CARLOS RAMÍREZ
HOFFMAN
Santiago de Chile, 1950-Lloret de Mar, España, 1998
La carrera del
infame Ramírez Hoffman debió comenzar en 1970 o 1971, cuando Salvador Allende
era presidente de Chile.
Casi con toda
seguridad asistió al taller de literatura de Juan Cherniakovski en Concepción,
en el sur. Entonces se hacía llamar Emilio Stevens y escribía poemas que
Cherniakovski no desaprobaba aunque las estrellas del taller eran las gemelas
María y Magdalena Venegas, poetisas de Nacimiento, de diecisiete años, tal vez
dieciocho, estudiantes de sociología y psicología respectivamente.
Emilio Stevens
pololeaba (la palabra pololear me pone la piel de gallina) con María Venegas,
en realidad salía a menudo con las dos hermanas, iban al cine, a conciertos, al
teatro, a conferencias, eso es todo, a veces iban en el coche de las Venegas,
un Volkswagen escarabajo blanco, a la playa a contemplar los atardeceres del
Pacífico, fumaban yerba juntos, supongo que las Venegas también salían con
otros, supongo que Stevens también salía con otra gente, en aquellos años todos
salían con todos y todos creían saberlo todo de todos, una presunción bastante
estúpida como muy pronto quedó demostrado. ¿Por qué se enredaron las hermanas
Venegas con él? Es un misterio sin mayor trascendencia, un accidente cotidiano.
Supongo que el llamado Stevens era guapo, era inteligente, era sensible.
Una semana después
del golpe de Estado, en septiembre de 1973, en medio de la confusión reinante
las hermanas Venegas dejaron su departamento de Concepción y volvieron a la
casa de Nacimiento, Allí vivían solas con una tía. Los padres, un matrimonio de
pintores, murieron cuando ellas aún no cumplían quince años dejándoles la casa
y unas tierras en la provincia de Bío-Bío que les permitían vivir sin
estrecheces. Las hermanas solían hablar de ellos y sus poemas a menudo tenían
como personajes a pintores imaginarios perdidos en el sur de Chile, embarcados
en una obra desesperada y en un amor desesperado. Una vez, sólo una, pude ver
una foto de ellos: él era moreno y flaco, con esa cara de tristeza y de
perplejidad que sólo tienen los nacidos a este lado del río Bío-Bío; ella era
más alta que él, un poco gordita, con una sonrisa dulce y confiada.
Se fueron, pues, a
Nacimiento y se encerraron en su casa, una de las más grandes del pueblo, en
las afueras, una casa de madera de dos pisos que había pertenecido a la familia
del padre, con más de siete habitaciones y un piano y la presencia poderosa de
la tía que las guardaba de todo mal aunque las Venegas no eran lo que se dice
unas muchachas cobardes, todo lo contrario.
Y un buen día,
digamos dos semanas después o un mes después, aparece Emilio Stevens en
Nacimiento. Tuvo que ser así. Una noche o tal vez antes, un atardecer de esos
melancólicos del sur, en plena primavera, tocan a la puerta y allí está Emilio
Stevens y las Venegas se alegran de verlo, lo acosan a preguntas, lo invitan a
cenar y después le dicen que puede quedarse a dormir y durante la sobremesa
probablemente leen poemas, Stevens no, él no quiere leer nada, dice que está
preparando algo nuevo, se sonríe, adopta una actitud misteriosa, o tal vez ni
siquiera se sonríe, dice secamente que no y las Venegas asienten, creen
comprender, inocentes, no comprenden nada, pero creen comprender y leen sus
poemas, muy buenos, densos, una amalgama de Violeta Parra y Nicanor y Enrique
Lihn, como si esa amalgama fuera posible, una chupilca del diablo de Joyce
Mansour, Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik, el cóctel perfecto para decirle
adiós al día, un día del año 1973 que se va irremediablemente, y por la noche
Emilio Stevens se levanta como un sonámbulo, tal vez durmiera con María
Venegas, tal vez no, pero lo cierto es que se levanta con la seguridad de los
sonámbulos y se dirige a la habitación de la tía mientras escucha el motor de
un coche que se acerca a la casa, y luego degüella a la tía, no, le clava un
cuchillo en el corazón, más limpio, más rápido, le tapa la boca y le entierra
el cuchillo en el corazón y después baja y abre la puerta y entran dos hombres
en la casa de las estrellas del taller de poesía de Juan Cherniakovski y la
jodida noche entra en la casa y luego vuelve a salir, casi de inmediato, entra
la noche, sale la noche, efectiva y veloz.
Y no hay cadáveres,
o sí, hay un cadáver, un cadáver que aparecerá años después en una fosa común,
el de Magdalena Venegas, pero únicamente ése, como para probar que Ramírez
Hoffman es un hombre y no un dios, y por aquellos días desaparece mucha más
gente, desaparece Juan Cherniakovski, el poeta judío del sur, y todo el mundo
piensa es normal que el cabrón rojo desaparezca, aunque luego Cherniakovski,
como su presunto tío judío-ruso, reaparece en todos los puntos calientes de
América, una leyenda el Cherniakovski, el paradigma del chileno volador, en
Nicaragua, en El Salvador, en Guatemala, con un fusil y el puño en alto, como
diciendo aquí estoy hijos de puta, el último judío bolchevique de los bosques
del sur de Chile, hasta que un día desaparece definitivamente, posiblemente
muerto en la última ofensiva del FMLN. Y también desaparece Martín García, el
otro poeta de Concepción, el que tenía su taller de poesía en la Facultad de
Medicina, amigo y rival de Cherniakovski, siempre estaban juntos, discutiendo
de poesía aunque el cielo de Chile se cayera a pedazos, Cherniakovski alto y
rubio, Martín García bajito y moreno, Cherniakovski en la órbita de la poesía
latinoamericana y Martín García traduciendo a poetas franceses que en Chile
nadie salvo él conocía. Y eso le daba mucha rabia a mucha gente. ¿Cómo era
posible que ese indio pequeñajo y feo tradujera y se carteara con Alain
Jouffroy, Denis Roche, Marcelin Pleynet? ¿Quiénes eran, por Dios, Michel
Bulteau, Matthieu Messagier, Claude Pelieu, Franck Venaille, Pierre Tilman,
Daniel Biga? ¿Y qué méritos tenía ese tal Georges Perec cuyos libros publicados
en Denoël el huevón de García paseaba de un lado a otro? Nadie lo echó en
falta. A muchos les hubiera alegrado su muerte. Escribirlo ahora parece
mentira. Pero García, igual que Cherniakovski (al que por cierto nunca más
vio), reapareció exiliado en Europa, primero en la RDA, de donde salió a la
primera oportunidad, y después en Francia en donde subsistió dando clases de
español y traduciendo para ediciones no venales a algunos escritores bizarros
de Latinoamérica, generalmente de principios de siglo, obsesionados por
problemas matemáticos o pornográficos. Y después también a Martín García lo
mataron, pero esa historia no tiene nada que ver con esta historia.
En aquellos días,
mientras se desmantelaba la pobre estructura de poder de la Unidad Popular, caí
preso. Las circunstancias que me llevaron al centro de detención son banales,
cuando no grotescas, pero me permitieron presenciar el primer acto poético de
Ramírez Hoffman, aunque por entonces yo no sabía quién era Ramírez Hoffman ni
sabía la suerte que habían corrido las hermanas Venegas.
Sucedió un
atardecer —Ramírez Hoffman amaba los crepúsculos— mientras junto con otros
detenidos matábamos el aburrimiento en el Centro La Peña, en las afueras de
Concepción, casi ya en Talcahuano, jugando al ajedrez en el patio de nuestra
improvisada prisión. El cielo, antes absolutamente despejado, comenzaba a
empujar algunos jirones de nubes hacia el este. Las nubes, como alfileres o cigarrillos,
eran blanquinegras, luego rosadas, finalmente de un bermellón brillante. Creo
que yo era el único preso que las miraba. Lentamente, por entre las nubes,
apareció el avión. Un avión viejo. Al principio una mancha no superior al
tamaño de un mosquito. Silencioso. Venía del mar y poco a poco se iba acercando
a Concepción. En dirección al centro de la ciudad. Daba la impresión de ir tan
despacio como las nubes. Cuando pasó por encima de nosotros el ruido que hizo
fue como el de una lavadora estropeada. Luego subió el morro, volvió a tomar
altura y ya estaba volando sobre el centro de Concepción. Y ahí, en esas
alturas, comenzó a escribir un poema en el cielo. Letras de humo gris negro
sobre el cielo azul rosado que helaban los ojos del que las miraba. JUVENTUD...
JUVENTUD, leí. Tuve la impresión —la loca certeza— de que eran pruebas de
imprenta. Entonces el avión volvió en dirección nuestra y luego volvió a girar
y dio otra pasada. Esta vez el verso fue mucho más largo y debió exigir del
piloto mucha pericia: IGITUR PERFECTI SUNT COELI ET TERRA ET OMNIS ORNATUS
EORUM. Por un momento pareció que el avión se perdía en el horizonte, en
dirección a la cordillera. Pero volvió. Uno de los presos, uno que se llamaba
Norberto y que se estaba volviendo loco, intentó subirse al muro que separaba
nuestro patio del patio de las mujeres y se puso a gritar: es un Messerschmitt,
un caza Messerschmitt de la Luftwaffe. Todos los demás detenidos se pusieron de
pie. En la puerta que daba al gimnasio en donde por la noche dormíamos un par
de carabineros habían dejado de hablar y miraban el cielo. El loco Norberto,
agarrado al muro, se reía y decía que la Segunda Guerra Mundial había vuelto a
la Tierra. Nos tocó a nosotros, los chilenos, recibirla, darle la bienvenida,
decía. El avión volvió a Concepción: BUENA SUERTE PARA TODOS EN LA MUERTE, leí
con dificultad. Por un momento pensé que si Norberto hubiera querido irse nadie
se lo habría impedido. Todos, menos él, estaban sumidos en la inmovilidad, las
caras vueltas hacia el cielo. Hasta ese momento nunca había visto tanta
tristeza. Y el avión volvió a pasar sobre nosotros, completó la vuelta, se
elevó y volvió a Concepción. Qué piloto, decía Norberto, mismamente Hans
Marseille reencarnado. Leí: DIXITQUE ADAM HOC NUNC OS EX OSSIBUS MEIS ET CARO
DE CARNE MEA HAEC VOCABITUR VIRAGO QUONIAM DE VIRO SUMPTA EST. En dirección
este, perdidas entre las nubes que remontaban el Bío-Bío las últimas letras.
Perdido el avión mismo que por un momento desapareció completamente del cielo.
Como si todo aquello no mera sino un espejismo o una pesadilla. Qué ha puesto,
compañero, oí que decía un minero de Lota. Ni idea, le contestaron. Otro dijo:
huevadas, pero la voz le temblaba. Los carabineros de la puerta del gimnasio se
habían multiplicado, ahora eran cuatro. Norberto, delante de mí, las manos
enganchadas al muro, susurraba: esto no puede ser sino la blitzkrieg o estoy loco. Después suspiró profundamente y pareció
tranquilizarse. En ese momento el avión volvió a salir. Venía del mar. No lo
habíamos visto dar la vuelta. Santo cielo, dijo Norberto, perdónanos por
nuestros pecados. Lo dijo en voz alta y los demás detenidos y también los
carabineros lo oyeron y se rieron. Pero yo supe que nadie, en el fondo, tenía
ganas de reírse. El avión pasó por encima de nuestras cabezas. El cielo se
estaba oscureciendo, las nubes ya no eran rosadas sino negras. Cuando estuvo
sobre Concepción su silueta apenas resultaba visible. Esta vez sólo escribió
tres palabras: APRENDAN DEL FUEGO, que rápidamente quedaron desdibujadas en la
noche, y luego desapareció. Durante unos segundos nadie dijo nada. Los
carabineros fueron los primeros en reaccionar. Nos mandaron ponernos en fila e
iniciaron el recuento de cada noche antes de encerrarnos en el gimnasio. Era un
Messerschmitt, Bolaño, te lo juro por
lo más sagrado, me dijo Norberto mientras entrábamos en el gimnasio.
Seguramente, dije yo. Y escribía en latín, dijo Norberto. Sí, dije yo, pero no
entendí nada. Yo sí, dijo Norberto, hablaba de Adán y Eva, y del Santo Virago,
y del Jardín de nuestras cabezas, y a todos nos deseaba buena suerte. Un poeta,
dije yo. Una persona educada, sí, dijo Norberto.
La broma o el
poema, lo supe muchos años después, le costó a Ramírez Hoffman una semana de
calabozo. Al salir secuestró a las hermanas Venegas. En las fiestas del fin del
año 1973 volvió a hacer una exhibición de escritura aérea. Sobre el aeropuerto
militar de El Cóndor dibujó una estrella que se confundía con las primeras
estrellas del crepúsculo y luego escribió un poema que ninguno de sus
superiores entendió. En uno de sus versos hablaba de las hermanas Venegas.
Quien lo leyera cabalmente ya podía darlas por muertas. En otro mencionaba a
una tal Patricia. Aprendices del fuego, decía. Los generales que lo observaban
soltar el humo y formar las letras pensaron que se trataba de sus novias, sus
amigas o el nombre de algunas putas de Talcahuano. Algunos de sus amigos
supieron, por el contrario, que Ramírez Hoffman estaba nombrando, conjurando, a
mujeres muertas. Por aquellas fechas participó en otras dos exhibiciones
aéreas. Decían de él que era el más inteligente de su promoción, también el más
impulsivo. Podía pilotar sin problemas un Hawker Hunter o un helicóptero de
combate, pero lo que más le gustaba era coger el viejo avión cargado de humo,
remontar los cielos vacíos de la patria y escribir con letras enormes sus
pesadillas, que también eran nuestras pesadillas, hasta que el viento las
deshacía.
En 1974 convenció a
un general y voló hacia el Polo Sur. El viaje fue difícil y plagado de escalas,
pero en todos los lugares donde aterrizaba escribía sus poemas en el cielo.
Eran los poemas de una nueva edad de hierro para la raza chilena, decían sus
admiradores. No quedaba nada de aquel Emilio Stevens literariamente retraído e
inseguro. Ramírez Hoffman era la seguridad y la audacia personificadas. El
vuelo desde Punta Arenas hasta la base antártica de Arturo Prat estuvo lleno de
peligros que estuvieron a punto de costarle la vida. Cuando los periodistas le
preguntaron, a su regreso, cuál había sido el mayor, contestó que atravesar el
silencio. Las olas del Cabo de Hornos lamían el vientre del avión, olas
enormes, pero mudas, como en una película sin sonido. El silencio es como el
canto de las sirenas de Ulises, dijo, pero si lo atraviesas como un hombre ya
nada malo puede ocurrirte. En la Antártida todo fue bien. Ramírez Hoffman
escribió LA ANTÁRTIDA ES CHILE y fue filmado y fotografiado y después volvió a
Concepción, solo, en su pequeño avión que según había dicho el loco Norberto
era un caza Messerschmitt de la
Segunda Guerra Mundial.
Estaba en la cresta
de la ola. Lo llamaron de Santiago para que hiciera algo sonado en la capital,
algo espectacular que demostrara el interés del nuevo régimen por el arte de
vanguardia. Ramírez Hoffman acudió encantado. Se alojó en el departamento de un
compañero de promoción y mientras por el día iba a entrenarse al aeródromo
Capitán Lindstrom, por la noche se dedicó a preparar por su cuenta, en el
departamento, una exposición de fotografías cuya inauguración hizo coincidir
con su exhibición de poesía aérea. El dueño del departamento declararía años
después que hasta el último momento no vio las fotografías que Ramírez Hoffman
pensaba exponer. Sobre la naturaleza de éstas, dijo que Ramírez Hoffman pretendía
que fueran una sorpresa y que sólo le adelantó que se trataba de poesía visual,
experimental, arte puro, algo que iba a divertirlos a todos. Las invitaciones,
por supuesto, eran restringidas: pilotos, militares jóvenes (el más viejo no
llegaba a comandante) y cultos, un trío de periodistas, un pequeño grupo de
artistas civiles, alguna dama joven y distinguida (que se sepa a la exposición
sólo acudió una mujer, Tatiana von Beck Iraola) y el padre de Ramírez Hoffman,
que vivía en Santiago.
Todo empezó mal. El
día de la exhibición aérea amaneció con grandes cúmulos de nubes negras y
gordas que bajaban por el valle hacia el sur. Algunos jefes le desaconsejaron
volar. Ramírez Hoffman desoyó los malos presagios. Su avión se elevó y los
espectadores vieron, con más esperanza que admiración, algunas piruetas
preliminares. Después tomó altura y desapareció en el interior de una inmensa
nube gris oscura que se desplazaba lentamente sobre la ciudad. Salió lejos del
aeródromo, en un barrio periférico de Santiago. Allí mismo escribió el primer
verso: La muerte es amistad. Después planeó sobre unos almacenes ferroviarios y
sobre lo que parecían fábricas abandonadas y escribió el segundo verso: La
muerte es Chile. Enfiló hacia el centro. Allí, sobre La Moneda, escribió el
tercer verso: La muerte es responsabilidad. Algunos peatones lo vieron. Un
escarabajo oscuro recortado sobre un cielo oscuro y amenazante. Muy pocos
descifraron las palabras: el viento las deshacía en apenas unos segundos. En el
camino de vuelta al aeródromo escribió el cuarto y quinto verso: La muerte es
amor y La muerte es crecimiento. Cuando avistó el aeródromo escribió: La muerte
es comunión, pero ninguno de los generales y mujeres de generales y altos
mandos y autoridades militares, civiles y culturales pudo leer sus palabras. En
el cielo se gestaba una tormenta eléctrica. Desde la torre de control un
corone! le pidió que se diera prisa y aterrizara. Ramírez Hoffman dijo:
entendido y volvió a tomar altura. Entonces, en el otro extremo de Santiago cayó
el primer rayo y Ramírez Hoffman escribió: La muerte es limpieza, pero lo
escribió tan mal, las condiciones meteorológicas eran tan desfavorables que muy
pocos de los espectadores que ya comenzaban a levantarse de sus asientos y
abrir los paraguas comprendieron lo escrito. Sobre el cielo quedaban jirones
negros, garabatos de niño. Pero algunos sí que lo entendieron y pensaron que
Ramírez Hoffman se había vuelto loco. Comenzó a llover y la desbandada fue
general. En uno de los hangares se había improvisado un cóctel y a aquella hora
y con aquel chaparrón todo el mundo tenía sed y hambre. Los canapés se acabaron
en menos de veinte minutos. Algunos oficiales y algunas señoras comentaron lo
raro que resultaba aquel piloto poeta, pero la mayoría de los invitados
hablaban y se preocupaban por temas de relieve
nacional e incluso
internacional. Ramírez Hoffman, mientras tanto, seguía en el cielo,
luchando contra los elementos. Sólo un puñado de amigos y dos periodistas que
en sus ratos libres escribían poemas surrealistas siguieron desde la pista
espejeante de lluvia, en una estampa que parecía sacada de una película de la
Segunda Guerra Mundial, las evoluciones del avioncito debajo de la tormenta.
Escribió, o pensó que escribía: La muerte es mi corazón. Y después: Toma mi
corazón. Y después: Nuestro cambio, nuestra ventaja. Y después ya no tenía humo
para escribir pero escribió: La muerte es resurrección y los que estaban abajo
no entendían nada pero entendían que Ramírez Hoffman estaba escribiendo algo,
entendían la voluntad del piloto y sabían que aunque no entendieran nada
estaban asistiendo a un evento importante para el arte del futuro.
Después Ramírez
Hoffman aterrizó sin ningún problema, se llevó una reprimenda del oficial
encargado de la torre de control y de algunos altos mandos que aún deambulaban
por entre los restos del cóctel y se marchó al departamento a preparar el
segundo acto de su gala santiaguina.
Todo lo anterior
tal vez ocurrió así. Tal vez no. Puede que los generales de la Fuerza Aérea
Chilena no llevaran a sus mujeres. Puede que en el aeródromo Capitán Lindstrom
jamás se hubiera escenificado ningún recital de poesía aérea. Tal vez Ramírez
Hoffman escribió su poema en el cielo de Santiago sin pedir permiso a nadie,
sin avisar a nadie, aunque esto es más improbable. Tal vez aquel día ni
siquiera llovió sobre Santiago. Tal vez todo sucedió de otra manera. La
exposición fotográfica en el departamento, sin embargo, ocurrió tal y como a
continuación se explica.
Los primeros
invitados llegaron a las nueve de la noche. A las once había unas veinte
personas, todas razonablemente borrachas. Todavía nadie había entrado en el
dormitorio de huéspedes, en donde dormía Ramírez Hoffman y en cuyas paredes
pensaba exponer las fotos al criterio de sus amigos. El teniente Curzio
Zabaleta, que años después publicaría el libro Con la soga al cuello, especie
de narración auto-instigadora sobre su actuación en los primeros años de
gobierno golpista, dice que Ramírez Hoffman se comportaba de manera normal,
atendía a los invitados como si la casa fuera suya, saludaba a los compañeros
de promoción a quienes no veía desde hacía mucho, condescendía a comentar los
incidentes de aquella mañana en el aeródromo, hacía y soportaba de buen grado
las bromas usuales en este tipo de reuniones. De vez en cuando desaparecía (se
encerraba en el cuarto) pero sus ausencias nunca duraban mucho tiempo. Por fin,
a las doce de la noche en punto, pidió silencio y dijo (palabras textuales,
según Zabaleta) que ya era hora de empaparse un poco con el nuevo arte. Abrió
la puerta de su cuarto y fue dejando pasar a sus invitados uno por uno. Uno por
uno, señores, el arte de Chile no admite aglomeraciones. Cuando dijo esto
(según Zabaleta), Ramírez Hoffman empleó un tono jocoso y miraba a su padre a quien
hizo un guiño con el ojo izquierdo y después con el ojo derecho.
La primera en
entrar fue Tatiana von Beck Iraola, como era lógico. La habitación estaba
perfectamente iluminada. Nada de luces azules o rojas, nada de atmósfera
especial. Afuera, en el pasillo y más allá, en el living, todos proseguían sus
conversaciones o bebían con el desenfreno de los jóvenes y de los triunfadores.
El humo, sobre todo en el pasillo, era considerable. Ramírez Hoffman estaba de
pie en el quicio de la puerta. Dos tenientes discutían en la entrada del baño.
El padre de Ramírez Hoffman era uno de los pocos que estaban serios y firmes en
la cola. Zabaleta se movía, según propia confesión, arriba y abajo, nervioso y
lleno de oscuros presagios. Los dos reporteros surrealistas conversaban con el
dueño de la casa. En algún momento Zabaleta consiguió oír algunas de sus
palabras: hablaban de viajes, el Mediterráneo, Miami, playas cálidas y mujeres
exuberantes. No había pasado un minuto cuando Tatiana von Beck volvió a salir.
Estaba pálida y desencajada. Miró a Ramírez Hoffman y trató de llegar al baño.
No pudo. Vomitó en el pasillo y después, trastabillándose, se fue del
departamento ayudada por un oficial que galantemente se ofreció a acompañarla
pese a las protestas de la Von Beck que prefería irse sola. El segundo en
entrar fue un capitán. No volvió a salir. Ramírez Hoffman, junto a la puerta
entreabierta, sonreía cada vez más satisfecho. En el living algunos se
preguntaban qué mosca le había picado a la Tatiana. Está borracha, pues, dijo
una voz que Zabaleta no reconoció. Alguien puso un disco de Pink Floyd. Alguien
comentó que entre hombres no se podía bailar, esto parece un encuentro de
colisas, dijo una voz. Los reporteros surrealistas cuchicheaban entre sí. Un
teniente propuso salir inmediatamente de putas. Pero en el pasillo, diríase
como en la antesala de un dentista o de una pesadilla, casi nadie hablaba. El
padre de Ramírez Hoffman se abrió paso y entró en el cuarto. Lo siguió el dueño
de casa. Casi de inmediato éste volvió a salir, se encaró con Ramírez Hoffman,
por un momento pareció que iba a golpearlo y luego le dio la espalda y marchó
al living en busca de un trago. A partir de ese momento todos, incluido
Zabaleta, entraron al dormitorio. El capitán estaba sentado en la cama, fumando
y leyendo unas notas, parecía tranquilo, inmerso en la lectura. El padre de
Ramírez Hoffman contemplaba algunas de las cientos de fotografías que decoraban
las paredes y parte del techo de la habitación. Un cadete, cuya presencia allí
Zabaleta no se explica, se puso a llorar y a maldecir y lo tuvieron que sacar a
rastras. Los reporteros surrealistas hacían gestos de desagrado pero
mantuvieron el tipo. De pronto ya nadie hablaba. Zabaleta recuerda que sólo se
escuchaba la voz de un teniente borracho, que no había entrado en el cuarto de
Ramírez Hoffman y que hacía una llamada telefónica desde el living. Discutía
con su novia y se disculpaba con palabras incoherentes de algo que había hecho
hacía mucho tiempo. Los demás volvieron al living en silencio y algunos se
marcharon rápidamente, casi sin despedirse.
Después el capitán
hizo salir a todos del cuarto y se encerró con Ramírez Hoffman durante media
hora. En el departamento, según Zabaleta, quedaban unas ocho personas. El padre
de Ramírez Hoffman no parecía particularmente conmovido. El dueño de la casa,
enterrado en un sillón, lo miraba con rencor. Si quiere, dijo el padre de
Ramírez Hoffman, me llevo a mi hijo. No, dijo el dueño de la casa, su hijo es
mi amigo y los chilenos sabemos respetar la amistad. Estaba completamente
borracho.
Un par de horas
después llegaron tres militares de Inteligencia. Zabaleta pensó que iban a
detener a Ramírez Hoffman pero lo que hicieron fue limpiar de fotografías la
habitación. El capitán se marchó con ellos y durante un rato nadie supo qué
decir. Después Ramírez Hoffman salió del dormitorio y se puso a fumar de pie
junto a una ventana. El living, recuerda Zabaleta, parecía ahora el
refrigerador de una gran carnicería saqueada. ¿Estás arrestado?, preguntó finalmente
el dueño de la casa. Supongo que sí, dijo Ramírez Hoffman, de espaldas a todos,
mirando las luces de Santiago por la ventana, las escasas luces de Santiago. Su
padre se le acercó con una lentitud exasperante, como si no se atreviera a
hacer lo que iba a hacer, y finalmente lo abrazó. Un abrazo breve que Ramírez
Hoffman no correspondió. La gente es exagerada, comentó junto a la chimenea
apagada uno de los reporteros surrealistas. Pico, dijo el dueño de la casa. ¿Y
ahora qué hacemos?, dijo un teniente. Dormir la mona, dijo el dueño de la casa.
Zabaleta nunca más vio a Ramírez Hoffman. Su última imagen de él, sin embargo,
es indeleble: un living grande y desordenado, un grupo de gente pálida y
cansada, y Ramírez Hoffman junto a la ventana, en perfecto estado, sosteniendo
una copa de whisky en una mano que ciertamente no temblaba y mirando el paisaje
nocturno.
A partir de esa
noche las noticias sobre Ramírez Hoffman son confusas, contradictorias, su
figura aparece y desaparece en la antología móvil de la literatura chilena
envuelto siempre en brumas y con la prestancia de un dragón. Se especula con su
expulsión de la Fuerza Aérea, las mentes más disparatadas de su generación lo
ven vagando por Santiago, Valparaíso, Concepción, ejerciendo oficios disímiles y
participando en empresas artísticas extrañas. Cambia de nombre. Se le vincula
con más de una revista literaria de existencia efímera en donde publica
proposiciones de happenings que nunca llevará a cabo o que, aún peor, llevará a
cabo en secreto. En una revista de teatro aparece una pequeña pieza firmada por
un tal Octavio Pacheco del que nadie sabe nada. La pieza es singular en grado
extremo y transcurre en un mundo de hermanos siameses en donde el sadismo y el
masoquismo son juegos de niños. Dicen que trabaja corno piloto para una línea
comercial que enlaza Sudamérica con algunas ciudades de Extremo Oriente.
Cecilio Macaduck, el poeta-dependiente de una zapatería y ex miembro del taller
de literatura de Cherniakovski, sigue sus pasos gracias a un apartado que
encuentra accidentalmente en la Biblioteca Nacional: allí están los dos únicos
poemas publicados por Emilio Stevens junto con los testimonios fotográficos de
los poemas aéreos de Ramírez Hoffman, la obra de teatro de Octavio Pacheco y
textos aparecidos en revistas diversas de Argentina, Uruguay, Brasil y Chile.
La sorpresa de Macaduck es enorme: encuentra por lo menos siete revistas
chilenas aparecidas entre 1973 y 1980 que no conocía. Encuentra también un
libro delgado, de tapas marrones, en octavo, titulado Entrevista con Juan
Sauer. El libro lleva el sello de la editorial El Cuarto Reich Argentino. No tarda en comprender que Juan Sauer,
quien en la entrevista contesta preguntas relacionadas con la fotografía y la
poesía, es Ramírez Hoffman. En sus respuestas se bosqueja su teoría del arte.
Según Macaduck, decepcionante. En ciertos círculos chilenos y sudamericanos, no
obstante, su paso relampagueante por la poesía se convierte en objeto de culto.
Pero pocos son los que pueden hacerse una idea cabal de su obra. Finalmente
abandona Chile, abandona la vida pública, desaparece, aunque su ausencia física
(de hecho, siempre ha sido una figura ausente) no pone fin a las
especulaciones, a las interpretaciones, a las lecturas encontradas y
apasionadas que su obra suscita.
Su paso por la
literatura deja un reguero de sangre y varias preguntas realizadas por un mudo.
También deja una o dos respuestas silenciosas.
Los años, contra lo
que suele suceder, afirman su estatura mítica, fortalecen sus propuestas. La
pista de Ramírez Hoffman se pierde en Sudáfrica, en Alemania, en Italia, hay
quienes incluso aventuran que se ha ido a Japón como el doble negro de Gary
Snyder, y su silencio es absoluto; los nuevos aires que recorren el mundo, sin
embargo, lo reclaman, reivindican su obra, no faltan quienes le consideran un
precursor. Desde Chile salen en su búsqueda escritores jóvenes y entusiastas.
Tras un largo peregrinaje regresan derrotados y sin fondos. El padre de Ramírez
Hoffman, presumiblemente la única persona conocedora de su paradero, muere en
1990.
Se abre paso entre
los círculos literarios chilenos la idea, en el fondo tranquilizadora, de que
Ramírez Hoffman también está muerto.
En 1992 su nombre
sale a relucir en una encuesta judicial sobre torturas y desapariciones. En
1993 se le vincula con un «grupo operativo independiente» responsable de la
muerte de varios estudiantes en el área de Concepción y en Santiago. En 1995
aparece el libro de Zabaleta en uno de cuyos capítulos se relata la velada de
las fotos. En 1996 Cecilio Macaduck publica en una modesta editorial
santiaguina un extenso ensayo sobre las revistas fascistas de Chile y Argentina
en el período comprendido entre los años 1972 y 1992, y en donde la estrella
más brillante y enigmática es sin duda Ramírez Hoffman. No faltan, por
supuesto, las voces que se alzan en su defensa. Un sargento de Inteligencia
Militar declara que el teniente Ramírez Hoffman era un poco raro, medio rayado
y con explosiones inesperadas, pero cumplidor como pocos en su lucha contra el
comunismo. Un oficial del Ejército que participó con él en algunas actividades
de represión en Santiago incluso va más lejos y afirma que Ramírez Hoffman
tenía toda la razón del mundo cuando decía que no había que dejar vivo a ningún
prisionero a quien previamente se hubiera torturado: «tenía una visión de la
Historia, cómo le diría, cósmica, en permanente movimiento, con la Naturaleza
en medio de todo, devorándose y renaciendo que daba asco, pero brillante como
un portento, señor... ».
Sin ninguna
esperanza es llamado a declarar como testigo en algunos juicios. En otros se le
cita como inculpado. Un juez de Concepción intenta sacar adelante una orden de
busca y captura que no prospera. Los juicios, pocos, se llevan a cabo sin la
presencia de Ramírez Hoffman. Luego se olvidan. Muchos son los problemas de la
República como para interesarse en la figura cada vez más borrosa de un asesino
múltiple desaparecido hace mucho tiempo.
Chile lo olvida.
Es entonces cuando
aparece en escena Abel Romero y cuando vuelvo a aparecer en escena yo. Chile
también nos ha olvidado. Romero fue uno de los policías más famosos de la época
de Allende. Vagamente recordaba su nombre relacionado con el de un asesinato en
Viña del Mar, «el clásico asesinato de la habitación cerrada», según sus
propias palabras, resuelto con elegancia y limpieza. Y aunque siempre trabajó
en la Brigada de Homicidios, fue él quien entró en el fundo Las Cármenes con
una pistola en cada mano a rescatar a un coronel que se había autosecuestrado y
a quien protegían varios matones de Patria y Libertad. Por esta acción, Romero
recibió la Medalla al Valor de manos de Allende, la mayor satisfacción
profesional de su vida. Tras el golpe estuvo preso tres años y luego se marchó
a París. Ahora estaba tras la pista de Ramírez Hoffman. Cecilio Macaduck le
había proporcionado mi dirección en Barcelona. ¿En qué puedo ayudarle?, le
pregunté. En asuntos de poesía, dijo. Ramírez Hoffman era poeta, yo era poeta,
él no era poeta, ergo para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro
poeta. Le dije que para mí Ramírez Hoffman era un criminal, no un poeta. Bueno,
bueno, dijo él, tal vez para Ramírez Hoffman o para cualquier otro usted no sea
poeta o sea un mal poeta y él o ellos sí. Todo depende, ¿no cree? Cuánto me va
a pagar, le dije. Así me gusta, dijo él, directo al grano. Bastante. La persona
que me contrató tiene mucho dinero. Nos hicimos amigos. Al día siguiente llegó
a mi casa con una maleta llena de revistas de literatura. ¿Qué le hace pensar
que Ramírez Hoffman se encuentra en Europa? Me he hecho una composición del
hombre, dijo. Cuatro días después apareció con una tele y un vídeo. Son para
usted, dijo. No veo tele, dije. Pues hace mal, no sabe la cantidad de cosas
interesantes que se está perdiendo. Leo libros y escribo, dije. Ya se ve, dijo
Romero. Y añadió de inmediato: no se lo tome a mal, yo siempre he respetado a
los curas y a los escritores que no tienen nada. Pocos habrá conocido, dije.
Usted es el primero. Luego explicó que no podía ni era conveniente instalar la
tele en la pensión de la calle Pintor Fortuny, donde estaba viviendo. ¿Cree
usted que Ramírez Hoffman escribe en francés o alemán?, dije. Puede ser, dijo
él, era un hombre con preparación.
Entre las muchas
revistas que Romero me dejó había dos en donde creí ver la mano de Ramírez
Hoffman. Una era francesa y la otra la editaba un grupo de argentinos en
Madrid. La francesa, que no pasaba de ser un fanzine, era el órgano oficial de
un movimiento denominado «escritura bárbara» cuyo máximo representante era un
antiguo portero parisino. Una de las actividades de este movimiento consistía
en realizar misas negras en donde se maltrataban libros clásicos. El ex portero
había comenzado su carrera en mayo del 68. Mientras los estudiantes levantaban
barricadas él se encerró en su pequeño cubículo de la portería de un lujoso
edificio de la rue Des Eaux y se dedicó a masturbarse con libros de Victor Hugo
y Balzac, a orinar sobre libros de Stendhal, a embadurnar de mierda páginas de
Chateaubriand, a hacerse cortes en diversas partes del cuerpo y manchar de
sangre bonitos ejemplares de Flaubert, Lamartine, Musset. Así, según él,
aprendió a escribir. El grupo de los «escritores bárbaros» lo formaban
dependientas, carniceros, guardas jurados, cerrajeros, burócratas de ínfima
categoría, auxiliares de enfermería, extras cinematográficos. La revista
madrileña, por el contrario, exhibía un nivel más alto y sus colaboradores no
podían ser encasillados en una determinada tendencia o escuela. Entre sus
páginas encontré textos dedicados al psicoanálisis, estudios sobre el Nuevo
Cristianismo, poemas escritos por presos de Carabanchel precedidos por una
sesuda y en ocasiones extravagante introducción sociológica. Uno de estos
poemas, el mejor, sin duda, y también el más largo, se titulaba El fotógrafo de
la muerte y estaba dedicado, misteriosamente, al explorador.
En la revista de
los franceses creí ver la sombra de Ramírez Hoffman en uno de los pocos textos
no creativos que acompañaban, laudatorios, a las obras de los «bárbaros». Éste,
firmado por un tal Jules Defoe, propugnaba en un estilo entrecortado y feroz una
literatura escrita por gente ajena a la literatura (de igual forma que la
política, tal como estaba ocurriendo y se felicitaba por ello, debía hacerla
gente ajena a la política). La revolución pendiente de la literatura, venía a
decir Defoe, será de alguna manera su abolición. Cuando la Poesía la hagan los
no-poetas y la lean los no-lectores. Podía haberlo escrito cualquiera, lo sé,
cualquiera con ganas de quemar el mundo, pero tuve la corazonada de que aquel
adalid del ex portero parisino era Ramírez Hoffman.
El poema del preso
de Carabanchel presentaba el asunto bajo otra perspectiva. En la revista de
Madrid no había textos de Ramírez Hoffman, pero se hablaba de él en uno de sus
textos, si bien sin nombrarlo. El título, El fotógrafo de la muerte, podía haber
sido tomado de una vieja película de Powell o Pressburger, no recordaba cuál de
los dos, pero también podía remitirse a la antigua afición de Ramírez Hoffman.
En esencia, y pese a la subjetividad que encorsetaba sus versos, el poema era
sencillo: hablaba de un fotógrafo que deambulaba por el mundo, hablaba de
crímenes que el fotógrafo retenía para siempre en su ojo mecánico, hablaba del
repentino vacío del planeta, del aburrimiento del fotógrafo, de sus ideales (el
absoluto) y de sus vagabundajes por tierras desconocidas, de sus experiencias
con mujeres, de las tardes y noches interminables contemplando el amor en sus
más variadas manifestaciones: parejas, tríos, grupos.
Cuando se lo dije a
Romero éste me pidió que viera en el vídeo cuatro películas que había traído.
Creo que ya tenemos localizado al señor Ramírez, dijo. En ese momento sentí
miedo. Las vimos juntos. Eran películas pornográficas de bajo presupuesto. A la
mitad de la segunda le dije a Romero que yo no podía tragarme cuatro películas
pornográficas seguidas. Véalas esta noche, me dijo al marcharse. ¿Tengo que
reconocer a Ramírez Hoffman entre los actores? Romero no me contestó. Sonrió
enigmáticamente y se fue tras tomar nota de las direcciones de las revistas que
le había seleccionado. No lo volví a ver hasta cinco días después. Mientras
tanto vi todas las películas, y todas las vi más de una vez. No aparecía
Ramírez Hoffman en ninguna de ellas. Pero en todas noté su presencia. Es muy
sencillo, me dijo Romero cuando nos volvimos a ver, el teniente está detrás de
la cámara. Luego me contó la historia de un grupo que hacía películas porno en
una villa del golfo de Tárento. Una mañana aparecieron todos muertos. En total,
seis personas. Tres actrices, dos actores y el cámara. Se sospechó del director
y productor y se le detuvo. También detuvieron al dueño de la villa, un abogado
de Corigliano relacionado con el hard core criminal, es decir con las películas
porno con crímenes reales. Todos tenían coartada y se les dejó en libertad. ¿En
dónde entraba Ramírez Hoffman? Había otro cámara. Un tal R. P. English. Y a
éste no se le pudo localizar nunca.
¿Y usted, me dijo
Romero, podría reconocer a Ramírez Hoffman si lo volviera a ver? No lo sé,
contesté.
No volví a ver a
Romero hasta dos meses más tarde. Tengo localizado a Jules Defoe, me dijo.
Vamonos. Lo seguí sin rechistar. Hacía mucho tiempo que no salía de Barcelona.
Contra lo que imaginaba, tomamos el tren de la costa. ¿Quién le paga?, le
pregunté. Un compatriota, dijo Romero sin dejar de mirar el Mediterráneo que de
pronto comenzó a aparecer entre los resquicios de fábricas abandonadas y
después tras las primeras construcciones del Maresme. ¿Mucho? Bastante, dijo,
es un compatriota que se ha hecho rico, suspiró, parece que en Chile hay
bastante gente que se está haciendo rica. ¿Y qué va a hacer con el dinero? Voy
a volver, me servirá para empezar de nuevo. ¿No será Cecilio Macaduck el que lo
ha contratado? (Por un instante pensé que Macaduck, que nunca se fue de Chile y
que ahora publicaba un libro cada dos años y colaboraba con revistas de todo el
continente y de vez en cuando daba clases en pequeñas universidades
norteamericanas, por un instante, digo, pensé que Macaduck era, además de un
escritor establecido, un hombre de fortuna. Fue un instante de cretinismo y de
sana envidia. ) Noooo, dijo Romero. ¿Y cuando lo encontremos, dije, qué va a
hacer? Ay, amigo Bolaño, primero tiene usted que reconocerlo.
Nos bajamos en
Blanes. En la estación tomamos un autobús para Lloret. Recién empezaba la
primavera pero ya en el pueblo se veían grupos de turistas concentrados en las
puertas de los hoteles o vagando por las calles del centro. Caminamos hacia una
zona donde sólo había edificios de apartamentos. En uno de esos edificios vivía
Ramírez Hoffman. ¿Lo va a matar?, dije mientras caminábamos por una calle
fantasmal. Los establecimientos comerciales turísticos aún no abrirían hasta
dentro de un mes. No me haga esa clase de preguntas, me dijo Romero con la cara
arrugada por el dolor o por algo semejante. De acuerdo, dije, no le haré más
preguntas.
Aquí vive Ramírez
Hoffman, dijo Romero cuando pasamos sin detenernos frente a un edificio de ocho
plantas, aparentemente vacío. Se me encogió el estómago. No mire para atrás,
hombre, me regañó Romero y seguimos caminando. Dos cuadras más adelante había
un bar abierto. Romero me acompañó hasta la puerta. Dentro de un rato, no sé
cuánto, él vendrá a tomarse un café. Mírelo con cuidado y después me dice.
Siéntese y no se mueva. Lo vendré a buscar cuando oscurezca. Un poco estúpidamente,
nos dimos la mano al despedirnos. ¿Ha traído algún libro para leer? Sí, dije.
Hasta luego, entonces, y piense que han pasado más de veinte años.
Desde los
ventanales del bar se veía el mar y el cielo muy azul y unas pocas barcas de
pescadores faenando cerca de la costa. Pedí un café con leche e intenté no
distraerme. El bar estaba casi vacío: una mujer leía una revista sentada en una
mesa y dos hombres hablaban con el que atendía la barra. Abrí mi libro, la Obra
Completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal. Intenté leer. Al cabo
de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras
pasaban como escarabajos incomprensibles. Nadie entraba al bar, nadie se movía,
el tiempo parecía detenido, empecé a sentirme mal: en el mar las barcas de
pesca de pronto se transfiguraron en veleros, la línea de la playa era gris y
uniforme y muy de tanto en tanto veía gente que caminaba o ciclistas que
optaban por pedalear sobre la gran vereda vacía. Pedí una botella de agua
mineral. Entonces llegó Ramírez Hoffman y se sentó junto al ventanal, a tres
mesas de distancia. Lo encontré envejecido. Tanto como seguramente lo estaba
yo. Pero no. Él había envejecido mucho más. Estaba más gordo, más arrugado, por
lo menos aparentaba diez años más que yo, pensé, cuando en realidad sólo era
tres años mayor. Miraba el mar y fumaba. Igual que yo, descubrí con alarma y
apagué el cigarrillo e hice como que leía. Las palabras de Bruno Schulz
adquirieron por un instante una dimensión monstruosa, casi insoportable. Cuando
volví a mirar a Ramírez Hoffman éste se había puesto de perfil. Pensé que
parecía un tipo duro, como sólo pueden serlo —y sólo pasados los cuarenta—
algunos latinoamericanos. Una dureza tan diferente de la de los europeos o
norteamericanos. Una dureza triste e irremediable. Pero Ramírez Hoffman no
parecía triste y allí radicaba precisamente la tristeza infinita. Parecía
adulto. Pero no era adulto, lo supe de inmediato. Parecía dueño de sí mismo. Y
a su manera y dentro de su ley, cualquiera que fuera, era más dueño de sí mismo
que todos los que estábamos en aquel bar silencioso. Era más dueño de sí mismo
que muchos de los que caminaban en ese momento por las calles de Lloret o
trabajaban preparando la inminente temporada turística. Era duro y no tenía
nada o tenía muy poco y no parecía darle demasiada importancia. Parecía estar
pasando una mala racha. Tenía la cara de los tipos que saben esperar sin perder
los nervios o ponerse a soñar. No parecía un poeta. No parecía un ex oficial de
la Fuerza Aérea Chilena. No parecía un asesino de leyenda. No parecía el tipo
que había volado a la Antártida para escribir un poema en el aire. Ni de lejos.
Se marchó cuando
empezaba a anochecer. De pronto me sentí con hambre y feliz. Pedí pan con
tomate y jamón serrano y una cerveza sin alcohol.
Al cabo de un rato
llegó Romero y nos marchamos. Al principio pareció que nos alejábamos del
edificio de Ramírez Hoffman pero en realidad sólo dimos un rodeo. ¿Es él?,
preguntó Romero. Sí, le dije. ¿Sin ninguna duda? Sin ninguna duda. Iba a añadir
algo más pero Romero apuró el paso. El edificio de Ramírez Hoffman se recortó
contra el cielo iluminado por la luna. Singular, distinto de los demás
edificios que ante él parecían difuminarse, desvanecerse, tocado por una vara
mágica que surgía del año 1973. Romero me señaló el banco de un parque.
Espéreme aquí, dijo. ¿Lo va a matar? El banco estaba en un discreto rincón en
penumbras. La cara de Romero hizo un gesto que no pude ver. Espéreme aquí o
vayase a la estación de Blanes y coja el primer tren. No lo mate, por favor,
ese hombre ya no le puede hacer mal a nadie, dije. Eso usted no lo puede saber,
dijo Romero, ni yo tampoco. No le puede hacer daño a nadie, dije. En el fondo
no lo creía. Claro que podía hacer daño. Todos podíamos hacer daño. Ahora
vuelvo, dijo Romero.
Me quedé sentado
mirando los arbustos oscuros mientras escuchaba el ruido de las pisadas de
Romero que se alejaba. Veinte minutos después regresó. Debajo del brazo traía
una carpeta con papeles. Vámonos, dijo. Tomamos el autobús que enlaza Lloret
con la estación de Blanes y luego el tren a Barcelona. No hablamos hasta llegar
a la Estación de Plaza Catalunya. Romero me acompañó hasta mi casa. Allí me
entregó un sobre. Por las molestias, dijo. ¿Qué va a hacer usted? Me vuelvo
esta misma noche a París, tengo vuelo a las 12, dijo. Suspiré o bufé, qué
asunto más feo, dije por decir algo. Claro, dijo Romero, ha sido un asunto de
chilenos. Lo miré, allí, de pie en medio del portal, Romero sonreía. Debía
andar por los sesenta años. Cuídate, Bolaño, dijo finalmente y se marchó.
en La Literatura nazi en América, 1996
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