Mi nombre es Arthur
C. Clarke, y desearía no tener relación alguna con todo este sórdido asunto.
Pero como la integridad moral —repito, moral— de los Estados Unidos está
comprometida, primero debo mostrar mis credenciales. Sólo así comprenderán
ustedes cómo, con la ayuda del difunto doctor Alfred Kinsey, he provocado
involuntariamente una avalancha que puede barrer con gran parte de la
civilización occidental.
Allá en 1945,
siendo operador de radar en la Real Fuerza Aérea, tuve la única idea original
de mi vida. Doce años antes de que el primer Sputnik comenzara a emitir
señales, se me ocurrió que un satélite artificial sería un lugar maravilloso
para transmitir televisión, pues una estación a varios miles de kilómetros de
altura podría radiar para la mitad del globo. Escribí la idea la semana posterior
a Hiroshima, proponiendo una red de satélites de retransmisión a treinta y
cinco mil kilómetros por encima del Ecuador; a esa altura tardarían
exactamente un día en completar una revolución, y así permanecerían fijos sobre
el mismo punto de la Tierra.
Ese trabajo
apareció en Wireless World en el
número de octubre de 1945; como no esperaba que los instrumentos espaciales
llegaran a ser comercializados durante mi vida, no intenté patentar la idea;
de todas formas, dudo que hubiera podido hacerlo. (Si estoy equivocado,
preferiría no saberlo). Pero continué insertándola en mis libros, y hoy en día
la idea de satélites de comunicación es tan común que nadie conoce su origen.
Hice un dolorido
intento de aclaración cuando fui abordado por el Comité de Astronáutica y
Exploración Espacial de la Cámara de Representantes; ustedes encontrarán mi
testimonio en la página treinta y dos de su informe Los próximos diez años en el espacio. Y como ustedes verán en seguida,
mis últimas palabras tenían una ironía que no pude apreciar en el momento:
«Viviendo como vivo en el Lejano Oriente, constantemente tengo a la vista la
lucha entre el Mundo Occidental y la URSS por los millones no comprometidos de
Asia... Cuando las transmisiones de televisión vía satélite sean posibles, el
efecto propagandístico puede ser decisivo».
Todavía pienso lo
mismo, pero había ángulos que yo no había previsto, y que otras personas,
desgraciadamente, sí lo hicieron.
Todo comenzó en una
de esas recepciones oficiales tan características de la vida social en las
capitales asiáticas. Son más comunes todavía en Occidente, por supuesto, pero
en Colombo no hay mucha competencia de entretenimientos. Por lo menos una vez a
la semana, si uno es alguien, recibe una invitación a cócteles en una embajada
o legación, el Consejo Británico, la Misión de Operaciones de los EE.UU.,
L’Alliance Française, o una de las incontables agencias alfabéticas engendradas
por las Naciones Unidas.
Al principio,
sintiéndonos más cómodos bajo el Océano Índico que en círculos diplomáticos, mi
socio y yo éramos personas insignificantes, y nos dejaban en paz. Pero después
que Mike apadrinó la gira de Dave Brubeck en Ceilán, la gente comenzó a fijarse
en nosotros. Y más aún cuando Mike desposó a una de las beldades más conocidas
de la isla. De modo que ahora nuestra consumición de cócteles y canapés está
limitada principalmente por el rechazo a abandonar nuestros cómodos sarongs por absurdos occidentales como
pantalones, smokings y corbatas.
Era la primera vez
que íbamos a la Embajada Soviética, que daba una fiesta para un grupo de
oceanógrafos rusos que acababan de llegar al puerto. Bajo los inevitables
retratos de Lenin y Marx, un par de cientos de invitados de todos los colores,
religiones e idiomas se arremolinaban hablando con amigos, o atacando
obsesionadamente el vodka y el caviar. Yo estaba separado de Mike y Elizabeth,
pero los veía al otro lado de la sala. Mike hacía su acto de «Allí estaba yo a
cincuenta brazas» frente a un auditorio fascinado, mientras Elizabeth lo
miraba enigmáticamente, y más gente todavía miraba a Elizabeth.
Desde que perdí un
tímpano buscando perlas en la Gran Barrera de Coral, me veo en desventaja en
estas reuniones; el ruido de superficie es unos doce decibeles más alto de lo
que yo puedo dominar. Y eso no es poco impedimento cuando le presentan a uno
gente con nombres como Dharmasiriwardene, Tissaveerasinghe, Goonetilleke, y
Jayawickrema. Por lo tanto, cuando no estoy asaltando el bufete, busco un lugar
relativamente tranquilo donde tenga alguna posibilidad de seguir más del
cincuenta por ciento de cualquier conversación en la que pudiera verme metido.
Estaba dentro de la sombra acústica de una enorme columna, estudiando la escena
con mi aire de indiferencia tipo Somerset Maugham, cuando noté que alguien me
miraba con esa expresión de «¿No nos hemos visto antes?».
Lo describiré con
algún cuidado, porque debe haber mucha gente que pueda identificarlo. Tenía
treinta y tantos años, y supuse que era norteamericano. Mostraba la pulcritud,
el corte de pelo, el aire del hombre que acostumbra a andar por Rockefeller
Center, esa apariencia que era marca de pureza hasta que los diplomáticos
jóvenes y los consejeros técnicos rusos comenzaron a imitarla con tanto éxito.
Medía un metro ochenta, tenía astutos ojos castaños y pelo negro, prematuramente
gris en las sienes. Aunque yo estaba bastante seguro del hecho de que no nos
habíamos encontrado nunca antes, su cara me recordaba a alguien. Tardé un par de
días en darme cuenta a quien: ¿recuerdan al difunto John Garfield? Era tan
parecido que casi no había diferencia.
Cuando un extraño
me llama la atención en una fiesta, mi procedimiento clásico entra en acción
automáticamente. Si parece una persona agradable, pero no tengo deseos de
conocerla en el momento, uso con ella la Mirada Neutral, dejando que mi vista
la recorra rápidamente sin un parpadeo de reconocimiento, aunque no con
verdadera hostilidad. Si parece un chiflado, recibe el Coup d’oeil, que consiste en una larga mirada de incredulidad,
seguida de una vista sin prisa de mi nuca. En casos extremos se puede agregar
una expresión de asco durante unas milésimas de segundo. Generalmente el
mensaje llega.
Pero este personaje
parecía interesante, y yo me estaba aburriendo, así que le ofrecí el Saludo
Afable. Minutos después se acercó entre la gente, y yo volví hacia él mi oído
sano.
—Hola —dijo (sí,
era norteamericano)—, me llamo Gene Hartford. Estoy seguro que nos hemos encontrado
antes.
—Es muy posible
—respondí—. He pasado mucho tiempo en los Estados Unidos. Soy Arthur Clarke.
En general eso
produce una mirada vacía, pero algunas veces no. Casi pude ver las fichas IBM
revoloteando tras esos duros ojos pardos, y me halagó su rapidez.
—¿El escritor de
ciencia?
—Así es.
—Bueno, esto es
extraordinario. —Parecía genuinamente sorprendido—. Ahora sé dónde lo he visto.
Fue una vez en el estudio, cuando usted estaba en el programa de Dave
Garroway.
(Podría valer la
pena seguir esta pista, aunque lo dudo; y estoy seguro que ese «Gene Hartford»
era falso; era demasiado artificial).
—¿Así que usted
está en la televisión? —le pregunté—. ¿Qué hace aquí? ¿Recoge material, o
simplemente anda de vacaciones?
Me brindó la
sonrisa franca y amistosa del hombre que tiene mucho para esconder.
—Oh, mantengo los
ojos abiertos. Pero esto es sorprendente. Leí su libro La Exploración al Espacio cuando salió en..., eh...
—En el cincuenta y
dos; el Club del Libro del Mes nunca volvió a ser el mismo desde entonces.
Todo ese tiempo
estuve tratando de juzgarlo, y aunque había algo en él que no me agradaba no
pude saber bien qué era. De todas formas yo estaba dispuesto a hacer grandes
concesiones a una persona que había leído mis libros y que además trabajaba en
televisión; Mike y yo siempre estamos buscando mercados para nuestras
películas submarinas. Pero ésa, para decirlo suavemente, no era la línea de
negocios de Hartford.
—Mire —dijo
ansiosamente—, estoy trabajando en un asunto importante para una cadena de
televisión que le interesará; en realidad, usted ayudó a darme la idea.
Esto sonaba
prometedor, y mi coeficiente de avaricia saltó varios puntos.
—Me alegro. ¿De qué
se trata?
—No puedo
discutirlo aquí. ¿Qué le parece si nos encontramos en mi hotel, mañana a las
tres?
—Déjeme ver la
agenda; sí, está bien.
En Colombo hay
solamente dos hoteles frecuentados por norteamericanos, y acerté la primera
vez. Estaba en el Mount Lavinia, y aunque quizá ustedes no lo sepan han visto
el lugar donde tuvimos nuestra charla privada. Cerca de la mitad de “El Puente
sobre el Río Kwai” hay una breve escena en un hospital militar, donde Jack
Hawkins conoce a una enfermera y le pregunta dónde puede encontrar a Bill
Holden. Tenemos debilidad por este episodio, porque Mike era uno de los
oficiales navales convalecientes que se ven al fondo. Si miran atentamente, lo
verán a la extrema derecha, con la barba en pleno perfil, firmando con el
nombre de Sam Spiegel su sexta vuelta de bar. Tal como resultó la película, Sam
podía permitírselo.
Fue aquí, en esta
meseta diminuta, sobre las playas bordeadas de palmeras, donde Gene Hartford
comenzó a hablar, y mis ingenuas esperanzas de beneficios financieros
comenzaron a evaporarse. En cuanto a los motivos de Gene Hartford, si es que él
mismo los conocía, todavía no estoy seguro. La sorpresa de encontrarme, y un
equivocado sentimiento de gratitud (del cual yo habría prescindido con
alegría), jugaron indudablemente su papel, y a pesar de todo su aire de confianza
debe haber sido un hombre amargado y solo, que necesitaba desesperadamente
aprobación y amistad.
De mí no obtuvo
ninguna de esas cosas. Siempre he tenido algo de compasión por Benedict Arnold,
como debe tenerla cualquiera que conozca todos los aspectos del caso. Pero
Arnold sólo traicionó a su país; nadie, antes de Hartford, trató de seducirlo. Lo
que desvaneció mis sueños de dólares, fue la noticia asegurando que la conexión
de Hartford con la televisión norteamericana se había roto, algo
violentamente, a principios de la década del cincuenta. Estaba claro que lo
habían echado de la Avenida Madison por afiliarse al Partido, y también estaba
claro que en este caso no habían cometido ninguna injusticia. Aunque hablaba
con cierta furia controlada de su lucha contra la torpe censura, y lloraba por
una brillante —aunque innominada— serie de programas culturales que habría
comenzado justo antes de ser echado del aire, a esa altura yo empezaba a oler
tantas ratas que mis respuestas eran muy cautelosas. Mi interés pecuniario en
el señor Hartford disminuía, pero mi curiosidad personal aumentaba. ¿Quién estaba
detrás de él? No la BBC.
Cuando logró sacar
del cuerpo toda la autocompasión, habló finalmente del asunto:
—Tengo una noticia
que lo hará levantarse —dijo presumidamente—. Las cadenas norteamericanas
tendrán pronto competencia. Y será en la forma que usted predijo. La gente que
envió a la Luna un transmisor de televisión puede poner uno mucho mayor en
órbita alrededor de la Tierra.
—Los felicito —dije
cautelosamente—. Siempre estoy a favor de la sana competencia. ¿Cuándo lo
lanzan?
—En cualquier
momento. El primer transmisor lo estacionarán al sur de Nueva Orleans; en el
ecuador, claro. Eso significa que estará bien afuera sobre el Pacífico; no
quedará sobre el territorio de ninguna nación, y no surgirán por lo tanto
complicaciones políticas. Sin embargo estará allí en el cielo, bien a la vista
de todo el mundo, desde Seattle a Key West. Piense: ¡la única estación de
televisión que podrán sintonizar todos los Estados Unidos! ¡Incluso Hawai! No
habrá forma de provocar interferencias; por primera vez habrá un canal que
puede entrar en cada hogar norteamericano. Y los “Niños Exploradores” de J.
Edgar no pueden hacer nada para bloquearlo.
De modo que ése es
tu pequeño fraude, pensé; por lo menos eres franco. Hace tiempo que aprendí a
no discutir con marxistas, pero si Hartford decía la verdad quería sonsacarle
todo lo que fuera posible.
—Antes que se
entusiasme demasiado —dije—, hay algunos puntos que usted puede haber olvidado.
—¿Por ejemplo?
—Esto funcionará en
dos direcciones. Todos saben que la Fuerza Aérea, la NASA, los Laboratorios
Bell, la ITT, Hughes, y otras varias docenas de agencias están trabajando en el
mismo proyecto. Cualquier cosa que Rusia le haga a los Estados Unidos en
materia de propaganda le será devuelto a interés compuesto.
Hartford sonrió con
tristeza.
—¡Caramba, Clarke!
—dijo. (Me alegró que no me tuteara.) Estoy un poco desilusionado. Usted debe
saber que los Estados Unidos llevan varios años de atraso en capacidad de
carga. ¿Cree usted que el viejo T. 3 es la última palabra de Rusia?
Fue en ese momento
cuando comencé a tomarlo muy en serio. Tenía toda la razón. El T. 3 podía
transportar por lo menos cinco veces más carga útil que cualquier cohete
norteamericano a esa órbita crítica de treinta y cinco mil kilómetros, la única
que permitiría a un satélite permanecer fijo sobre la Tierra. Y para cuando
los Estados Unidos pudieran igualar esa hazaña sólo el cielo sabe donde
estarían los rusos. Sí, el cielo lo sabría de veras...
—Muy bien
—concedí—. ¿Pero por qué cincuenta millones de hogares norteamericanos
tendrían que comenzar a cambiar de canal tan pronto como puedan sintonizar
Moscú? Admiro a los rusos, pero sus entretenimientos son peores que su política.
Luego del Bolshoi, ¿qué les queda?
Recibí otra vez esa
sonrisa triste y extraña. Hartford había guardado el golpe más fuerte.
—Fue usted quien
trajo los rusos a colación —dijo—. Están en esto, seguro; pero sólo como
contratistas. La agencia independiente para la cual trabajo les paga sus
servicios.
—Esa —observé
fríamente— debe ser toda una agencia.
—Lo es; la más
grande. Aunque los Estados Unidos pretendan que no existe.
—Oh —dije, algo
estúpidamente—. De modo que ése es su patrocinador.
Ya había oído esos
rumores asegurando que la URSS iba a lanzar satélites para los chinos; ahora
parecía que los rumores apenas dejaban vislumbrar parte de la verdad.
—Usted tiene toda
la razón —continuó Hartford, quien obviamente se estaba divirtiendo— sobre los
entretenimientos rusos. Luego de la novedad inicial, el índice de audiencia
bajaría a cero. Pero no con el programa que yo proyecto. Mi trabajo es
encontrar material que deje a todos los demás canales fuera de combate cuando
salga al aire. ¿Usted cree que no se puede hacer? Termine esa bebida, y suba a
mi habitación. Tengo una larga película sobre arte religioso que me gustaría
mostrarle.
Bueno, no estaba
loco, aunque durante algunos minutos lo dudé. Podía pensar pocos títulos mejor
calculados para que el espectador sintonizara el canal que el que apareció en
la pantalla: ASPECTOS DE LA ESCULTURA TÁNTRICA DEL SIGLO XIII.
—No se inquiete
—rió Hartford, sobre el zumbido del proyector—. Ese título me ahorra problemas
con los inspectores de Aduana. Es correcto, pero lo cambiaremos por algo más
taquillero cuando llegue el momento. Sesenta metros más adelante, luego de unas
largas tomas inocuas de arquitectura, comprendí lo que quería decir.
Ustedes saben que
hay ciertos templos en la India cubiertos de esculturas soberbiamente
ejecutadas, de un tipo que nosotros en Occidente jamás asociaríamos con
religión. Decir que son francas es risible; no dejan nada a la imaginación,
cualquier imaginación. Pero al mismo tiempo son genuinas obras de arte. Y
también lo era la película de Hartford.
Había sido filmada,
en caso que les interese, en Konarak, el Templo del Sol. Luego me informé; está
en la costa de Orissa, a unos treinta y cinco kilómetros al noroeste de Puri.
Los libros de referencia son bastante tímidos; algunos se disculpan por la
«obvia» imposibilidad de mostrar ilustraciones, pero la Arquitectura Hindú de Percy Brown no ahorra palabras. Las esculturas,
dice, son de «un desvergonzado carácter erótico que no tiene paralelo en ningún
edificio conocido». Parece exageración, pero lo creo luego de haber visto esa
película.
La fotografía y el
montaje eran excelentes; la antigua piedra despertaba a la vida ante los
lentes. Había largas tomas del sol ahuyentando sombras de cuerpos entrelazados
en éxtasis, que dejaban sin aliento; asombrosas tomas, en primer plano, de
escenas que al principio la mente se negaba a reconocer; estudios suavemente
iluminados de piedra esculpida por un maestro, en todas las fantasías y
aberraciones del amor; incansables movimientos cuyo significado eludía la
comprensión, hasta que se inmovilizaban en dibujos de deseo intemporal, de
satisfacción eterna. La música —principalmente percusión, entrelazada con el
agudo sonido de algún instrumento de cuerdas que no pude identificar— se
adecuaba perfectamente al tempo del montaje. Por momentos era lenta y suave,
como los primeros compases de «L’Après-midi» de Debussy; luego, los tambores
llegaban velozmente a un clímax de frenesí casi insoportable. El arte de los
antiguos escultores, y el talento del cineasta moderno, se habían combinado a
través de los siglos para crear un poema de éxtasis, un orgasmo en celuloide
que nadie podría presenciar sin conmoverse.
Hubo un largo
silencio cuando la pantalla se inundó de luz y la música lasciva terminó de
apagarse.
—¡Mi Dios! —dije,
cuando recuperé algo de mi compostura—. ¿Van a transmitir eso?
Hartford rió.
—Créame
—respondió—, eso no es nada; ocurre que es la única película que puedo llevar
conmigo sin peligro. Estamos dispuestos a defenderla apoyándonos en el
verdadero arte, el interés histórico, la tolerancia religiosa..., oh, hemos
pensado en todos los ángulos. Pero en realidad no importa; nadie puede
detenernos. Por primera vez en la historia toda forma de censura se vuelve
imposible. Simplemente no hay manera de aplicar la ley; el cliente obtiene lo
que desea, y en su propia casa. Cierre la puerta, encienda el televisor; los
amigos y la familia jamás lo sabrán.
—Muy ingenioso
—dije—, ¿pero no cree usted que una dieta semejante cansa muy pronto?
—Por supuesto; en
la variedad está el gusto. Tendremos muchos entretenimientos convencionales;
deje que yo me preocupe por eso. Y de vez en cuando tendremos programas de
información —odio esa palabra «propaganda»—, para decirle al enclaustrado
pueblo norteamericano lo que realmente sucede en el mundo. Nuestras películas
especiales serán solamente la carnada.
—¿Le importa si
tomo un poco de aire fresco? —dije—. Esto se está poniendo irrespirable.
Hartford corrió las
cortinas, y dejó que la luz volviera al cuarto. A nuestros pies se extendía
una larga playa curva. Las batangas de los botes de pesca se alzaban bajo las
palmeras, y las pequeñas olas se deshacían en espuma, al concluir su fatigosa
marcha desde África. Uno de los paisajes más hermosos del mundo, pero no me
pude concentrar en él. Aún veía esos miembros retorcidos, esos rostros helados
con pasiones que ni los siglos podían extinguir.
La voz libidinosa
continuó a mi espalda.
—Se sorprendería si
supiera cuánto material hay. Recuerde, no tenemos ningún tabú. Si se puede
filmar, nosotros podemos televisarlo.
Caminó a su
escritorio y levantó un pesado volumen, bastante usado.
—Ésta ha sido mi
Biblia —dijo—, o mi Sears, Roebuck, si usted lo prefiere. Sin ella nunca
habría vendido la serie a mis patrocinadores. Son grandes creyentes en la
ciencia, y tragaron toda la cosa, hasta el último punto.
Asentí. Siempre que
entro en un cuarto analizo los gustos literarios de mi huésped.
—El doctor Kinsey,
¿no?
—Creo que soy el
único hombre que lo leyó de tapa a tapa, en vez de mirar solamente las
estadísticas. En ese campo es la única investigación de mercado. Hasta que
aparezca algo nuevo le sacaremos todo el jugo. Nos dice lo que el cliente
quiere, y nosotros vamos a dárselo.
—¿Todo?
—Si la audiencia es
suficientemente grande, sí. No nos preocuparemos por los campesinos tontos que
se vuelven adictos a la mercancía. Pero los cuatro sexos principales recibirán
un tratamiento completo. Ésa es la belleza de la película que usted acaba de
ver: atrae a todo el mundo.
—De eso no queda
duda.
—Nos divertimos
mucho planeando la película que titulé «Rincón del homosexual». No se ría;
ninguna agencia emprendedora puede permitirse ignorar a esa audiencia. Por lo
menos diez millones, contando a las damas. Si cree que yo exagero mire en los
quioscos todas las revistas que hay de arte masculino. No fue fácil chantajear
a algunos de los más delicados, y lograr que actuaran para nosotros.
Vio que estaba
comenzando a aburrirme; hay cierto tipo de obsesión que encuentro deprimente.
Pero fui injusto con Hartford, como él se apresuró a probar.
—Por favor no
piense —dijo ansiosamente— que el sexo es nuestra única arma. ¿Alguna vez vio
el trabajo que Ed Murrow hizo con el difunto Joe McCarthy? Eso no es nada,
comparado con los perfiles que estamos planeando en «Washington Confidencial». Y
está nuestra serie «¿Puede usted soportarlo?», destinada a separar a los
hombres de los maricas. Publicaremos tantas advertencias por anticipado que
todo norteamericano se sentirá obligado a ver el programa. Comenzará en forma
inocente, basado en un tema muy bien preparado por Hemingway. Se verán algunas
secuencias de toreo que literalmente lo levantarán del asiento, o lo enviarán
corriendo al baño, porque muestran todos los pequeños detalles que nunca se
ven en esas pulcras películas de Hollywood. Seguiremos después con un material
realmente único, que no nos cuesta nada. ¿Recuerda las pruebas fotográficas de
los juicios de Nüremberg? Usted nunca la vio porque no eran publicables. Había
varios fotógrafos aficionados en los campos de concentración, y sacaron todo
el jugo a una oportunidad que no volvería a presentárseles. Algunos de ellos
fueron colgados gracias al testimonio de sus propias cámaras, pero su trabajo
no se perdió. Será una buena introducción para nuestra serie «La tortura a
través de los siglos»; muy erudita y exhaustiva, aunque de gran atractivo.
»Y hay docenas de
enfoques, pero ahora usted tiene una idea. La Avenida cree saberlo todo sobre
Persuasión Oculta. Créame que no lo sabe. Los mejores psicólogos prácticos del
mundo están ahora en Oriente. ¿Recuerda Corea, y el lavado de cerebro? Hemos
aprendido mucho desde entonces. No hay ya necesidad de violencia; a la gente
le gusta que le laven el cerebro, si se hace bien.
—Y ustedes van a
lavarle el cerebro a los Estados Unidos —dije—. Todo un trabajito.
—Exactamente. Y al
país le encantará, a pesar de todos los gritos del Congreso y de las Iglesias.
Sin mencionar las cadenas de televisión, por supuesto. Son las que harán más
escándalo, cuando vean que no pueden competir con nosotros.
Hartford miró el
reloj, y silbó con alarma.
—Es hora de empacar
—dijo—. A las seis tengo que estar en ese impronunciable aeropuerto. ¿No sería
posible que usted volara a Macao alguna vez, para vernos?
—No, pero ya me he
formado una buena idea del asunto. A propósito, ¿no tiene miedo a que le
arruine el negocio?
—¿Por qué? La
publicidad nos favorecerá. Aunque nuestra campaña no sale hasta dentro de
varios meses creo que usted se ha ganado esta primicia. Como le dije, sus
libros ayudaron a darme la idea.
¡Su gratitud era
genuina, mi Dios! Me dejó completamente mudo.
—Nada puede
detenernos —declaró, y por primera vez no pudo controlar el fanatismo que se
escondía tras la fachada amable y cínica—. La Historia está de nuestra parte.
Utilizaremos la propia decadencia de los Estados Unidos contra ellos mismos; es
un arma ante la cual no tienen defensa alguna. La Fuerza Aérea no intentará
cometer piratería espacial, derribando un satélite completamente alejado del
territorio norteamericano. La Comisión Federal de Comunicaciones no puede
siquiera protestar a un país que no existe a los ojos del Departamento de
Estado. Si tiene alguna otra sugerencia estaría muy interesado en escucharla.
No tenía ninguna
entonces, y no tengo ninguna ahora. Quizás estas palabras puedan servir de
breve advertencia, antes que aparezcan los primeros anuncios provocadores en
los periódicos, alarmando a las cadenas de televisión. ¿Pero lograré algo?
Hartford creía que no, y tal vez tenía razón.
«La Historia está
de nuestra parte». No pude sacarme esas palabras de la cabeza. Tierra de
Lincoln y Franklin y Melville, te amo y te deseo lo mejor. Pero en mi corazón
sopla un viento frío del pasado, pues recuerdo a Babilonia.
en Relatos de diez mundos, 1962
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