Esperaba árboles a mi regreso, encontré serruchos oxidados,
tizones y a un perro viejo de río, al que llamaban Laertis,
nadando desfallecido en el fango.
«No me reconozcas», me alcanzó a decir, «porque entonces tendría que
morir de inmediato». Mejor
que en mi lugar se pierda Argos, de todas formas nadie se va a dar cuenta
puesto que ya no existe Agamenón y acabamos como ingrata villa
llena de oscuros bares de copas y desolladeros
en los que las alcantarillas riegan sangre contaminada».
Entonces comprendí que algo había sucedido y que el mito había cambiado,
Argos se había convertido en ciudad desdentada, Laertis en perro callejero
y yo había regresado sólo para anunciar la soledad de ambos,
poniéndome de manera fatalista en las mismas manos indignas
(las mías), acechando casas mudas
con lavabos llenos de colillas, cuadros acuchillados en
las paredes y estatuas destruidas en los atrios,
con la fotografía de una tal Circe guardada en la cartera
y teniéndome que enfrentar a los pretendientes
que tramaban conspiraciones contra mi vida.
Por eso, esta noche he prometido tu cabellera al río Esperqueo, sensible hija mía,
y te he bautizado, delante de los iconos, Telémaco. Y mañana
pasearemos juntos por los barrios de peor reputación para que
conozcas tú también
cuán triunfalmente silba como víbora el silencio
en los laberintos y en las insaciables tumbas derrotadas
donde crecí.
Qué injustificado sería mi regreso
si no existieras.
El duelo que nos hace hombres.
en Aniversario, Valparaíso Ediciones, 2014
Traducción de Virginia López Recio
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