirve.
¿Eso no ha cambiado con los años?
No. Cuando empecé a escribir todo era muy difícil, muy penoso, trabajaba frase a frase, era un martirio, no era capaz de escribir una primera versión rápidamente, como hago ahora y después corregir. No encontraba momentos de reposo, no había descansos, en las páginas se apelmazaban las letras, sin espacios en blanco. El texto no conseguía encontrar su respiración, era asfixiante.
En Aquí (1978) ya había, en cambio, muchos diálogos.
Sí, ya sí, y técnicas de collage, trozos de otras cosas, más dinamismo.
Pero, al ponerse a escribir, ¿su prioridad es entretener al lector?
Cuando empiezo un libro, lo raro es que no sé bien adónde voy. Estoy igual que el lector, no sé nada y la cosa se va definiendo poco a poco, a medida que uno avanza. Es como conducir un coche sin ninguna visibilidad, no sabe uno si está al borde del barranco o en una autopista. Eso es lo que da un toque incierto.
En Dora Bruder vemos cómo los nazis establecieron un rígido sistema de categorías de identidad...
Es extraño eso, casi metafísico: todo un sistema complejo, con fichas muy precisas y al mismo tiempo, después, no queda rastro de nada.
En España tenemos un debate sobre la memoria histórica, no sé cómo lo llevan en Francia…
Francia ha tenido tabúes sobre la ocupación nazi y la guerra de Argelia, básicamente. Lo que me impresiona siempre es que esos tabúes históricos los encontramos reproducidos a pequeña escala, en las vidas individuales, en los casos concretos de la gente que olvida aspectos de su biografía. Y sin llegar a la amnesia, si usted pregunta a alguien por su pasado, lo va a transformar sin darse cuenta. Esos falsos testimonios me fascinan. Es novelesco, es novela negra. El novelista es un detective.
En el café de la juventud perdida habla de las zonas neutras de París. ¿Qué son?
Cosas raras, no man’s land, lugares imposibles de definir con precisión, barrios en los que uno no sabe si está o no en París, espacios que no se corresponden con su entorno, zonas fuera de lugar, incoherentes. Eso es algo evidente en Berlín y en otras ciudades bombardeadas. Por ejemplo, en los 70, el espacio donde hoy tenemos el museo Pompidou era un terreno vago, un gigantesco solar aparecido por los inmuebles destruidos tras la guerra. Era como un agujero brumoso, impreciso, en medio de una gran ciudad.
Usted nunca se define políticamente, rompe con la imagen del intelectual francés comprometido, no sabemos si es de los unos o de los otros.
Es que la política acaba siempre mal para un escritor. La política es, por definición, una simplificación de las cosas, convertirlas en superficiales y nuestro trabajo es justamente el contrario, mostrar lo que hay oculto, la complejidad.
No se relaciona mucho con escritores, ¿por qué?
Alguien que escribe está encerrado en su universo, en una campana de vidrio, es terrible. Me han dado siempre pena esos encuentros entre grandes escritores, por ejemplo cuando Joyce se vio con Proust, en un episodio patético porque no llegaron casi ni a hablarse. Es una paradoja pero podría hacerle una larga lista de escritores que se han encontrado y ni siquiera se han comunicado. Es muy triste, es como si levantáramos una muralla, somos un poco autistas. Debe de haber gente, no necesariamente en Francia, que trabaje en una línea parecida a la mía, pero no los conozco y si les conociera no sabría qué decirles.
en La Vanguardia, 15 de febrero, 2009
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